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Nº 108
Febrero 2012

catedral

Un espacio útil, no un lugar sagrado

La experiencia tan emocionante de estrenar junto con mis hermanas y hermanos las magníficas instalaciones de Comunidades Unidas Anabautistas en Burgos, me lleva a reflexionar sobre el relato de la Biblia sobre el templo de Jerusalén (y por extensión, sobre todos los templos).

Como tantas otras cosas en la Biblia, el relato sobre el templo tiende a reflejar la propia evolución del discernimiento hasta llevar a unas conclusiones finales que no suelen ser iguales que las impresiones primeras.  Según este relato, entonces, los reyes David y Salomón conciben del templo de Jerusalén como un lugar donde honrar a Dios y celebrar su fidelidad para con Israel.  La iniciativa no sólo es humana, es un acto de Estado.  En los cuatro siglos que duró esa dinastía (que como todas, se prometía «eterna»), en torno a ese templo se fue creando una especie de fe o superstición de que la presencia de Dios en el mismo, garantizaba la seguridad de «Jerusalén» (es decir, de la dinastía reinante).

Reconstruida, según cuenta la Biblia, por iniciativa y con financiación de la corona persa, a principios de nuestra era fue remodelado en un estilo monumental romano por Herodes el Grande (tristemente infame por la historia de Navidad).  El esplendor del templo de Herodes fue tal que tan solamente en la mismísima Roma se podía encontrar algo comparable.  Era considerado universalmente como una de las maravillas arquitectónicas de la era.  Tal vez fuera ese uno de los motivos por los que los romanos se ensañaron tanto con él en el año 70, arrasándolo por completo.

Los judíos entienden, hasta el día de hoy, que Dios nunca quiso ese templo de piedra que él no había pedido.  Con lógica aplastante, opinan que si a Dios le hubiera interesado el ritual de sacrificios y todo el ceremonial del templo, no habría permitido su destrucción en dos ocasiones.  A todo esto, estaban experimentando que Dios los acompañaba en cualquier lugar del mundo, allí donde la dispersión judía los había llevado.  No hacía falta —como había expresado Salomón en su oración de dedicación— dirigirse en dirección al templo para que Dios oyese el clamor de su pueblo.  En realidad, esa idea era sumamente torpe y escondía unas ansias desorbitadas de prestigio personal en tanto que promotor y constructor del templo.  Pero desde los tiempos de Abraham, Isaac y Jacob, Dios era libre de ir y venir por todo el mundo y en ese sentido, toda la tierra es «lugar sagrado» porque en cualquier punto de ella, es posible que se nos presente Dios y nos manifieste su gloria.

La tradición cristiana que se apoyó en el patrocinio de los reyes y emperadores y nobles de Europa, recuperó sin embargo ese sentimiento de «lugar sagrado», consagrando sus parroquias y catedrales y monasterios y llenándolos de imágenes para promover el sentimiento devoto de que allí —mucho mejor y con más intensidad que en ningún espacio «secular»— se debía adorar a Dios, porque allí su presencia era de alguna manera más sentida, más real.  Pura superstición, desde luego, a pesar de lo cual en muchas iglesias evangélicas sigue habiendo ese sentimiento de reverencia y recogimiento al entrar en sus imponentes moles de piedra y ladrillo dedicados a la gloria de Dios.

Otras iglesias, sin embargo hemos optado por considerar que nuestras instalaciones debían ser sencillamente espacios útiles para el desarrollo de los diversos ministerios de la iglesia.  En estos edificios es también posible —por supuesto— adorar a Dios en silencio o con algarabía, según corresponda en cada ocasión.  Pero en ellos también podemos ofrecer todo tipo de servicio y buenas obras para el bien de la sociedad a la que estamos llamados a dar testimonio del amor de Dios.  En ellos podemos pasar horas de ocio o deporte, celebrar cumpleaños y ágapes de comunidad.  Y si hace falta, echar colchonetas en el suelo para alojamiento provisional según exijan las circunstancias.  Porque nuestros edificios dedicados al Señor no son «lugar sagrado» —no más que el resto de esta Tierra que el Señor creó— pero sí son espacios útiles para todo aquello que el Señor ponga en nuestras manos hacer.

Y desde luego con esta flexibilidad y servicialidad, pensamos estar dando un excelente testimonio de las virtudes de nuestro Señor y Salvador, que invita a otros a acercarse a Cristo.

—D.B.

 

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Foto: Catedral de Burgos, un «lugar sagrado»