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Mirad como van con el rostro hacia el sol «Mirad como van con el rostro hacia el sol» I. Prólogo y prototipo: Galuth como llamamiento [1] La visión de las cosas que se me ha pedido presentar en esta ocasión tan particular [2] exigiría varios prefacios a modo de orientación. No es fácil de situar en ningún mundo semántico, en ningún mundo social. Mi tema entonces casa bien con este congreso, en el sentido de que resulta un ejemplo singular de la existencia sin domicilio fijo que describe. He tomado mi título de un cuerpo de literatura que encaja con nuestro tema en algunas maneras, aunque no en otras. Stephan Zweig escribió su drama poético Jeremías durante la Primera Guerra Mundial, mientras cumplía su servicio militar en calidad de reportero y archivista en Viena. Cuando lo escribía estaba convencido de que sería su obra más importante. Representa una generación de la elite judía dentro de la cultura alemana anterior al Holocausto, una generación que se preciaba de ambas identidades, la judía y la alemana, con la plena confianza de que eran perfectamente compatibles. Ese es el contexto donde hay que situar su reivindicación de su condición de judío. Zweig escribió su primera afirmación confesional en una carta de octubre de 1916 a Martin Buber; durante la primavera siguiente acabó su Jeremías. No hace falta dar detalles aquí de cómo esa visión ambiciosa de síntesis entre dos culturas, representada por Buber y sus amistades y la revista Der Jude, se perdió irreparablemente [3]. Lo que nos interesa aquí —y que guarda relación con nuestro tema— es que a pesar de haberse quedado obsoleto en ese sentido, el poema dramático Jeremías reivindicaba la visión de galuth o identidad de diáspora que aceptaba como punto de partida el juicio negativo de Dios sobre el proyecto de la dinastía de David, tras los fracasos de sus cuatro siglos de duración [4]. No me interesa aquí estudiar de dónde sacó Zweig los numerosos elementos novedosos de la historia de Jeremías, que van mucho más allá de lo que hallamos en el libro profético canónico de Jeremías o las últimas páginas de 2 Reyes y 2 Crónicas, para configurar un argumento dramático apto para obra de teatro. ¿Halló algunos de esos elementos en fuentes legendarias rabínicas? ¿Se lo inventó él mismo como todo dramaturgo tiene derecho a hacer? Tampoco puedo dar por seguro que el Jeremías original, conforme a como la investigación o imaginación histórica pudiera reconstruir su persona, fuera tan declaradamente pacifista como la generación de Sin novedad en el frente, como lo pinta Zweig [5]. No es necesario resolver ninguno de esos detalles para poder observar que la conclusión que escribió Zweig para esta obra afirma que la dispersión es misión. Encontrarse diseminados por el mundo no es un paréntesis al cabo del cual se volverá a la normalidad. Al contrario —y este es el mensaje de la obra de teatro— desde la generación de Jeremías, la dispersión ha de ser el llamamiento singular de la comunidad de fe judía. Esto es lo que nos interesa. Zweig describe la procesión de expulsados de Judea de una manera que casa plenamente con el mensaje de la carta postrera de Jeremías (capítulo 29 en el libro del profeta) a los judíos en Babilonia, aunque no cita esa carta directamente. En esa carta Dios instruía al pueblo en Babilonia a quedarse ahí, a renunciar a la idea de un regreso rápido a Judea, a echar raíces, comprar tierras y plantar huertos y viñedos, casar a sus hijos e hijas y disfrutar de sus nietos; y especialmente:
