Mientras llega el tsunami
por Dionisio Byler
El fenómeno tsunami constituye una figura extraordinariamente apta para describir la realidad del presente de la raza humana.
Tsunamis como los recientes de Chile y Japón, se producen cuando cierto tipo de terremoto submarino genera olas gigantescas capaces de hundir buques enormes en alta mar e inundar inmensas expansiones de tierra en costas de poca elevación sobre el nivel del mar. El aspecto de los tsunamis que me interesa como figura de la condición humana, es el de la demora en el tiempo, entre el terremoto y la llegada a la costa de la ola gigantesca. Japón es el único país que tiene en funcionamiento un sistema práctico de alarma ante la llegada de tsunamis, motivo por el cual la inmensa mayoría de los afectados tuvo tiempo de huir a zonas más elevadas y no estamos hablando hoy de cientos de miles de muertos. (La propia palabra tsunami es vocablo japonés.)
El caso de Indonesia hace algunos años es más habitual: aunque el tiempo entre el terremoto y la llegada del tsunami fue relativamente largo para algunas de las costas afectadas, las víctimas siguieron con sus actividades y vidas como si nada, en la «feliz» ignorancia de que ya se había producido el terremoto que los mataría. Seguían vivos, seguían disfrutando de sus costumbres y ritmos habituales; pero eran muertos vivientes, por cuanto el cataclismo que los mató ya había sucedido horas antes aunque ellos no lo sabían.
Últimamente, agotado ya más o menos mi interés en la Biblia como depósito de información histórica —como puede constatar cualquiera que haya leído mis últimos libros— vengo en explorar cada vez más el aspecto de la Biblia no ya como historia sino como sabiduría. Revelación de sabiduría profética de parte de Dios mediante los autores de estos textos sagrados, para que aprendamos cómo hemos de vivir nuestra breve existencia sobre este planeta. Un planeta que tiene miles de millones de años y que ha visto aparecer y desaparecer olas sucesivas de formas de vida. Un planeta que así como no se inmutó cuando aparecimos sobre su superficie hace medio millón de años, tampoco se inmutará si desaparecemos dentro de 50 o 100 años para que nos reemplace sólo Dios sabe qué combinación de bacterias y vida vegetal y animal, terrestre y marina.
La sabiduría bíblica es sabiduría agraria de un pueblo que vivió en una tierra difícil —la de Canaán— cuya explotación agrícola fue siempre precaria. Ellos tuvieron que aprender a asumir plenamente las limitaciones de su existencia sobre esa tierra. Vivían un pacto a tres bandas entre Dios, el pueblo y la tierra, donde la tierra y el pueblo eran igualmente posesión de Dios. La tierra no podía ser poseída por sus habitantes sino tan sólo utilizada sabia y moralmente por cada generación, que dependía a su vez de que Dios concediera las lluvias a su tiempo y siega y alimento en lugar de Hambre. Se cernía siempre sobre su existencia, la amenaza de que si no vivían conforme les instruía Dios, la propia tierra les «vomitaría» y serían expulsados a exilio.
Parece ser que durante siglos fueron capaces de mantener una agricultura y ganadería sostenibles y un estilo de vida más o menos estable. Pero a raíz de la infeliz ocurrencia de querer «un rey como todas las naciones», la nobleza de Jerusalén y Samaria empezó a esquilmar el producto «sobrante» de la tierra La tierra empezó a verse como un bien que se podía comprar y vender —con el resultado de que fueron creciendo las explotaciones latifundistas a la vez que la masa social de campesinos despojados de sus tierras. Los propios pobladores también empezaron a verse como un bien que se podía comprar y vender —con el resultado inicial de levas de trabajos forzados para construir el Templo de Jerusalén y levas de soldados conscriptos para las guerras; y al final un aumento importante de la población reducida a esclavitud. Esta economía de consumo, que vivía del producto de la tierra sin devolver nada a cambio más que guerras y sufrimiento, no era —no podía ser— sostenible.
Empezando con Amós, los profetas de Israel denunciaron lo que estaba pasando. Pero como la prosperidad de Jerusalén y Samaria tendía siempre a más, la denuncia profética no fue oída. Y así Samaria primero y un siglo y medio más tarde Jerusalén también, cayeron. La población fue llevada al exilio. El daño ecológico y la despoblación resultante de la tierra de Canaán, tardó siglos en recuperarse.
El planeta Tierra estaba en aquel entonces, sin embargo, todavía relativamente despoblado. Los desastres y calamidades ecológicas y las guerras resultantes para hacerse con bienes cada vez más escasos sucedían puntualmente —en espacios geográficos limitados— y siempre era posible talar bosques y volver a empezar en otro lugar. Sin embargo en nuestra generación presente, se nos están acabando a un ritmo vertiginoso los lugares habitables que todavía sea posible ocupar. La Tierra, que durante miles de años podía parecer infinita en su capacidad de proveer para la humanidad, se nos manifiesta ahora decididamente limitada. Es una pequeña esfera de vida en medio de la enormidad del espacio galáctico. Es posible que haya otros planetas «habitables» en alguna parte del universo, pero un grupo colonizador desde la Tierra tardaría miles de generaciones en viajar hasta cualquiera de ellos. ¡Algo que naturalmente no va a suceder nunca!
