La madurez cristiana (9)
Toda persona que madura busca el crecimiento, no la perfección
por José Luis Suárez
Toda persona que ha realizado un recorrido en la maduración, en algún momento de este itinerario espiritual, descubre que su meta es el crecimiento y no la perfección. Para ello, debe apoyarse en el poder de la bondad y la compasión hacia ella misma y hacia los demás, en lugar de los ideales y deseos de perfeccionismo.
La persona que camina en y hacia la madurez, vive sabiendo que en este mundo la perfección no existe, que solo lo será en su plenitud en el mundo nuevo del cual nos habla Apocalipsis 21,1-4. Considero que es de esta forma que debemos leer las palabras de Jesús en Mateo 5,48 «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». La perfección la debemos vivir como una realidad que sólo la encontraremos al final del camino de la vida, que sólo llegará en su plenitud en el más allá y no en el más acá. Porque en esta tierra solo vemos y vivimos algunos destellos de la perfección.
Este punto final de perfección absoluta es de la que habla Pablo en la carta de Efesios, cuando dice: «…hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del hijo de Dios». No es realista esperar que todo en este mundo sea perfecto, pero sí que lo es madurar, aprendiendo de las imperfecciones, mejorando en todo aquello que podamos. A esto yo lo llamo crecimiento; maduración y no perfección.
La persona obsesionada con la perfección y no el crecimiento, descubre (no siempre) con amargura que no era realista con sus grandes sueños de no conformarse con menos que lo perfecto para uno, para los demás, para la iglesia, para el mundo. La realidad —por mucho que nos pese— es que en este mundo nada es perfecto. Lo óptimo siempre tiene defectos. Las equivocaciones de uno y de los demás son parte de la condición humana.
La persona que madura reconoce que no es un fracaso no ser perfecto, que no siempre hace todo bien, que no siempre está acertada, que no siempre tiene razón, que no siempre toma las decisiones acertadas. Y que declarar la guerra a todas las formas de imperfección en uno, en los demás y en el mundo, es un camino suicida. Es una esclavitud, una prisión de espíritu.
La maduración no tiene como meta encontrar un mundo de ensueño, donde todo es perfecto, sin ninguna contaminación por las fuerzas del mal y donde la persona que busca este mundo perfecto lucha a capa y espada para conseguirlo.
La persona que madura es aquella que acepta de forma pacífica la con¬dición human, que es débil. Reconoce que todos funcionamos por ensayo y error, por lo que la respuesta más sabia a la imperfección —además de la bondad y la misericordia— es dis¬frutar de la vida que Dios nos da, más que alcanzar la perfección. Cuando esto ocurre, muy a menudo la sorpresa es grande. Todo sale mejor que cuan¬do se pretende hacer lo perfecto, que es estresante y desmoralizante y con consecuencias desastrosas en la relación con los demás.
Como el humor es parte de la vida, me atrevo a afirmar que doy gracias a Dios por no ser perfecto, ya que de serlo dejaría de crecer, de madurar, de sorprenderme de la vida. Y lo que sería más grave, no podría vivir con nadie imperfecto y por descontado nadie podría vivir a mi lado.
La persona que madura, deja de buscar el perfeccionismo en uno mismo y en los demás. Deja de buscar una intensa pureza en todo lo que piensa y vive, para abrirse a una nueva realidad: vivir en el poder de la bondad y compasión —por desgracia desconocida para muchos.
La persona que no busca la perfección sino el crecimiento, tiene como punto de arranque y de meta abrir su corazón al amor y la compasión hacia este mundo (de ayer, de hoy y de mañana) imperfecto, sembrando alrededor suyo simientes de esperanza y de confianza en ella y en los demás, sabiendo que un día todo será perfecto. Este día no llegará probablemente según nuestros deseos, ni en la forma que hemos imaginado, pero una vez que sembremos las semillas de bondad y de compasión, hasta es posible que veamos algunos brotes y señales de esa perfección en nosotros y en los demás.
