¿Qué hacéis
más que ellos?
por John H. Yoder
Si amáis a los que os aman,
¿acaso no actúan así los funcionarios del régimen de ocupación?
Y si saludáis a vuestros hermanos,
¿qué hacéis de más?
¿Acaso no hacen eso mismo en todas las naciones?
—Mateo 5,46-48
Evangelizar es contar y creer algo que es buenas noticias. Pero muchas veces no lo hemos visto así. Entre los cristianos de las iglesias de paz, frecuentemente operan otras presuposiciones. Solemos pensar que el mensaje central del evangelio sí es buenas noticias, que son gratuitas e incondicionales. Lo primero es recibir el perdón y el amor y la paz en el alma. Luego, toca empezar a seguir a Jesús. Y después, al final, llegamos a la letra pequeña, a la parte difícil, el paso siguiente.
Quizá se hable de este «paso siguiente» como un proceso de maduración o de santificación que exige mucho esfuerzo. Entonces hay un «algo más» que esconde el evangelio. El paso segundo, el paso difícil, las «malas noticias» que vienen después de las buenas.
Pero no es eso lo que dice Jesús. Él dice que todo ello es buenas noticias. Él dice que es por gracia, por la fe, que los pacificadores son hijos de Dios; y ese es un mensaje de alegría porque es parte de lo que significa que se nos haya acercado el reino. Que los que padecen hambre y sed de justicia sean saciados es buenas noticias, porque el reino ha llegado.
Está ampliamente difundida la idea de que existen dos niveles de ser cristiano. Uno es el fundamental, el común denominador, el requisito mínimo acordado por todos los cristianos. Es lo que hace falta para ser cristiano; y luego hay otras opciones adicionales, los adornos folclóricos:
— Los anglicanos añaden obispos.
— Los bautistas añaden más agua.
— Los wesleyanos añaden más santidad.
— Los evangélicos añaden sana doctrina.
— Los pentecostales añaden más espíritu.
— Y las iglesias de paz añadimos lo nuestro.
Todas estas opciones, añadidas al mínimo común de la herencia cultural protestante, son calificadas como «rasgos distintivos». Es de buen parecer tenerlos, pero no son lo fundamental.
En cuanto se entienden así las cosas, ¿cuál de estos niveles constituye «evangelio»? ¿El mínimo común denominador? ¿O la añadidura, el «algo más?
Es obvio que algunos hemos tendido a dar la primera respuesta. El evangelio es ese mínimo común al que luego cada iglesia añadirá lo que le parezca oportuno. El evangelio es el mensaje compartido por todo el protestantismo, que resultará ser más aceptable y más esencial y más potente si nos abstenemos de mencionar las otras opciones cuando lo anunciamos.
Pero Jesús parece estar diciendo lo contrario. Para él son los rasgos particulares lo que identifican el evangelio. La evangelización, dar las buenas noticias, es la proclamación precisamente de ese «algo más», ese rasgo extraño, ese plus particular, el inconformismo de la iglesia como una ciudad visible sobre un monte. Es el sabor de la sal. Es esa justicia aun mayor que cumple la ley, que hace que la gente, al verla, glorifique a nuestro Padre celestial.
El carácter superlativo de la vida conforme al evangelio es más que un resultado del evangelio. Es más que la constatación o confirmación del evangelio. Es también en sí mismo la comunicación del evangelio. Es evangelización. Los rasgos diferenciadores son, de hecho, la seña de identidad del mensaje.
Esa diferencia que atrae a la gente no es cualquier diferencia, no se trata de un rasgo simbólico que llama la atención, un reclamo de «¡Mirad aquí!» La diferencia de que habla Jesús no es como el uniforme del Ejército de Salvación o el alzacuellos del clero o la indumentaria de los amish, que indica que «aquí hay alguien diferente» pero sin informar del porqué de la diferencia. La diferencia con Jesús, la diferencia que dice algo, es en sí misma el mensaje.
Si soy un hijo de un Padre que ama a los hijos buenos y también a los malos, si doy testimonio de un Dios que ama a sus enemigos, entonces cuando yo amo a mi enemigo estoy proclamando ese amor. No lo estoy obedeciendo solamente; lo estoy comunicando. Y no existe ninguna otra forma de comunicarlo.
El enemigo al que amo, la persona que me coacciona y que yo luego acompaño una segunda milla, experimenta por medio mío el llamamiento a aceptar la gracia, porque mi acción le hace concreto el perdón de Dios. Y no hay ninguna otra forma de conseguir eso.
Fragmento, ligeramente adaptado, del capítulo «¿Qué hacéis más que ellos?» de J. H. Yoder (1985), Vino a predicar la paz —disponible en ww.menonitas.org en traducción al español por D. Byler. |
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