Perdón

Padre nuestro que estás en los cielos

Todo el mundo vio en 2006 cómo una comunidad de los ámish de Pensilvania se acercó con amor y perdón a la familia de un hombre que disparó contra cinco niñas escolares de la comunidad y las mató, y después apuntó su arma contra sí. A pesar de la profundidad de su angustia, el impulso ámish de perdonar fue espontáneo y universal en toda su comunidad de fe. Cuando les preguntaban de dónde nacía esta respuesta compartida, los ámish indicaron una y otra vez que se basaba en el Padrenuestro, con su petición de que Dios perdone nuestros pecados así como nosotros también perdonamos.

—El Padrenuestro se repite en cada una de nuestras reuniones —indicó un ministro de los ámish—. No hay ninguna reunión, boda, funeral, ordenación, ninguna, que no incluya el Padrenuestro.

Los párvulos ámish aprenden el Padrenuestro; los niños de edad escolar lo recitan cada mañana. El Padrenuestro es medular para el culto ámish. Da forma a su lealtad a Jesús e inspira conductas automáticas que siguen el modelo de las palabras y acciones de Jesús.

Estos párrafos, traducidos aquí de Nelson Kraybill, Apocalypse and Allegiance (Grand Rapids: Brazos, 2010), p. 190, me traen a la memoria mi niñez en la iglesia evangélica menonita de Argentina. Allí tampoco podía faltar el Padrenuestro todos los domingos en el culto de la mañana (no recuerdo si se repetía en el culto de la tarde). Todavía soy capaz de repetirlo de memoria en la versión Reina-Valera de 1909, tal cual la aprendí de niño.

Entiendo que para muchos, es importante dejar atrás rezos hechos, para aprender a sincerarse ante Dios con palabras propias y espontáneas del momento. Quién ha aprendido a repetir el Padrenuestro de carrerilla con la cabeza puesta en otras cosas, sin meditar en el sentido de sus palabras, sin reflexionar sobre el significado monumental de cada una de sus frases, tal vez haga bien en dejarlo de lado por un tiempo —quizá algunos meses— mientras aprende a orar de otra manera mucho más sentida, más personal y directa.

Sin embargo esta oración breve pero profunda que nos enseñó el mismísimo Señor Jesús, se merece la mucha atención y repetición que ha recibido en la vida de oración de todos los cristianos durante todos los siglos y en todo lugar.

Es una oración de comunidad más que personal, una oración de alabanza y de santificación del Nombre. Una oración de esperanza en el reinado de Dios sobre la tierra. Una oración donde la supervivencia frente al hambre depende de la generosidad de Dios, no de nuestros esfuerzos egoístas. Una oración, en fin, que vincula abiertamente el perdón del Padre a nuestra propia capacidad de perdonar.

Sus pocas frases no tienen ninguna de ellas desperdicio. Abren a la mente y el corazón prácticamente la entera gama de la espiritualidad cristiana. ¿Quién, si no el mismísimo Hijo, pudo habernos enseñado a orar así? —D.B.