Sin héroes
por Dionisio Byler
Este año pasado, 2013, ha sido uno marcado por cierto revisionismo histórico con respecto a quien fue incomparablemente la máxima figura de reflexión teológica en clave menonita o anabautista en el siglo XX.
Conocí a John Howard Yoder en mi adolescencia a mediados de los años 60, casi diez años antes de publicar su famoso The Politics of Jesus, (en español: Jesús y la realidad política). Se alojó en nuestra casa una semana, mientras daba una serie de conferencias en el seminario menonita de Montevideo, donde enseñaba mi padre. Me volvería a cruzar con él en diversas situaciones y ocasiones a lo largo de los años siguientes.
En 1971, inolvidablemente, fue mi profesor de Prefacio a la teología, una asignatura de su diseño personal en el Anabaptist Mennonite Biblical Seminary de Elkhart, Indiana (EEUU). El seminario le había pedido que se hiciera cargo de la asignatura de Introducción a la teología. Pero Yoder opinaba que antes de hablar de teología sistemática —con esa asignatura— había que hacer este «prefacio», donde se viera cómo y por qué se produjo la transición entre el pensamiento del Nuevo Testamento y la teología filosófica de la Iglesia imperial y medieval.
Aquel año de 1971 estuve mucho en su casa, por cuanto con otros 4-5 estudiantes nos reuníamos semanalmente con el matrimonio Yoder para orar y hacer de comunidad de fe, abriéndonos unos a otros en nuestras luchas y vivencias. Es un recuerdo imborrable para mí ver a Yoder echado en el suelo jugando con su hijito de dos años, ambos riendo a carcajada limpia; una imagen que dista mucho de la que se suele tener de él como persona antipática hasta rayar en antisocial.
Si una generación antes Harold S. Bender había conseguido transformar el menonitismo con su idea de «La visión anabaptista», los libros de Yoder —algunos de ellos póstumos— nos ayudaron a ir más allá de los anabaptistas del siglo XVI, atrevernos en cualquier caso a hacer lo mismo que habían hecho ellos: volver al texto del Nuevo Testamento. Y así, en diálogo directo con Jesús y los apóstoles, recuperar una visión de lo que podía llegar a ser el movimiento cristiano en el siglo XX.
Si pudiera presumir de resumir en un único pensamiento lo que creo que aprendimos de Yoder, sería lo siguiente: Jesús no se equivocó al apostar por un orden cósmico donde Dios al final deshace la obra de los violentos y los pecadores, para dar razón a los mansos y no violentos, a los pobres y desheredados y oprimidos y esclavizados que han esperado pacientemente en Él. Aunque mueran sin ver satisfechas sus esperanzas ni sus anhelos de justicia, es que la muerte tampoco es la última palabra. Porque Jesús resucitó y sus seguidores también resucitarán después de muertos. Yoder desconfiaba de cualquier idea utilitaria de la no violencia cristiana; pensaba que ésta era necesaria como obediencia y confianza radical en Dios, no porque diera resultado —que muchas veces no lo da.
El ocaso de un héroe
La última vez que lo vi fue cuando la empresa de construcción donde trabajé un año hicimos reformas en un sótano que él alquilaba para abandonar su despacho en el seminario. No entendí muy bien por qué cogía ese sótano ni por qué se marchaba del seminario; y ni él ni nadie parecía dispuesto a responder a mi curiosidad. A la postre saldría a la luz que había sido despedido discretamente por una cuestión de abusos sexuales. Se dijo que la cuestión había sido tratada con él a nivel pastoral y en su iglesia local. Que había aceptado la disciplina de la iglesia y había sido restaurado a la comunión.
Después fue profesor hasta jubilarse, de la Universidad (católica) de Notre Dame, en Indiana; y tengo la impresión de que aunque ya no pudo ejercer en el seminario menonita, sin embargo hasta su fallecimiento con apenas 70 años, nunca le faltaron invitaciones para dar conferencias o participar en diálogo teológico ecuménico, representando el pensamiento menonita.
Estos últimos años, sin embargo, me ha inquietado ver que el escándalo de sus abusos sexuales no sólo no se ha disipado con el tiempo sino que hoy, más de quince años después de su muerte, parece que va cobrando cada vez más fuerza. Así que este año 2013, como he indicado al principio, ha sido algo así como un año de revisionismo histórico acerca de su figura.
Ahora se conoce que fueron numerosas las mujeres que se sintieron violentas por insinuaciones y gestos —como abrazos muy apretados— que Yoder era incapaz de darse cuenta que las incomodaba. Ellas le venían admirando y reverenciando por la claridad y luminosidad cristiana de sus escritos. Por eso mismo fueron incapaces de encajar la torpeza de su conducta personal, que parecería propia de la experimentación de un adolescente. Una conducta que no se correspondía en absoluto con lo que cabe esperar de un líder respetado en la iglesia, por mucho que Yoder la justificara como expresiones de amor fraternal cristiano. También es justo reconocer que nadie ha acusado jamás a Yoder de adulterio en el sentido de relaciones genitales ilícitas.
