El tiempo pasa
por Julián Mellado
¡Y sin pedir permiso! Si nos lo pidiera querríamos detenerlo para que ciertas circunstancias duraran más, o acelerarlo para que otras pasasen más rápidamente. A veces queremos retenerlo, otras se nos escapa y aún hay quien dice que lo pierde. Qué misterio es el tiempo. El pasado ya no existe y el futuro no ha llegado. Y el presente… bueno… igual ya se ha ido. En realidad sólo tenemos el presente en nuestras manos, al menos de alguna manera. Se alimenta del pasado —por eso nos dice José Antonio Marina que debemos escoger «qué pasado» queremos retener— y anticipa el futuro, siempre incierto y a la vez lleno de posibilidades.
El Eclesiastés ya nos indica que «Todo tiene su tiempo».
Es como si nos dijera que deberíamos saber discernir «cómo habitarlo» en cada momento. Los antiguos griegos tenían dos palabras para hablar del tiempo. Una es la palabra cronos, que se refiere al tiempo transcurrido de forma objetiva. Es el que marca el reloj y es igual para todo el mundo. La otra palabra es kairós y se refiere al « tiempo vivido», la manera subjetiva de percibirlo. No todos lo vivimos igual. El cronos se padece, el kairós se vive. El cronos transcurre pero el kairós es una experiencia.
¿Y a qué llamamos perder el tiempo? ¿Se pierde de verdad? Indudablemente, el cronos no se puede perder; pero el kairós es otra cosa.
Se suele identificar esa pérdida con «no hacer nada» o «haber empleado mal el tiempo». Muchos de nuestros contemporáneos piensan que para no perder el tiempo hay que llenarlo de actividades. Hacer muchas cosas en poco tiempo. Lo del «en poco tiempo» llega a ser una obsesión. Todo debe ser «Express», desde el café hasta las conversaciones. Ya no hay tiempo para pensar, por eso nos hemos inventado el eslogan: está diseñado para que la gente reaccione, no que reflexione.
Me gusta la expresión «tomarse el tiempo necesario». Porque debemos habitarlo de la manera que más nos permita disfrutar de la vida. Como dijo alguien: No se trata de añadir años a la vida, sino de añadir vida a los años.
Leí hace poco esta historia:
Un filósofo estaba dando un paseo por la isla griega de Hidra. En su recorrido se encontró con un anciano que estaba sentado al borde de un camino que rodeaba un olivar. Observó que los olivos no estaban demasiado cuidados y que las olivas estaban la mayoría caídas en el suelo. Se acercó al anciano y le preguntó:
—¿Qué hace por aquí amigo?
— Disfrutando del sol, y del paisaje.
—¿Sabe a quién pertenece ese olivar?
— Es mío.
—¿Y cómo es que lo tiene en ese estado? ¿Sabe lo que podría ganar con él?
— No.
—Pues si lo cuida y trabaja en él todo el día, podría vender sus aceitunas y ganar mucho dinero.
— ¿Para qué?— preguntó el anciano.
—Pues… Para hacer lo que uno quiera en la vida.
Y el anciano respondió con una condescendiente sonrisa:
—Como… ¿venir a sentarme aquí y disfrutar del sol y del paisaje?
Esta historia me desafía. ¿Cómo habito mi tiempo? ¿Estoy atrapado por la idea de que el tiempo se pierde? Quizás lo que he perdido es la capacidad de tomarme tiempo para contemplar, disfrutar y... amar.
Porque para que la vida sea un auténtico kairós debemos transcender el cronos. Ir más allá del tiempo del reloj. Y si como dijo San Pablo, «El amor nunca deja de ser», entonces todo encuentro entre amigos, esposos, hermanos, todo acercamiento compasivo al necesitado, toda mirada del corazón, convierte mi tiempo en un instante de eternidad. |