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Meditación para una boda Hoy es un día muy especial para nosotros, la familia cristiana, la comunidad, esta parte particular de la iglesia de Jesucristo en Burgos. ¡Se casan nuestros hermanos Nicolás y Blanca! Vosotros, los novios, me habéis pedido que os dedique algunas palabras en esta ocasión, con lo cual me habéis halagado. A raíz de vuestra invitación, he estado pensando mucho en los últimos días acerca del significado de las nupcias, el matrimonio… ese milagro, por no encontrar otra palabra adecuada para describir la unión tan especial que pactáis. Que pactáis hoy delante de todos nosotros, el pueblo de Dios que se constituye ahora como testigo de vuestro compromiso. Y si digo «pactáis», lo digo pensando en la importancia del concepto de pacto que hay en la Biblia. Y pensando que si bien la temática de pacto en la Biblia tiene que ver principalmente con la relación de Dios y su pueblo, los antiguos profetas hebreos descubrieron que este pacto no era algo frío, formal e impersonal. Descubrieron que el amor de Dios derramado en su relación pactada con su gente elegida era tan cálido, tan tierno, tan cariñoso, que tuvieron la osadía de compararlo con vuestro amor, Nicolás y Blanca, el amor y la ilusión y la ternura que hoy os impulsa a prometeros mutuamente una fidelidad vitalicia. Desde el momento que los profetas pudieron hacer esta comparación, concebir las cosas de este modo ha enriquecido nuestra comprensión, tanto de la relación de Dios con nosotros, como de la naturaleza del pacto nupcial. El pueblo de Dios no fue fiel a Dios, su marido elegido. Fue como una mujer que, insatisfecha en sus exigencias desmesuradas, se lanza a la aventura adúltera, pasando de mano en mano hasta que sus mismos amantes sienten asco y la rechazan. Y los profetas nos cuentan del sufrimiento de Dios, de la rabia, del dolor, de los deseos de venganza que como cualquier marido engañado tuvo que vivir nuestro Señor. Es en este momento en que se descubre algo especial e inesperado acerca de la calidad del amor de Dios. Porque Dios no actúa como cualquier marido engañado, sino que es incapaz de dejar de amar. Una vez le deja su pueblo; pero se arrepiente y vuelve a él y él perdona. Y otra vez. Y más veces. Su paciencia, su amor, su ternura parecen inagotables. Dios había dado su palabra, había dado una promesa eterna. Se suponía que su promesa estaba condicionada a la fidelidad del otro pactante. Pero en Dios hay algo más que la frialdad legal. Y por eso él descubre en si mismo la capacidad de seguir amando, perdonando, restaurando, curando las heridas dejadas por perversos y violentos amantes. La experiencia de Dios con su pueblo es a la vez trágica e increíblemente noble. Diría el apóstol, siglos después de aquellos profetas: «…si no somos fieles, él sigue siendo fiel, porque no puede negarse a si mismo». La teología sobre la relación de Dios con el hombre hubiera indicado que Dios, siendo justo, debía acabar juzgando severamente la infidelidad de su amada. Y sin embargo existía también una experiencia imposible de negar, vivida a lo largo de los siglos. La experiencia de un Dios amoroso y perdonador. Concebir el pacto de Dios con su pueblo en términos nupciales enriquece nuestro concepto de cómo nos trata Dios, explicando la naturaleza de su amor. Pero también enriquece nuestra concepción de lo que debe ser, delante de ese mismo Señor, la integridad de vuestros votos de fidelidad matrimonial. Porque hay una clara enseñanza apostólica sobre la imitación de lo bueno y noble en Dios. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto», había mandado Jesús. En ese sentido escribe el apóstol en la carta a los efesios: Esposos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a la iglesia y dio su vida por ella. Esto lo hizo para consagrarla, purificándola por medio de la palabra y del agua del bautismo para presentársela a si mismo como una iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino consagrada y perfecta. Así como el esposo ama a su propio cuerpo, así debe amar también a su esposa. ¡Bueno… aunque no lo ponga, se supone que tú, Blanca, también has de amar a tu esposo con ese mismo amor! El mismo apóstol, en su carta primera a los corintios escribe su maravillosa oda al amor: Tener amor es saber soportar; es saber ser bondadoso; es no tener envidia, ni ser presumido, ni orgulloso, ni grosero, ni egoísta; es no enfadarse ni guardar rencor; es no alegrarse de las injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, soportarlo todo. El amor jamás dejará de existir. Hoy día, en nuestra sociedad, está cada vez más visto el fracaso de la fidelidad matrimonial. Fracaso que hoy, incluso en España, ya se puede formalizar mediante el divorcio. ¿Qué ha sucedido con las promesas ilusionadas