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La vida en relación con Dios
por Dionisio Byler
Uno de los elementos más singulares de la fe bíblica es la noción de la naturaleza de la relación de Dios con la humanidad.
El judaísmo ha desarrollado su forma de entender esta relación con Dios de una manera especial, que nos puede ayudar a los cristianos a comprender la fe y esperanza de Jesús y los apóstoles. (Porque Jesús y los apóstoles nacieron judíos y nunca dejaron de serlo.)
Desde la confianza que les da saberse seguros como herederos de las promesas que recibió Abraham y del pacto del Señor con Israel tras su liberación de esclavitud en Egipto, los judíos no tienen miedo de expresar a Dios sus quejas. Donde los cristianos hemos desarrollado especialmente el temor de Dios y la resignación y aceptación de infortunios cuyo propósito sólo Dios sabe, los judíos entienden que el pacto del Sinaí era un pacto a dos partes. A ellos les corresponde obedecer los mandamientos, adorar y amar a Dios, es verdad. Pero a Dios le corresponde proveer para sus necesidades y protegerles de sus enemigos. Y cuando Dios no cumple (o no parece cumplir) con su parte del trato, no dudan en hacérselo saber. Donde el cristiano se aferraría con uñas y dientes a la idea de que de alguna manera, misteriosamente, todas las cosas ayudan a bien, el judío reclama a Dios que ponga fin a tragedias y padecimientos y cumpla con su deber de hacernos ese bien prometido.
Son caricaturas, en ambos casos, pero que apuntan a cierta tendencia que sí existe.
Algunos de los salmos desarrollan claramente una progresión por tres etapas, que indican todas, además, estar en una relación real. Una relación que por ser relación, es dinámica y fluida, siempre inmersa en el diálogo donde cada cual actúa y reacciona al otro… a veces con cierta tensión o tirantez.
Esas tres etapas serían, primero, la queja. Si uno no está satisfecho con lo que el otro hace o deja de hacer, en lugar de callar y querer convencerse de que todo va bien y aquí no pasa nada, se es sincero. Sincero con uno mismo y sincero con Dios. Se denuncian las faltas percibidas, el incumplimiento de lo prometido. Las quejas en esos salmos, como también pasa en cualquier otra relación humana, pueden resultar a veces un poco exageradas. Tienen un fondo de verdad y también un añadido de subjetividad: expresan todo lo hundidos que nos sentimos en la situación.
La segunda etapa en esos salmos sería la plegaria. La oración —o exigiendo que Dios ejerza de Salvador para uno mismo, o bien intercediendo a favor de terceras personas— intenta razonar con Dios. Intenta persuadirle explicándole lo duro de la situación según la vivimos los humanos aquí en la tierra. Porque desde las realidades eternas con que se mueve el Señor, necesita oír bien claro él que nuestra perspectiva es mucho más limitada y nos genera, naturalmente, cierta impaciencia. Nuestras vidas son breves y efímeras —apenas un puñado de años— y si se nos van llenando de sufrimiento, puede que nos sorprenda la muerte sin que hayamos alcanzado una justa proporción de alegrías. Pero es que además tenemos promesas maravillosas que nos hemos creído y que queremos seguir creyendo. Promesas que quien las prometió tiene el deber también de cumplir.
Y por último tenemos en esos salmos expresiones de gratitud, alabanza y adoración, cuando Dios interviene como Salvador. Y estas expresiones de gratitud pueden también ser desorbitadas y exageradas (como ya lo habían sido las quejas). Porque al igual que las quejas, expresan nuestros sentimientos tanto o más que realidades objetivas. ¡Y es maravilloso redescubrir, una vez más, la generosidad y el afecto entrañable de los cuidados con que nos mima Dios!
¿Por qué permite —más bien invita y hasta obliga— esta dinámica Dios? ¿Por qué no cumple, sin más, su compromiso salvador sin hacerse rogar? ¿Por qué no provee y protege, sana, libra del peligro y da a sus hijos trabajo seguro, con paga que nunca falta… sin que haya que reclamárselo?
El motivo no es muy complicado y tiene mucho más que ver con nosotros que con Dios. Si Dios nos diera todas estas cosas automáticamente porque nos las tiene prometidas, no tardaríamos en olvidar que nos vienen por estar en relación con él. Acabaríamos pensando que era natural recibirlas, que es parte de la propia naturaleza de las cosas el que nos vaya bien. ¿Cuánto tardaríamos en olvidarnos de Dios? ¿Cuánto duraría en nosotros la gratitud? ¿Seguiríamos orando, seguiríamos hablando con él si ya no tuviéramos de qué quejarnos, qué implorarle, el subidón de agradecimiento que viene de descubrir que ha sido escuchado nuestro clamor?
Dios nos obliga a pedir con insistencia y agradecer maravillados, para que nunca olvidemos que nuestra existencia sólo tiene sentido en relación con él. Porque nosotros necesitamos esa relación con Dios —relación de verdad, con todos sus altos y bajos, sus tensiones, desencuentros y alegrías— para ser plenamente humanos. Y porque Dios necesita también relacionarse cada día con nosotros para ser plenamente Dios. Desde el propio acto de la creación del ser humano, Dios demuestra que para él también es esencial estar en relación, que sin ello sería menos personal y por consiguiente, menos Dios. Si no nos relacionásemos con él mediante nuestras oraciones, Dios acabaría involucionando a no ser nada más que una especie de ley de la naturaleza, por la que todo nos sale bien. Un triste sucedáneo de dios para un triste sucedáneo de vida humana. |
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