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El Dios de la guerra ¡Algo extraño sucedió en el Mar Rojo! Fue el descubrimiento de que sí existe un dios de la guerra. Ni Marte, ni Marduk, ni Tor, ni ninguna de las muchas divinidades guerreras inventadas. Sino un Dios que, cuando Moisés le preguntó cómo se llamaba, contestó solemnemente: «Yo soy el que Soy». Un Dios cuya esencia es Ser. No como los demás dioses, cuya esencia es no ser; no ser más que fantasía e invento de los hombres. Se entenderá que esto de ser o no ser es un elemento que tiene consecuencias importantes, cuando de un dios de la guerra se trata. Porque sucede algo entre cómico y patético con los dioses de guerra que no son: Los militares, y la nación entera en tiempo de guerra, tratan de agradar a ese dios de fantasía, ya sea con sacrificios (antiguamente de animales y/o personas inmoladas; hoy, de privaciones personales) o con otros rituales de adoración. Se supone que si esta deidad ficticia queda complacida, entonces bendecirá los esfuerzos bélicos, intervendrá en el clima para que le sea propicio al ejército, y confundirá a los enemigos. Parte de toda la mitología que se crea alrededor de estos supuestos dioses de la guerra, incluso, puede ser la consulta del dios: ¿Cuándo debemos atacar? ¿Qué preparativos morales y espirituales son necesarios para que nuestra empresa bélica se vea coronada de victoria, y sea reivindicada la justicia de nuestra causa y el poder de nuestro dios? Una vez conseguida la aprobación de tal ser inexistente, los guerreros se lanzan a la carnicería. Envalentonados por las palabras mentirosas y huecas de sus sacerdotes, cometen barbaridades, matan, violan las mujeres del enemigo, destruyen ciudades, se ensañan contra la naturaleza destruyendo ecosistemas milenarios. El hombre en la guerra es una aberración odiosa en el orden cósmico. Pero como ha conseguido la aprobación de su dios… Las verdaderas motivaciones para lanzarse a la aventura bélica son por supuesto el lucro, las disputas territoriales, el amor egoísta de la tribu o la nación, el «idealismo» que exalta a las teorías políticas y hasta a las religiones, por encima del valor del Hombre. Como toda persona desea tener un buen concepto de sí misma y estas verdaderas motivaciones no suenan muy loables, la devoción al dios que se ha inventado recubre con un tinte de honorabilidad a lo que es deshonroso. Esto sucedía con las tribus de las naciones primitivas. Sucedía con los griegos y los romanos. Y sucede también, tristemente, con los militares modernos occidentales. Pero con éstos es más difícil notarlo. Esto es porque hoy el culto al dios de la guerra se suele esconder detrás de fachadas disimulantes. Alguna religión monoteísta, por ejemplo, o el materialismo ateo. Sin embargo los soldados norteamericanos, argentinos, nicaragüenses, iraníes, rusos, nigerianos y españoles, junto con sus homólogos de todas las naciones y cada grupo bélico rebelde, comparten este culto fundamental a un nada cósmico. El culto al engaño, al vacío devorador de almas humanas. Lo dicho. Sucede con el español también. Porque el dios del ejército español también es un dios inventado. Un dios como todos los demás, que no cuenta para nada, menos a la hora de bendecir lo que se les ocurra a los políticos y generales. Cuestión de cumplir con las misas, bendiciones de armas y tropas, y otras farsas hipócritas por el estilo y luego, con el corazón henchido de piedad devota (los que son devotos, claro, porque los demás se ríen, fingiendo no creer) comprar armas y hacer planes para matar gente, destruir ciudades y destrozar la Tierra. Pero algo extraño sucedió en el Mar Rojo. Algo muy distinto a lo de los dioses inventados para revestir de respetabilidad los procedimientos inhumanos de los guerreros. Fue el descubrimiento de la existencia del verdadero Dios de la Guerra : ¡El Señor! ¡Muy distinto! Para empezar, es Dios el que toma la iniciativa. Es él el que ha oído el clamor del pueblo