Maldita la necedad
por Dionisio Byler
He leído o escuchado en algún lugar que según Einstein, el ejemplo más claro de necedad o estupidez, es realizar una y otra vez el mismo experimento con la esperanza de que el resultado esta vez sea diferente.
De esa necedad no son culpables solamente algunos individuos sino que lo pueden ser naciones, culturas transnacionales y hasta la humanidad entera.
Un buen ejemplo que ha indicado el teólogo menonita John H. Yoder en algunos de sus escritos, es el del recurso a la guerra. Los que defienden la violencia presuntamente legítima acusan a los no violentos de un idealismo poco realista. Dicen que soñamos con un mundo imposible, donde a los que nos negamos a devolver mal por mal, acaso nos pueda ir bien en la vida. Nos acusan de inocentes, ilusos e ignorantes por creernos la observación de Jesús de que «Los mansos heredarán la tierra». Pero la necedad idealista es, al contrario, el defecto de los propios violentos. Habiendo acumulado durante miles de años toda suerte de evidencias de que la violencia tan sólo engendra más violencia, ellos siguen pensando que al aplicarla ahora una vez más, de repente —ahora sí— el resultado será la paz y la armonía y el bienestar generalizado y la justicia.
Los necios no somos entonces los que, siguiendo la enseñanza y el ejemplo de nuestro Maestro Jesús, intentamos ahora resolver los conflictos humanos mediante procedimientos no violentos. Los necios son los que siguen, erre que erre, confiando ciegamente en que ahora sí, esta vez sí, los métodos violentos darán el resultado deseado.
Explotación agropecuaria insostenible
Otra conducta humana que viene siendo contraproducente desde una muy remota antigüedad, pero que no por eso deja de ser habitual en la humanidad, es la de pretender explotar la tierra ilimitadamente, arrancándole nuestros alimentos pero sin devolverle nada. Un buen ejemplo de ello en los últimos años aquí en España, ha sido la costumbre de hacer vista gorda a perforaciones ilegales para obtener agua —o incluso fomentar activamente el riego— como si el agua subterránea en esta península fuese un bien inagotable. El resultado fue que las mundialmente famosas Tablas de Daimiel se secaron y empezaron a arder. Algo perfectamente previsible salvo para los culpables y para los políticos que miraban para otro lado.
El agua, como el petróleo, los minerales y la propia tierra fértil, no es un bien infinito en esta Tierra. Al agua potable y a la tierra fértil y al aire apto para respirar y la pesca en los mares, hay que tratarlos con respeto como bienes limitados, que sólo tiene sentido extraer en la justa proporción con que se regeneran. Extraer más que eso es tal vez pan para hoy, pero Hambre segura para mañana.
Para pensar en esta realidad no hace falta más que ir a Irak, una de las grandes cunas de la civilización humana, y ver en sus desiertos el resultado de una agricultura agresiva. La tierra donde un día prosperaron los sumerios y los babilonios es hoy inservible para la agricultura. Se explotaron los recursos sin mimar la propia Naturaleza que brindaba sus productos, hasta que ésta «hizo crac».
En todo el mundo, la agricultura y ganadería tradicional sostenible en pequeñas parcelas atendidas con mimo por campesinos que sabían que de ese mimo dependían no sólo ellos mismos sino también sus hijos y nietos, ha sido reemplazada por una agricultura y ganadería industrializada. El «milagro verde» de esta agricultura alimenta —momentáneamente— a miles de millones de seres humanos que sin ella, sencillamente no existirían hoy. Pero no es sostenible. Recibimos de la tierra nuestros alimentos pero no devolvemos más que polución, contaminación de plásticos, metales pesados, elementos radiactivos, desperdicios biológicamente peligrosos procedentes de nuestros hospitales, humo de carbón, gasolina y gasóleo… y más plástico. Los nitratos que esparcimos sobre nuestra tierra para que siga produciendo aunque biológicamente agotada, acaban en el mar. Al mar también va a parar buena parte de la tierra fértil, erosionada por viento y lluvia porque carece ya de su natural protección vegetal. Los mares se quedan así envenenados para su fauna que no evolucionó en aguas con esta constitución. Y la tierra pierde irremisiblemente su capacidad de alimentar a nuestros descendientes.
El próximo «milagro»: los transgénicos
El próximo milagro que nos prometen es el de los alimentos transgénicos. La Unión Europea se resistía pero ya empieza a doblar la rodilla (aunque disimuladamente, no sea que la población nos irritemos). Como todas las «soluciones» tecnológicas, sabemos cuál es el problema que se supone que los alimentos transgénicos han de solucionar. Lo que es absolutamente imprevisible, es cuántos y cuáles problemas nuevos van a generar. El motor de explosión solucionó el problema de la movilidad independiente a largas distancias y altas velocidades. El motor diésel solucionó el precio elevado de la gasolina pero a cambio multiplica la polución de nuestro aire. Las centrales nucleares solucionan nuestra necesidad de energía eléctrica sin contaminar con humo… hasta que hay un accidente en Chernóbil o Fukushima y descubrimos que nuestras «soluciones» tecnológicas de ayer, son nuestro problema de hoy y mañana.
