El Mensajero
Nº 96
Enero 2011
Grupo

El orden y la predicación

En algunas de nuestras comunidades más que otras, se estila dejar algún tiempo (de duración indefinida) para que otras personas respondan con opiniones o reflexiones adicionales, al cabo de la predicación de la Palabra. Esto viene de lejos en la tradición anabaptista/menonita, donde se veía con cierto recelo la predicación de los pastores Reformados, que presumían de su titulación universitaria para poder explicar —solamente ellos— la divina doctrina.


En 1672, un mennista (menonita) anónimo opinaba:

«He de admitir que sigue habiendo algo de tiranía de conciencia entre no¬sotros aquí en Rotterdam, por cuanto yo estoy convencido de que el minis¬tro no ha recibido mayor derecho de Dios o Cristo para hablar en la asamblea, que el último de los hermanos. No deben negar el derecho de los demás, aunque tampoco tienen por qué callar ellos. No sé por qué no podríamos seguir reunidos después del sermón, al que seguiría un segundo himno de alabanzas; y a la postre, cada cual tiene libertad para explicar si es que, y en qué particulares, está de acuerdo con lo que acaban de oír.

«Por cuanto tenemos el mandamiento expreso de amonestar, consolar, instruir y edificarnos unos a otros (1 Tes 4,18; Col 3,16; Heb 3,13; 1 Cor 14,2ss.), nunca constituiría un “desorden” sino que podría ser útil. De hecho habría que considerar que esto fuera un elemento esencial de la reunión de culto, para cuales efectos es menester que seamos libres para expresarnos, si es necesario».

Passchier de Fijne, un ministro menonita en Warmond (Países Bajos), propuso lo que sigue en 1671:

«Asistid a la reunión cuando yo predico y oídme todo el rato que lo que yo hable sea verdad. Después del sermón diré: “He hablado la verdad sinceramente según yo la entiendo; pero soy humano y puedo haberme saltado algún elemento importante de la verdad, por ignorancia o por descuido. Si alguien ha notado que eso me haya sucedido, le animo ahora a hablar, aunque con espíritu manso”. Si nadie halla nada contrario a la verdad y todos guardan silencio, se da fin a la reunión. Luego en la reunión siguiente no predico yo mismo sino que pregunto si hay alguien en la asamblea que tiene algo que comprartir: una palabra de consolación, estímulo o edificación. Y en ese caso, que la compartan según los dones que Dios les haya dado. Después se pone fin a la reunión y todo el mundo se marcha a casa en paz».

Un hermano de los remonstrantes (una escisión del calvinismo neerlandés) respondió con una carta donde ponía:

«En nuestras asambleas lo hacemos así: 1. Alguno de nosotros lee varios capítulos del Nuevo Testamento. 2. El mismo que ha leído o algún otro, nos guía en oración. 3. Luego alguien pregunta: “¿Hay alguien aquí presente que tiene una profecía o don espiritual que compartir con la asamblea? ¿Tiene alguien una enseñanza, una palabra de consolación o de estímulo? En ese caso, rogamos lo comparta tal como nos anima Pablo en 1 Cor 14,26ss”. 4. Entonces alguien se levanta y lee un texto, que es evidente que ha estudiado con cuidado, y habla por una hora o más. Cuando ha acabado, se pregunta si alguien más tiene algo que decir; entonces se levanta otro hermano, lee un texto y predica otro sermón; y he estado presente cuando se predicó hasta un cuarto sermón. Aunque hay plena libertad para hablar, suelen ser siempre los mismos los que predican o profetizan».

[Traducido por D.B. de Cornelius J. Dyck, Spiritual Life in Anabaptism (Scottdale & Waterloo: Herald Press, 1995) pp. 183-5.]


Lo del cuarto sermón podría parecer una exageración, pero recuerdo haber asistido a reuniones de esa índole, especialmente donde se congregaba gente de lugares muy diferentes, que tenían poca oportunidad de exhortarse unos a otros a la fe y las buenas obras. El máximo que llegué a contabilizar yo, fue una reunión de 24 horas, aproximadamente, con 18 ser¬mones y 20-30 minutos de coritos entre sermón y sermón. Unos entraban y otros salían del salón, para comer, beber, atender a otras necesi¬dades —¡dormir! (un servidor) —, etc., pero la reunión seguía y seguía y nos contagiamos todos de un gozo espiritual imposible de describir con palabras. Nos despedimos al final con un enorme sentimiento de hermandad plenamente satisfecha.

—D.B.

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