hebreo que sufre. Es él el que ha obrado con una serie de manifestaciones paranormales, endureciendo el corazón del Faraón, por un lado, y demostrando su soberanía sobre todos los aspectos de la sociedad egipcia (y sobre los «dioses» que la regían). Interviene en el clima, en la agricultura, en el mismísimo Río Nilo, fuente de vida de los egipcios… ¡y hasta interrumpe la luz del Sol, adorado como máxima divinidad por los egipcios! Y ahora él, habiendo cumplido con sus propósitos de demostrar su soberanía sobre todo, también toma la iniciativa de demostrar su soberanía sobre el ejército más poderoso de la tierra y sobre sus falsos dioses inexistentes. Los hebreos salen de Egipto por sus instrucciones soberanas, se dirigen por el camino que él les indica. Se sienten pequeñas (si bien contentas y liberadas) piezas en algo que no controlan, algo cósmico que nunca hubieran imaginado, y en lo que sus propias fuerzas y sus propias armas no valen en absoluto. De acuerdo con su plan de demostrar de una vez por todas que los dioses de los militares de todas las naciones habidas y por haber no son nada, las poderosas huestes del gran Imperio cabalgan en persecución de los hebreos indefensos. El armamento más sofisticado de su día y el mayor de los ejércitos… contra una multitud de pastores y ganaderos nómadas, con sus ancianos, mujeres, niños y recién nacidos. ¿Qué les impulsa a semejante plan criminal? Ellos mismos no lo saben. Es que El Señor de la Guerra quiere darle una lección a la humanidad. El Señor (que realmente existe, que realmente es Dios, que da órdenes aunque no tenga sacerdotes que les digan a los militares lo que éstos quieren oír)… Este Señor, decíamos, tiene el escenario preparado. El Mar Rojo. Vuelven a desarrollarse sucesos paranormales. Se seca el mar y los hebreos indefensos cruzan cómodamente, con todos sus rebaños, su ganado, sus pertenencias, sus tiendas cargadas sobre camellos, sus niños que corren traviesamente de aquí para allá entre el tumulto. El ejército egipcio, frustrado en su intento de acorralarles contra el mar, también comienza a cruzar. Pero, ¡horrores!, los carros de guerra se empiezan a atascar. Las patas de los caballos se hunden cada vez más. ¡Es que vuelve el agua! ¡Sálvese quien pueda! Pero, ¡no! A los carros se les empiezan a caer las ruedas (luego sin dudas habría una investigación imperial del fabricante para comprobar el motivo del fallo técnico en el diseño de los ejes; ¡pobres ignorantes!). Los guerreros tiran sus armas, tratan de escaparse entre el fango que aprisiona cada vez más sus pies. Cuanto más se revuelcan en el lodazal más sube el agua, más se hunden. Cunde el pánico. Y luego… el silencio. Diría así el poeta bíblico:
Una cosa tiene que quedar destacada con toda claridad de nuestro encuentro con el Mar Rojo. Que sea una de esas cosas de cuyo significado nunca podamos dudar. Ni un solo hebreo levantó su mano contra sus enemigos aquel día. Ningún guerrero hebreo pudo jactarse de su valor, o de los cuerpos egipcios que dejara tendidos sin vida. Porque El Señor, El Dios de la Guerra… ¡existe! Y como existe, no necesita que los hombres luchen. Aquella batalla no fue ganada por el ejército mejor armado. El número de soldados en cada bando no importó. La superioridad de tecnología militar no hizo la menor diferencia. El adiestramiento de los soldados, lo mismo. La estrategia de los generales, lo mismo. Porque El Señor, El Dios de la Guerra… ¡existe! Y como existe, no necesita que los hombres se armen, que se adiestren para la guerra, que tengan ejércitos, generales, soldados, armamento sofisticado ni la tecnología militar del día. (…y el que haga tales cosas, oponiéndose en su lealtad a dioses falsos contra el único legítimo Dios de la Guerra, ¡que tiemble! ¡Corre un peligro gravísimo! Si no lo cree, que se lo pregunte a Faraón.) Dionisio Byler, Como un grano de mostaza (Libros CLIE, 1988), capítulo 33, pp. 239-244 |
![]() Cuadro de Bernardino Luini. Aprox. 1515 |