Incapaces de aprender de nuestros errores, repetimos con necedad inagotable siempre la misma actividad expoliadora de recursos naturales, pensando que el siguiente milagro tecnológico nos salvará. La humanidad ya no cree en Dios. Ya no necesita a Dios porque tiene Tecnología. Y así nos va.
¡Qué lejos hemos evolucionado de los autores de la Biblia! Ellos entendían perfectamente el valor del pequeño terreno hereditario de la familia, sabían cabalmente el sudor y esfuerzo que costaba un pan. Comprendían que una vid o una higuera o un olivo eran bienes que no tenían precio —bienes que había que entregar a los hijos para que éstos los entregaran a los suyos. Los personajes bíblicos habrían despreciado la sandez de retirar de producción un olivo centenario para replantarlo como elemento decorativo en una urbanización. ¡Dios mío, qué despropósito! Tampoco es que el mundo de ellos se organizara mejor que el nuestro. Sus reyes, tanto los autóctonos israelitas como a la postre sus soberanos persas, griegos y romanos, atentaban constantemente contra la explotación agropecuaria sostenible, cobrándose unos tributos cuyo efecto era el enriquecimiento pasajero de los poderosos, a la vez que el progresivo empobrecimiento de la tierra y de sus trabajadores. No es que nuestra civilización sea peor que aquellas, sino que no hemos sabido aprender de sus errores.
¿Qué opinarían de nosotros?
¿Qué dirían los personajes bíblicos acerca de nuestra «sociedad de consumo»? Nos recitarían, por ejemplo, el Salmo 49 (citado aquí en la versión La Palabra):
Escuchad esto todos los pueblos,
oíd cuantos habitáis la tierra,
el pueblo llano y los nobles,
los ricos y los humildes.
Proclamaré palabras sabias,
serán sensatas mis reflexiones,
prestaré atención al proverbio,
expondré con cítara mi enigma.
¿Por qué he de temer en tiempo adverso
que me cerque la maldad de mis rivales,
de aquellos que confían en sus bienes
y de su inmensa riqueza se jactan?
Pues nadie puede redimir a otro,
ni pagar a Dios su rescate.
Es tan alto el precio de su vida
que siempre les falta algo.
¿Seguirá vivo por siempre?
¿Acaso no verá él la tumba?
He aquí que también perecen los sabios
lo mismo que mueren los necios e ignorantes,
y dejan a otros sus riquezas.
Piensan que sus casas son eternas,
que son perpetuas sus moradas,
que para siempre dominan las tierras.
Pero el ser humano no perdurará por su riqueza;
como los animales mueren, igual él.
Este es el destino del que en sí confía,
el porvenir de los que hablan satisfechos.
——[Pausa]
Se dirigen al reino de los muertos
cual rebaño que la misma muerte pastorea.
De mañana los someten los íntegros
mientras su imagen se desfigura
en el reino de los muertos;
lejos de sus palacios.
Pero a mí Dios va a rescatarme
de la garra del reino de los muertos,
sí, él me llevará consigo.
——[Pausa]
No recelaré si alguno se enriquece,
si aumenta el prestigio de su casa,
pues al morir nada podrá llevarse,
su prestigio descenderá tras él.
Mientras él vivía, se felicitaba diciendo:
“Te admiran porque has prosperado”.
Marchará junto a sus antepasados
que ya nunca más verán la luz.
No perdura el ser humano por su riqueza;
como mueren los animales, igual él.
Ese es el futuro, entonces, que nuestra maldita necedad nos prepara: Como los animales viven y mueren, el ser humano también. Los animales, la fauna terrestre y marina de nuestro planeta, se nos están extinguiendo. Igual suerte correrá el ser humano. Nuestro ganado vive vidas breves de dolor permanente en jaulas de engorde, alimentado de piensos para los que no fue creado, sin un solo día de su triste existencia conocer lo que es vagar al aire libre. Y en cuanto alcanzan el peso deseado, son degollados. Así acabarán siendo nuestras ciudades si no enmendamos nuestros caminos. El salmista ya lo intuía hace miles de años: Como a los animales, así le irá al ser humano.
Contra la necedad, sabiduría bíblica
Contra tanta maldita necedad, un poquito de sabiduría:
La sabiduría y esperanza que supone cultivar, aunque más no sea en un tiesto junto a una ventana donde le dé el sol, una lechuga o una tomatera o unas zanahorias o cebollas. Cultivar una huerta, aunque sólo sea en tiestos, es recuperar sabiduría de nuestros antepasados, que sabían que tal cual le iba a la naturaleza, así les iría a ellos. Arrancar una zanahoria que tú cultivaste, frotarla para quitarle malamente la tierra y llevártela a la boca; mascar y sentir el estallido de sabores naturales (sazonados con un poco de tierra), es un placer sabio, un placer bíblico, un placer que Jesús y los apóstoles indudablemente conocieron y valoraron en su justa medida. Porque en el cultivo nos reconocemos pequeños e insignificantes ante el Creador. ¡No, no es la Santísima Tecnología la que nos alimenta! ¡Es el puro milagro de la vida, un don precioso y frágil que el Todopoderoso nos encomendó para que se lo legáramos a nuestros descendientes!
Si nuestra espiritualidad no genera sabiduría, tampoco era espiritual.
Reciclar es tan espiritual como orar.
Maldita la necedad de resignarse a esta «sociedad de consumo» que vive a espaldas de la naturaleza. |
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