El aspirante a discípulo (6)
por Marco Antonio Manjón Martínez
Características del discípulo
La característica de ese discípulo que va a vivir la Iglesia (la comunidad de los discípulos) con el conjunto de los discípulos, es que lo tiene que vivir desde la elección personal y en absoluta libertad. No puede haber imposición en ningún momento a lo largo del proceso.
Las impresiones que describo aquí son totalmente personales. Se basan en un proceso de meditación y análisis totalmente interiorizado durante mucho tiempo. Un proceso que básicamente defino como de pensamiento intelectual. Ha consistido en la puesta en práctica de la mecánica de un proceso de observación y análisis consciente y predeterminado, mediante un planteamiento de búsqueda, con el objetivo de llegar al redescubrimiento personal de la figura de Jesús, sin interferencias. Para llegar a ese punto de redescubrimiento he procedido a una lectura de los cuatro Evangelios, desde la distancia, tratando de olvidar todo cuanto años y años de inmersión en la tradición cristiana y su mitología me habían aportado.
Sé que liberarse de la influencia de toda la mitología tradicional sobre Jesús y el cristianismo que uno arrastra no es fácil, pero al menos lo he intentado. He tratado de ponerme en la piel del que lee eso por primera vez, como si fuese un libro cualquiera que no había leído antes, al que la curiosidad me estaba empujando a acercarme. Dejar que lo que te vaya diciendo esa lectura cobre forma, para desde ahí dar forma de nuevo, desde la nada, al concepto del cristianismo, no es fácil.
Primeramente me centré, como he dicho, en los cuatro Evangelios. Los leí cuatro veces de forma progresiva, usando las versiones Biblia de Jerusalén y Reina-Valera. Después procedí a reinterpretar lo aprendido, lo que trato de traducir en estas líneas. He de comentar que este proceso lo he aplicado a otros pasajes de la Biblia; y los resultados, a la hora de entender lo que creo que expresan, han sido sorprendentes e impresionantes para mi.
Durante este proceso de observación, reflexión y análisis sobre la figura de Jesús, he encontrado dos cosas. Dos líneas indispensables e inseparables, sin las cuales, creo, no se puede mantener con honestidad y en profundidad la coherencia de su enseñanza, ni la identidad de su persona como ser humano viviendo en un entorno social y, mucho menos, entender el sacrificio con el que finalizó su camino aquí en la Tierra.
Para traducir este pensamiento y tratar de expresarlo gráficamente, no he encontrado otro modelo más ilustrativo y metafórico que la imagen de una moneda.
Una moneda es una parábola que define la realidad de la vida del discípulo de Jesús y qué ingredientes ha de tener. Tiene dos caras contrapuestas entre sí, diferentes la una de la otra. Pero juntas, ambas caras suman su esencia: lo que la hace ser lo que es.
Esa personalidad de la suma de sus dos caras es lo que le da valor a la moneda.
Si no tuviese cada una de sus dos caras, con sus rostros, signos, características especiales y personalizadas, no sería «la moneda», concreta y válida.
Pasa lo mismo con el discípulo de Jesús. No se puede ser discípulo de Jesús, miembro de su gente, de su Iglesia, si no somos una «moneda cristiana» completa, con sus dos caras, que aporta liquidez al capital de la Iglesia de Jesús. Porque si les faltara una de las dos caras a las monedas de esa Iglesia, sería una Iglesia formada por monedas falsas, con monedas de una sola cara. Y sin las dos caras, esas monedas convertirían a la Iglesia en una Iglesia sin valor, lejos de la realidad del Maestro, al que solo le uniría el nombre. Sería una Iglesia falsa que no puede cumplir las perspectivas para las que ha sido creada y elegida, ni dar los frutos del Reino de Dios. Sería una Iglesia desvirtuada, sin frutos, que no puede aportar luz donde hace falta, ni justicia donde hace falta, ni amor donde hace falta.
También creo que debemos observar fríamente, «desde la neutralidad de la distancia» (como decía Ortega) a la Iglesia, a las Iglesias; después analizar los resultados para editar una conclusión. Y preguntarnos: ¿La Iglesia, las Iglesias, ¿están dando fruto? ¿Cambian el mundo? ¿Son instrumento de justicia para los que carecen de medios y aportan posibilidades para proporcionársela? ¿Y si sus activos estuvieran formados por monedas falsas, que —sin culpar la honestidad de sus componentes, por ignorancia o buena fe o porque lo han aprendido de tradición— están formando activos sin valor? En tal caso, sería una Iglesia con activos deformados, basados en la mitología cristiana, no marcados por la senda del Maestro.
En el próximo número:
La moneda de Jesús está formada por dos realidades:
- Una cara, un valor espiritual. La parte espiritual: «Amarás a Dios…»
- Una cara, un valor social, con unos principios claros de implicación en la vida real del aquí, de este mundo. Una cara con un valor sociopolítico: «…y a tu prójimo como a ti mismo».
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