Carta de Cornelis el zapatero
a su esposa, desde la cárcel.
Ardió en la hoguera junto con otros tres hermanos, sellando esta carta con su sangre, en la gran plaza del mercado de Amberes, el 13 de septiembre, 1567.
La gracia y misericordia de Dios el Padre, el amor del Hijo y la comunión y paz del Espíritu Santo que nos envía el Padre, mediante el nombre de nuestro Señor Jesucristo, para consolación de todos los hijos verdaderos y fieles de Dios. Él nos guía, enseña y sana. Él mismo guarde ahora tu corazón, tu entendimiento y tu mente en Cristo Jesús, para alabanza y gloria de su Padre celestial y para salvación de tu alma entristecida. Proteja él asimismo a todos los hermanos y hermanas que temen y aman al Señor. Esto te deseo, my amadísima y muy querida esposa, a manera de saludo desde el corazón.
Mi queridísima esposa, con quien me casé ante Dios y su iglesia, a quien acepté como esposa conforme a la ordenanza del Señor, te deseo consolación, gozo y dicha en éste tu gran dolor que ahora te ha sobrevenido con mis cadenas y prisión. Ay, mi querida esposa, ruego encarecidamente al Señor por ti, que él te consuele ya que sé muy bien, mi corderita, que estás muy triste por causa mía. Pero también te ruego a ti, que abandones tu tristeza —si es posible— por el presente, y te consueles con el Autor de la fe y contemples a Jesús la Consumación. Aprovecha el tiempo de gracia y recuerda siempre la grande gracia que te ha mostrado el Señor y ten presente que el Dios a quien sirves es fiel. Él no te abandonará.
Ay, mi amadísima cordera, me faltan palabras para alabar y agradecer al Señor por tanta fortaleza y poder como me concede en todos mis padecimientos. ¡Es un Dios tan fiel! Me da tanto valor que puedo decir juntamente con Pablo: «¡Quién nos separará del amor de Dios? ¿Tribulación o angustia o persecución o hambre o desnudez o peligro o espada? Antes bien, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Porque estoy persuadido de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles, ni principados ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, podrá apartarnos del amor de Dios en Cristo Jesús nuestro Señor».
Ay, mi querida esposa, te ruego y exhorto que seas paciente en esta presente tribulación, que sigas constante en oración y que siempre recuerdes las promesas tan hermosas que las Escrituras nos prometen tan abundantemente si perseveramos hasta el final.
Ay, conservemos con diligencia el tesoro que nos ha sido dado, para que ningún hombre pueda de ninguna manera privarnos de él. Por tanto sigue firme y no desmayes. Porque aunque el hombre exterior perezca, el hombre interior se renueva cada día. Porque esta ligera aflicción, que es sólo momentánea, opera en nosotros un más abundante y eterno peso de gloria. Porque no contemplamos las cosas visibles sino las invisibles, por cuanto éstas son eternas.
Por consiguiente, mi amadísima y muy querida esposa, no dejes de servir al Señor tu Dios con todo tu corazón y andar en sus huellas. Porque sabemos que si nuestra morada terrenal o tabernáculo se disuelve, permanece un edificio de Dios, una morada no hecha por manos, que es eterna en los cielos, y que seremos revestidos con ella. Por eso, hallándonos vestidos, no quedaremos al desnudo. Porque mientras permanecemos en el presente tabernáculo gemimos, sintiendo que la carga es pesada. No porque deseemos ser desvestidos, sino revestidos, para que la mortalidad sea tragada por la vida. Y ahora, Aquel que nos ha hecho para esto mismo es Dios, quien también nos ha dado las arras del Espíritu.
Ay mi querida esposa, puesto que hemos de desvestirnos de la carne para heredar semejante morada, andemos sin temor en fe ante Dios y su iglesia. Propongámonos no apartarnos del Señor por causa de ninguna aflicción ni tribulación, ni separarnos de su amor que él ha derramado sobre nuestros corazones por el Espíritu Santo. Entonces él te socorrerá y consolará en tus peticiones, cuando te veas privada de todo socorro y consuelo humano. Porque él viene a socorrer a los que entregan su propio ser y a los que desesperan. Porque él mora y solo morará a solas en los corazones de los hombres, y no acepta que sirvamos a nadie más que a él.
Así, mi amada oveja, mantente firme, edificada sobre él como has sido instruida. Y deja que el amor crezca y aumente en toda justicia y santidad, lo cual es válido y aceptable ante Dios. Y muéstrate siempre diligente para sobresalir en virtud y no contemples el camino de los holgazanes e incautos. Considera antes bien aquellos que viven conformándose a la doctrina de Cristo. Que tu trato sea siempre con ellos, para que no corras ni demasiado alto ni demasiado bajo, ni demasiado ancho ni demasiado estrecho; porque muchos se desvían mirándose entre sí, por lo cual a veces se enfrían.