Es con esta mirada de bondad y de compasión (la mirada con la que Dios mira toda su creación) hacia uno mismo y los demás, que se puede convertir el sufrimiento humano, las imperfecciones de uno (que raramente las vemos) y de los demás, en relaciones de esperanza, de cambios y de cola¬boración en este mundo imperfecto.
Esta práctica diaria de bondad y de compasión, que no hace mucho ruido, que pasa la mayor parte del tiempo desapercibida porque no hay muchas palabras, porque no son grandes acciones televisadas, ni intentos de convencer a los demás de lo que uno cree y desea, siembra la bondad y a su tiempo cosechará la perfección.
Soy muy consciente que estos pensamientos suenan raros e impopulares. Yo diría que ni siquiera son atrayentes, ya que vivimos influenciados por el mundo actual, donde quere¬mos resultados instantáneos, donde lo espectacular, lo grande, parece que es lo verdadero. Muchas veces, los cris¬tianos nos convencemos de que el Señor está en lo grandioso, en lo que se ve al momento y donde los cambios son radicales.
Llegado a este punto, no tengo por menos que pensar en lo que vivió el profeta Elías en su encuentro con Dios, después de temer por su vida. El libro de 1 Reyes 19,9-13, nos narra cómo Dios pasa delante de Elías. Pero no está en el poderoso viento que destrozaba los montes y quebraba las peñas. Tampoco en el terremoto, ni en el fuego que siguió a este viento. Pero sí estaba en el susurro de una brisa apacible.
Es en esta práctica no idealista, donde lo divino puede brillar en medio de las imperfecciones huma¬nas. Es en esta práctica de bondad y compasión hacia todo lo que vivimos en el día a día, que desaparecen la crítica y la culpa. Por cuanto la perso¬na en el camino de la maduración no busca perfeccionar el mundo ni a los demás, sino vivir el amor y la bondad hacia todo aquello que existe en el mundo.
El monje y poeta Thomas Merton, un hombre de una espiritualidad poco común, hablando del amor comenta en uno de sus libros: «Si sólo pudiéramos vernos los unos a los otros de este modo, no habría razones para la guerra, para el odio, ni para la crueldad».
Considero que los fracasos en esta vida, no son el no alcanzar la perfección, sino el no aprender nada de los fracasos.
Para poder ir más lejos
¿Donde se encuentra lo perfecto y lo imperfecto?
Un hombre se paró en una gasolinera y le preguntó a un empleado:
—¿Cómo es la gente de este pueblo? Estoy pensado en venirme a vivir aquí, y me gustaría saber con antelación qué clase de vecinos me voy a encontrar.
El empleado de la gasolinera le contestó:
—¿Cómo son sus vecinos del pueblo en donde usted vive?
El hombre respondió:
—Son cotillas, desagradables, nunca tienen una palabra amable para nadie, egoístas, poco dados a ayudar a los demás.
—Vaya —contestó el empleado—, siento decirle que aquí se encontrará más o menos la misma clase de personas que en su pueblo. Le recomiendo que siga buscando.
Al cabo de unos días se paró otro hombre en la gasolinera e hizo la misma pregunta al mismo empleado:
—¿Qué clase de personas viven en este pueblo?
Y de nuevo el empelado le contestó:
—¿Qué clase de personas vive en el pueblo donde usted vive?
—Gente afable, cariñosa, servicial, maravillosa —contestó el hombre.
El empleado le respondió:
—Aquí en este pueblo encontrará esa misma clase de personas.
Lo mismo tarda uno en ver el lado bueno de la vida que en ver el malo (Buffet Jimmy).
La medida de la salud mental es la predisposición a hallar lo bueno en todas partes (Emerson).
Jamás tendremos amigos si esperamos encontrarles sin defectos
(Thomas Fuller).
Si quieres montar en una mula sin defectos, acabarás siempre yendo a pie (Miguel de Cervantes).
Toda desmesura es del diablo (Anselm Grün).
Parábola del fariseo y el publicano: Mateo 18,9-14 |