que han pronunciado los novios? Ha sucedido que su amor, al contrario de lo dicho por el apóstol, a expirado. Ante esta realidad de nuestra sociedad han de brillar por su excelencia las virtudes de los matrimonios cristianos, de los matrimonios que están auténticamente inspirados en el modelo del amor de Dios. Os toca a vosotros, Nicolás, Blanca, continuar el modelo de fidelidad cristiana, el legado de los santos en siglos pasados, que enarbolaron y mantuvieron en alto y sin mancha la constancia en el amor. ¿Cómo habéis de lograr esto? El amor tiene muchas facetas, todas ellas importantes, y que debéis cuidar, cultivar y fomentar. Los griegos tienen tres palabras para lo que en castellano describimos con sólo una, «amor». Una palabra griega es eros. El amor eros es muy bonito, y es un regalo especial de boda que os hace Dios mismo, hoy, porque él también se alegra en vuestro pacto matrimonial. El amor eros encierra para vosotros el estímulo sensual, la alegría totalmente desinhibida, la pasión carnal; todo esto creado por Dios para que a partir de hoy lo disfrutéis a pleno. El erotismo sin amor es trágico, siempre es egoísta, e incluso en el matrimonio puede llegar a hacer más difícil la convivencia. Pero el eros auténtico, el eros que creó Dios en un arrebato de inspiración absolutamente divina para vosotros, Nicolás y Blanca, si es un eros de amor y fidelidad, de intimidad exclusiva entre vosotros dos, será un lazo potente para hacer duradera vuestra fidelidad. Y sin embargo el amor eros solo es poca cosa. Los griegos usan también otra palabra para describir el amor. Es la palabra filía. Filía es el amor de la amistad. Es el amor que hace que nos guste estar juntos, charlar, hacer cosas juntos, divertirnos, reír, hasta llorar juntos. El amor filía ya lo conocéis. Es un amor muy importante en el noviazgo. Pero es un amor que muchas parejas descuidan al casarse. ¡Qué trágica la situación de aquellos que ya no tienen por amigo al marido, por amiga a la esposa! Hay quien ha renunciado a casarse, observando que con el matrimonio desaparece el amor. Al amor filía se refieren. La pareja se empieza a aburrir de la compañía mutua; ya no se cuentan esas pequeñas confidencias, lo que realmente está sucediendo en su mente y emociones. Nicolás y Blanca, os animo a que no menospreciéis el amor filía. Mantened vuestra amistad, cultivadla, brindadle el tiempo y el cuidado que necesita para continuar su desarrollo. Si me permitís hablar de mi propia experiencia, puedo decir con inmensa felicidad que hoy, más de diez años después de nuestra boda, Connie y yo somos más amigos que nunca, que sin la amistad de Connie no sé qué haría, que todos los demás me aburrís en comparación con lo que me gusta hablar con ella. Os deseo a vosotros dos una amistad creciente y vitalicia. Pero el griego tiene una palabra más para hablar del amor. Y es la palabra agape. Y el agape es el amor del que hablábamos al principio, el amor que Dios nos ha demostrado en su trato con nosotros. En el amor erótico y en la amistad siempre se recibe algo a cambio, siempre hay algo en la otra persona que te atrae y origina tu amor. El amor agape es el amor con que nos ama Dios por lo que él pone en nosotros. Dios nos ama porque decidió amarnos, y porque él es fiel en su mismísima naturaleza. Por eso no hay nada que te pueda separar del amor de Cristo, dice el apóstol: «ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes y fuerzas espirituales, ni lo presente, ni lo futuro, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra de las cosas creadas por Dios. ¡Nada podrá separarnos del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús nuestro Señor!» Y como descubrió el antiguo pueblo de Dios, ni siquiera su propio pecado e infidelidad era lo bastante fuerte para lograr separarle del amor de Dios. Nicolás, Blanca, yo os insto a que echéis mano al amor agape en vuestra vida conyugal. Que pase lo que pase, veáis lo que veáis, sintáis lo que sintáis, seáis siempre fieles a los votos que hoy vais a pronunciar. Cuando ya vuestro compañero no sea amable, que sigáis amando igual. Esto, por lo menos para vosotros, es posible. No es posible para todos. Pero para vosotros sí, porque vosotros conocéis el amor de Dios. Porque en vosotros habita en su plenitud el Espíritu de Dios, que es el Espíritu de amor, de agape. Porque Dios es una parte viva e importante en vuestras vidas, y Cristo mismo, que vive en vosotros, ama a vuestro cónyuge con un entrañable y profundo amor ágape, incondicional. Manteneos siempre en comunión con Dios, y veréis que el mismo amor incondicional divino, el agape con el que Dios os estima a ambos, marcará diariamente vuestra apreciación mutua. ¡Que Dios os bendiga! Dionisio Byler, Como un grano de mostaza (Libros CLIE, 1988), capítulo 17, pp. 131-136. |