Una proporción cada vez más importante de nuestros semejantes carece de agua potable y alimento y condiciones de vida digna. Aumenta la esclavitud en nuestra generación como en pocas eras de la humanidad. Las guerras no son ya cosa de una campaña militar o de unos pocos años. La guerra se ha instalado como un rasgo permanente de nuestra civilización. Y no va a desaparecer. Es demasiado rentable para la minoría que manda. Incluso un país como España —que presumimos de que nuestros ejércitos sólo intervienen en misiones de paz— nos lucramos y mucho del tráfico de armamento. La presente crisis económica se nos agravaría si no pudiésemos exportar armas a los conflictos bélicos que asolan a la humanidad.
Los expertos debaten si estamos todavía a tiempo para dar marcha atrás en el impacto que nuestra actividad humana está teniendo sobre el planeta. Es difícil determinar si hemos cruzado o no ya ese umbral de impacto en el clima y en la diversidad genética y en la calidad del agua y de la atmósfera, cuando las consecuencias sean que tarde o temprano este planeta se nos volverá inhóspito. Desde luego, cuando los expertos se pongan de acuerdo, será que ya es demasiado tarde. Pero es posible que ya ahora lo sea.
Estaríamos en ese caso como los habitantes de una costa donde todavía no llega el tsunami de un terremoto que ya sucedió hace unos minutos. Seguiríamos con nuestras vidas como si todo fuera normal. Seguiríamos con nuestros trabajos, seguiríamos con nuestras satisfacciones y luchas de a diario como siempre. Celebraríamos con alegría nuestras bodas y el nacimiento de nuestros hijos y nietos y lloraríamos a nuestros muertos. Pero seríamos todos unos muertos vivientes; por cuanto el desastre que nos erradicará ya ha sucedido.
Los profetas de Israel, incluso los que hablaron en las horas más oscuras de su pueblo —cuando estaba claro que todo estaba ya perdido— fueron guiados por el Espíritu del Señor a imaginar otro futuro diferente que el previsible.
Pudieron sobrepasar las limitaciones de lo evidente —el desenlace fatídico de las conductas de su generación— e imaginar un mundo donde Dios fuese tenido en cuenta.
Jeremías tiene fama como «el profeta llorón» por la leyenda de que fue él el autor del libro de Lamentaciones. Pero el propio libro de Jeremías contiene un justo equilibrio entre el pesimismo por el desenlace de la vida de sus contemporáneos, y la confianza en que Dios sigue en su trono en el cielo y dará una posteridad a los que a él se encomiendan. Ezequiel se quedó mudo, incapaz ya de hablar al ver el desastre que se avecinaba sobre Jerusalén. Pero cuando recibió la noticia de que Jerusalén había caído, empezó a profetizar sobre otro futuro diferente, otra clase de Jerusalén, otra clase de Israel, huesos secos que volvían a recobrar vida. Si no me equivoco, el único profeta bíblico cuyo libro no tiene ninguna palabra de esperanza segura, fue Amós. Y el hecho de que eso falte en el libro de Amós tal vez se deba a que fue el primero en vaticinar el desastre. Un desastre en el que nadie quería ni podía creer todavía, por lo cual hablar de esperanza habría carecido de interés.
A los seguidores del Mesías Jesús, nos corresponde buscar la inspiración del Espíritu de Dios, para que podamos imaginar y predicar un futuro diferente, un futuro alternativo. Un futuro sin guerras, sin esclavitud, sin prostitución ni pedofilia ni pornografía, sin Hambre. Un futuro con agua potable para todos y alimentos nutritivos, cultivados sin productos químicos perjudiciales y por métodos sostenibles, repartidos equitativamente entre toda la humanidad. Un futuro de respeto a la biodiversidad en tierra y mar.
Puede parecer un contrasentido pero en esta generación, cuando la humanidad estamos cayendo en la cuenta de que quizá sea ya demasiado tarde para rescatar nuestra existencia sobre el planeta Tierra, tenemos que hallar en Dios un mensaje de esperanza que comunicar a nuestros semejantes. Porque sin esperanza la humanidad nos quedaríamos inmovilizados, incapaces de rebelarnos, incapaces de luchar.
Concédanos Dios a su pueblo la intensidad de comunión con su Espíritu Creador, para que desde el fulgor de nuestras oraciones podamos irradiar su Luz en medio de la presente Oscuridad. Porque hoy —como en Jerusalén hace miles de años— el problema, sin dejar de ser esencialmente material, deriva de una terrible pereza espiritual.
[El déficit ecológico español. Introducción a esta serie de artículos.] |
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