Lo que todavía molesta a estas mujeres y les impide perdonarle hasta hoy, décadas después, es lo muy encumbrada y admirada que es la figura de Yoder como uno de los grandes pensadores cristianos del siglo XX. Una no podía objetar, ante la adulación generalizada de su figura, que una conocía muy bien otra cara de su persona: su insensibilidad para invadir el sentimiento de pudor e intimidad de algunas mujeres. Siempre que han protestado, parecen topar con una muralla de indiferencia generalizada, un querer acordarse solamente del brillo de sus ideas y el fulgor de su declarada confianza en Dios.
Y ahora en 2013, se ha empezado a reconsiderar —por fin, dirán algunos— su legado, el valor de sus ideas y de su teología y su ética cristiana, a la luz de su conducta. Porque aunque en otras tradiciones cristianas tal vez sea posible distinguir entre las ideas y la conducta personal, en la tradición menonita es la integridad y santidad personal lo que al final avala el valor de la religión que se predica. Los menonitas siempre hemos preferido una conducta intachable aunque con teología cuestionable, a una teología intachable pero sin una vida personal de seguimiento radical de Jesús.
Yoder reclamaba la necesidad de confiar en Dios, sometiéndonos mansamente a la victoria aparente pero sólo momentánea de los violentos, por la esperanza de que el Señor al final pondrá las cosas en su lugar. Pero lo que es necesario replantearse es hasta qué punto esa teología y esa ética cristiana no deja las cosas en bandeja para los regímenes totalitarios, los terroristas y asesinos… y los depredadores sexuales en el seno de la iglesia.
Yoder nos enseñó a ver cómo la ortodoxia cristiana resultó ser una religión conveniente y útil para el poder, por cuanto relegaba al interiorismo —o en todo caso al heroísmo excepcional de unos pocos «santos»— la conducta social que habían enseñado y practicado Jesús y los apóstoles. Los reyes y emperadores y señores de la guerra cristianos patrocinaron la «ortodoxia» cristiana, precisamente porque ésta jamás cuestionó que esta Europa, primero imperial después feudal, fuera en efecto cristiana de arriba abajo. Preguntarse ahora, entonces, hasta qué punto la ética de mansedumbre cristiana predicada por Yoder fue en primer lugar útil para Yoder el acosador sexual, no es otra cosa que lo que había hecho Yoder con respecto a la ortodoxia de las iglesias estatales.
Claro que Dios perdona pero…
Procuraré en otro número de El Mensajero volver sobre la cuestión de si sigue siendo posible postular que Dios defiende a los que asumen una indefensión voluntaria en imitación de la conducta que llevó a Jesús a la cruz. Si es posible desvincular la mansedumbre cristiana, de un posible efecto potenciador de la capacidad de acción de los violentos sin escrúpulos.
Pero para cerrar las reflexiones presentes, quiero dejar el siguiente pensamiento:
Cuando en el siglo XVII una buena proporción de los menonitas alemanes aceptaron reunificarse con la Iglesia Luterana, una de sus exigencias fue que el obispo les garantizara pastores ejemplares, de conducta intachable.
Nunca ha estado en duda que los menonitas se exigen a sí mismos ser con su conducta un testimonio vivo de las virtudes transformadoras del evangelio. Lo que a veces ha quedado menos claro es si los menonitas somos capaces de perdonar a los que en el seno de nuestra comunidad nos defraudan con su falta de santidad. En la situación presente, donde décadas más tarde hay personas que se declaran incapaces de superar el trauma de que alguien de la eminencia de Yoder no estuviera a la altura en su comportamiento con ellas, los menonitas agonizamos como tal vez ningún otro agonizaría. Aceptamos que Dios perdona pero no estamos seguros de que la iglesia deba perdonar.
Aquí es útil, tal vez, observar que los «héroes» de los relatos bíblicos —exceptuando naturalmente a Jesucristo— suelen ser universalmente personas con defectos; a veces defectos muy importantes. En la historia bíblica, desde Noé y pasando por Abraham, Jacob, Moisés, Sansón, David y Salomón y otros muchos más, cuanto más importante la figura, casi se diría que menos ejemplar su conducta en algunos particulares. La historia bíblica no avanza gracias a esas personas sino, en todo caso, a pesar de ellas y porque Dios es bueno. Hoy tampoco debemos caer en la tentación de idealizar ni idolatrar a los que se nos antojen héroes de la fe entre nosotros. Dios actuará, claro que sí. Pero será más veces que lo que nos gusta reconocer, a pesar de ellos y no gracias a ellos.
A todos nosotros, presuntos héroes de la fe o no, lo único que nos puede salvar es la Gracia de Dios; pero eso no nos exime en ningún caso a nadie, de procurar vivir en santidad y justicia ante Dios y el prójimo, sometiendo nuestras vidas a la disciplina de la iglesia. No, nadie seremos perfectos. Pero por eso mismo, todos necesitamos vivir en la luz, nuestras vidas enteras abiertas a nuestros hermanos y nuestras hermanas. |