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Diccionario de términos bíblicos y teológicos
sangre — Asociada desde antiguo con la esencia de la vida, la sangre —y especialmente su derramamiento en muerte violenta— tiene en la Biblia un elevado valor simbólico.
La primera mención de sangre en la Biblia se refiere a la muerte humana por homicidio: Caín mata a Abel y Dios reprende a Caín porque la sangre de su hermano clama a él desde la tierra. Tal vez aquí sea importante recordar que el concepto hebreo de santidad es uno de separación o distinciones necesarias, donde lo que no está en su lugar correcto es una «profanación» (es decir, falta de «santidad»). Dios había creado la vida humana a partir de la tierra, creando una distinción entre la tierra y la vida humana, es decir, «santificando» la vida humana en relación con la tierra (y santificando la tierra como algo diferente a la vida humana). El derramamiento de sangre humana (que cae a tierra y es absorbida por ella) profana la tierra, entonces, al borrar esa separación o distinción.
Esta misma idea de santidad como separación figura en la siguiente mención de sangre en la Biblia: los mandamientos divinos a Noé y sus descendientes cuando desembarcan tras el diluvio. En Génesis 9,4 el mandamiento es contra la ingesta de sangre. Como la sangre se define en este versículo como la vida del animal cuya carne se come, la profanación se debería a la fusión de la sangre animal con la sangre humana, es decir la falta de «santidad» o distinción entre la vida animal y la humana. El versículo siguiente adelanta un poco más el argumento, prohibiendo del todo tomar la vida del ser humano (es decir, derramar su sangre), se ingiera su sangre o no: Dios pedirá cuenta tanto de los animales como de las personas que maten a un ser humano. Y en el versículo siguiente (Gn 9,6) tenemos un último argumento más práctico tal vez, contra el homicidio: la triste realidad de que un homicidio siempre lleva a otro y una vez empezado, es muy difícil detener el ciclo vicioso de venganzas de venganzas de venganzas de homicidios.
Ya hemos mencionado cuando tratamos sobre la palabra sacrificio, la importancia simbólica y ritual que adquirió el acto de derramar la sangre de animales —y de seres humanos— en el mundo de la antigüedad, como acto de culto a los dioses. Y el largo camino que hubo que recorrer la revelación bíblica —y la teología judía y cristiana— hasta por fin dejar atrás esas prácticas.
Ha sido desde antiguo y es corriente hasta hoy, la idea de que el derramamiento de sangre tiene un especial valor frente al mundo de lo invisible, como protección contra malos espíritus o bien como acercamiento a la deidad. En Egipto Moisés, por ejemplo, manda pintar con sangre el marco de las puertas como protección contra «el ángel de la muerte».
Pero no es como acto religioso que Jesús dejó que derramasen su sangre. Se dejó matar él porque antes había entendido que no podía él defenderse matando a nadie, si es que pretendía representar fielmente el perdón de Dios. No podía él defenderse matando a nadie si pretendía enseñarnos cómo quiere el Padre que vivamos nosotros. Su sangre derramada es la consecuencia natural de sus ideas, de sus enseñanzas recogidas en los evangelios. Hemos de amar a nuestros enemigos como Dios nos amó a nosotros, la humanidad que estábamos enemistados con él. Si hemos entendido esto, nosotros también «tomaremos nuestra cruz cada día», dispuestos a sufrir una muerte violenta antes que matar a nadie nosotros.
La «sangre» o muerte de Jesús nos reconcilia con el Padre, entonces. Junto con su resurrección, nos ha dado el último impulso necesario para que nos decidamos a adoptar para nuestras vidas, la eterna Voluntad de Dios para la humanidad.
Cuando esa «sangre de Cristo» se transforma en solamente un símbolo de la religión, en un talismán o fetiche para protegernos del mal, desvirtuamos la fuerza de las convicciones de Jesús acerca de la naturaleza (perdonadora, amante y bondadosa) de Dios. Y desvirtuamos la fuerza de las convicciones de Jesús acerca de la responsabilidad humana de tratar bien al prójimo.
¡Naturalmente, quien vive presa del temor a demonios y espíritus invisibles de maldad, que invoque la sangre y la cruz de Cristo con fe, que sentirá inmediatamente aliviados sus temores y vivirá seguro y confiado! Esto no es cuento. Funciona.
Después, el mensaje del evangelio nos llevará más allá. Nos enseñará que no hace falta vivir con esos temores, porque nos inspira una fuerza infinitamente más fuerte, radicalmente transformadora de la existencia humana. Es la fuerza de las ideas de Jesús, que amó hasta el fin aunque en ello perdió la vida. Es la fuerza de que se levantó de su tumba y sigue vivo hoy para inspirar en nosotros, hoy también, esa misma entrega radical por el prójimo. Cuando la gente se propone dejarse la sangre como se la dejó Jesús, ¡Ay, entonces sí que huyen despavoridos los demonios!
—D.B. |
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