Por consiguiente, mi amadísima y muy querida esposa, procura siempre las cosas que son de lo alto y haz que tu mente se fije constantemente en las cosas invisibles. Desvístete del hombre viejo y vístete del hombre nuevo, para negar la impiedad y las lujurias del mundo. Que seas transformada mediante la renovación de tu entendimiento y así tendrás parte en la resurrección. Por consiguiente, has de saber que primero hay que crucificar al hombre viejo, para que cese el cuerpo del pecado. Y no te canses de hacer el bien, por cuanto tus desvelos no serán en vano. Porque somos hechos partícipes de Cristo, con tal de que con la misma confianza que empezamos, nos mantengamos firmes hasta el fin.
Por eso, mi querida esposa, no te apartes jamás de tu propósito y fe, porque nos encontramos en la auténtica gracia de Dios. «Porque aunque se os apareciera un ángel —dice Pablo— y os anunciase otra cosa que lo que os ha sido predicada, que sea anatema». No temas a los hombres que querrían apartarte de esta doctrina, por cuanto perecerán como la hierba; ni tampoco pueden hacer nada si no es con el permiso de Dios. Por tanto has de temer a Dios y humillarte ante él, porque son los abatidos los que le honran. Ten siempre en consideración a los de humilde condición, para ser grande ante los ojos de Dios. No te creas ser importante ni te engañes. Entrega todo tu ser y no pienses en lo que te pueden hacer los hombres, por muy injustos que sean. Porque es aceptable ante Dios que si alguien padece por causa de la conciencia, que aguante la injusticia. Por tanto has de aguantar con paciencia todo lo que te pueda pasar por causa del Señor, par que puedas ser copartícipe de los padecimientos de Cristo y así heredar su promesa. Porque el tiempo de padecer los reproches aquí es breve, en comparación con el gozo que se manifestará en nosotros en el tiempo final. Somos contados entre los que mueren, pero estamos entrando a un descanso y paz segura. Lo que se siembra en debilidad, se levantará en poder. Se siembra un cuerpo natural, pero se levanta un cuerpo espiritual.
Por consiguiente nuestra morada, este tabernáculo, tiene que disolverse, si es que queremos obtener la morada que nos tiene preparada Dios. Así que no temas a los que matan el cuerpo; porque no pueden tocar el alma. Entonces que no sintamos pena por la obra del Señor sino que, como dice Cristo: Regocijaos y alegraos en ello, porque vuestra recompensa será grande en el cielo; y como dice Pedro: Alabad y glorificad al Señor en estas cosas.
Ay mi querida cordera, lo que no pone es que tengamos que afligirnos. Por consiguiente, ten paciencia en tus tribulaciones y tormentos. Porque Pablo dice que todas las cosas cooperan para bien para aquellos que aman a Dios. Por eso confío en el Señor, que él te conducirá hacia tu bien. Así que recibe con buena disposición de la mano del Señor el sufrimiento y las aflicciones que él te manda. Porque no permitirá que padezcas más allá de lo que puedas aguantar. Soporta así con paciencia los padecimientos de Cristo. Porque los que no sufren disciplina, es porque son ilegítimos y no hijos. Santiago dice: «Bienaventurado aquel que soporta la tentación; porque cuando es aprobado, recibirá la corona de la vida que Dios ha prometido a los que le aman».
Sigue así a Cristo entonces, mi amada esposa. Toma tu cruz con paciencia y gozo. Síguele todos los días de tu vida, por cuanto él tuvo que sufrir tanto por nosotros, para salvarnos. Suframos entonces por su causa. Ya que nuestra hora ha llegado, esforcémonos gozosamente por la corona de la vida que está preparada para nosotros y para los que temen y aman al Señor. Démonos entonces por satisfechos con él. Llevemos a cuesta nuestra cruz con dicha y paciencia, esperando con confianza firme en las promesas que él nos ha hecho, de que seremos coronados sobre el Monte Sion, adornados con guirnaldas, seguidores del Cordero.
Fortalécete así y espera en la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna. «Y ahora a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios nuestro Salvador, sea gloria y majestad, dominio y potencia, ahora y por todos los siglos, amén».
Verás, mi amadísima esposa y hermana en el Señor, puesto que yo ya nunca podré servirte con mi presencia, te he escrito unas pocas palabras para consolarte. Guárdalas como memorial y testimonio, para que por ellas me recuerdes, cómo me comporté contigo. Confío en sellar esta carta con mi sangre, bien es cierto. Y por esta causa espero entregar mi vida: Para alabanza del Señor y para edificación de todos los que temen al Señor de corazón. Te entrego al Señor y a la Palabra de su gracia, para que te guarde en toda justicia y verdad. Y aunque ahora debamos separarnos, sin embargo sé y confío firmemente en el Señor, que nos reencontraremos en la vida eterna. Confío que de tal manera ordenarás y gobernarás tu camino todos los días de tu vida, que obtengas la salvación.
Y ahora me despido, mi cordera. Adiós hasta la eternidad. Adiós y despedida a todos los que temen al Señor. Rogad al Señor por nosotros cuatro, que consigamos ofrecerle un sacrificio agradable, para que nuestras almas gocen de eterna salvación. Que Dios el Señor nos conceda esta gracia. Amén.
Escrito por mí, Cornelis el zapatero, preso por el testimonio de nuestro Señor Jesucristo.
—Traducido por D.B. para El Mensajero, de Martyrs Mirror, Herald Press, edición de 1950, pp. 714-15. |
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