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6 de agosto — Día de Hiroshima
por Dionisio Byler
El 6 de agosto de 1945, Estados Unidos inauguró la era nuclear arrasando la ciudad japonesa de Hiroshima. La bomba —ridículamente carente de fuerza en comparación con los artefactos que hoy almacenan las potencias nucleares— explotó con la fuerza de 16.000 toneladas de dinamita sobre un hospital céntrico de la ciudad. Murieron en el instante unas 70-80.000 personas —casi todos civiles, naturalmente— un tercio de la población de la ciudad. Otros 70.000 sufrieron heridas terribles. Entre los sobrevivientes, 2.000 morirían de cáncer en el transcurso de los años.
El 8 de agosto de 1945, Estados Unidos empleó otra bomba nuclear, con diferente tecnología, cuya explosión fue equivalente a 21.000 toneladas de dinamita. La ciudad blanco en esta oportunidad fue Nagasaki. Las estimaciones de fatalidades instantáneas en Nagasaki varían entre 45-75.000. Para fin de año habían ascendido a 80.000, por los sobrevivientes inmediatos que sin embargo acabarían pereciendo.
Nunca en toda la terrible historia de guerras y genocidios y crímenes de lesa humanidad, se había matado tantas personas tan rápidamente y con tanta facilidad. Ni tampoco con tanta falta de escrúpulo ni freno moral: el presidente Truman dijo que fue una decisión fácil, que jamás le produjo el más mínimo remordimiento. En la década inmediatamente a continuación, Estados Unidos estuvo a la cabeza de una guerra armamentística que desarrolló armas miles de veces más potentes que los primitivos artilugios empleados en Hiroshima y Nagasaki. Otras potencias nucleares han sido la Unión Soviética (hoy República Rusa), Reino Unido, Francia, China, India, Pakistán, Israel y Corea del Norte. Otros tantos países —entre ellos España— podrían desarrollar estas armas con cierta facilidad si se lo propusieran. Aunque como ya no es noticia no se suele reparar en ello, existen hoy armas nucleares más que suficientes como para aniquilar totalmente la vida de la Tierra.
Una de las cosas más tristes del empleo de armas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, es que no había ninguna necesidad militar para ello. Estados Unidos alegó que con ello se evitaba cientos de miles de muertes en combates que hubieran sido necesarios para derrotar a Japón. Pero sabían que Japón ya estaba derrotada. Desde hacía semanas venían negociando las condiciones para la paz. Cuando por fin —el 15 de agosto— Japón aceptó la rendición incondicional, no fue por los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki sino porque la Unión Soviética se disponía a atacar también y se temía que esto provocase un alzamiento comunista en tierras japonesas.
Como el increíble bombardeo fulminante de la ciudad alemana de Dresde a finales de la guerra en Europa (con armas convencionales), la motivación de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki no fue militar sino política: mandar un mensaje a la Unión Soviética, de que Estados Unidos tenía medios militares para no tener que tolerar la expansión internacional del comunismo.
Todos los años, el 6 de agosto, es justo y necesario tomarse un minuto para la reflexión, el arrepentimiento y el duelo. El Día de Hiroshima nos recuerda lo terrible que es la condición humana. Todas las grandes civilizaciones de la humanidad han manifestado una capacidad pasmosa de recurrir a la crueldad y maldad ilimitadas, la esclavitud, las guerras, la extorsión y el genocidio —exaltándolo todo, además, como virtud. No en balde el Génesis atribuye a Caín —quien mató a su hermano— haber fundado la primera ciudad. Y si somos honestos con nosotros mismos, sabemos que la facilidad pasmosa con que Truman decidió poner fin a las vidas de docenes y docenas de miles de civiles —de ancianos y mujeres y niños y bebés— es algo de que, en las circunstancias apropiadas, cualquiera de nosotros seríamos capaces.
Todos los años, el 6 de agosto, Día de Hiroshima, es justo y necesario dirigirnos al Señor con gratitud y alabanza, también —que no solamente arrepentimiento y duelo. En estos 68 años transcurridos, Dios nos ha librado de seguir aquel camino que empezó a andar Estados Unidos. En su divina gracia y provisión y atento cuidado de la humanidad, hasta ahora nos ha prolongado la existencia de la vida sobre este frágil planeta. Esto no es por la sabiduría y pericia de nuestros políticos y generales, que de eso ha habido muy poco. Esto es solamente por la gracia de Dios; y haríamos mal en olvidarlo.
Cada día que pasa sin esa conflagración final, es una nueva oportunidad para reafirmarnos en los valores de la vida, de la amistad, del bien y la misericordia y la compasión y la caridad —todos ellos atributos divinos derramados liberalmente sobre nosotros. Porque también somos capaces de esta luz, no solamente de aquellas tinieblas.
Una mano sobre el corazón, en reconocimiento de las víctimas en Hiroshima y Nagasaki. ¡Que jamás olvidemos! La otra mano alzada al cielo, en alabanza y reconocimiento de Aquel que sigue apostando por la humanidad, sigue creyendo que nos puede redimir. |
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