Zweig ve la dispersión de los judíos, en otras palabras, no como una desviación a superar tras los setenta años transcurridos a partir del 586 a.C., sino como el inicio de la misión a realizar durante el siguiente milenio y medio [6]. El exilio a Babilonia no fue un paréntesis para dos generaciones, después del cual el proyecto de David y Salomón podía reiniciarse en el punto donde se hubo detenido. Al contrario, era el lanzamiento de una nueva fase del proyecto de Moisés, impulsado por un mandato profético firme y fresco [7]. La visión de Zweig, como la carta de Jeremías, hace eficaz la esperanza de un retorno a Jerusalén precisamente como un hecho siempre postergado. La idea del regreso deriva su significación no de ser algo que el pueblo en Babilonia u otras partes debían realizar por sus propias fuerzas, o esperar a ver cuándo iba a suceder, o hacer planes para ese día. Su función es hacer de metáfora de cómo Dios renueva la vida y la fe en cualquier lugar. Citaré unos pocos fragmentos de la obra de teatro [8]:
El poema dramático de Zweig culmina en cinco «coros de trotamundos», que dan voz al sentido judío de misión. Los primeros tres «coros» concluyen con la visión de un postrer retorno a la Jerusalén geográfica; los dos últimos no. Reproducimos algunos versos del cuarto:
La prosa que hace de marco para estos poemas finales es una especie de coro de hombres llamados «los caldeos», es decir, la infantería del imperio conquistador. Los caldeos se asombran de ver que los emigrantes no parecen derrotados:
He empezado por intentar situar lo que quiero decir en las palabras poéticas de Stephan Zweig. Ahora haremos un repaso de la noción de lo que los eruditos llaman «canonización», es decir, el proceso por el que un cuerpo de personas al cabo de un tiempo —generalmente un tiempo muy prolongado— llegan a considerar que un conjunto de obras —un conjunto lo bastante reducido como para ser útil a estos efectos— es la literatura cuya lectura define quiénes son ellos. Este fenómeno se interpreta mal cuando se entiende, como ha sucedido con el escolasticismo protestante de siglos recientes, como un llamamiento a debatir los orígenes milagrosos de esa literatura o la autoridad inerrante de sus contenidos. También se interpreta mal cuando los católicos, respondiendo a esa opinión protestante, reivindican que fue la jerarquía la que otorgó ese rango al canon. Es más importante que nos hagamos una idea de cómo es que se hizo esa selección. La acción de seleccionar es en sí misma un testimonio de lo que la comunidad que hizo esa selección entendía que era normativo para su identidad [10]. El canon de la Escritura hebrea fue seleccionado en la dispersión, y la mejor manera de entenderlo es a la luz que arroja sobre la identidad de la diáspora a la que ha sido enviado el pueblo de Dios. La vida en galuth, o diáspora [11], no está exenta de cierta dimensión de alienación profunda y llena de pesar. El salmo 137 ha llegado a ser la expresión prototípica de ese dolor:
Sin embargo, por difícil que fuera, eso es lo que los judíos han aprendido a hacer, y a hacerlo bien. Es muy posible que fuese precisamente en esta era de galuth que el Salterio empezó a tomar forma como recurso indispensable para la identidad judía, una parte del canon junto con la Torah. La misma posibilidad de la burla: «Cantadnos una de vuestras canciones de Sion» (Sal 137,3) presupone que quienes los han llevado a cautiverio han caído en la cuenta de que a pesar de estar privados de su templo, los judíos siguen conservando vivo y activo su propio culto [12]. Incluso esa misma experiencia refuerza su identidad. Dentro de la visión misionera, el papel de «buscar el bien de la ciudad» se hace muy concreto, tanto en la experiencia real y en las leyendas que reflejan, interpretan y a su vez fomentan esa experiencia. Lo que podríamos denominar «el paradigma de José» llegó a ser típico [13]. En tres eras y lugres diferentes, las mismas experiencias se repiten en la historia hebrea [14]. José, Daniel y sus tres amigos, y Ester, todos se hallaron involuntariamente en el centro de poder de imperios idólatras. Cada uno tuvo que arriesgarlo todo para mantenerse fiel a su pueblo y a la voluntad revelada del único Dios verdadero; su desobediencia civil pudo costarles la vida. Cada uno se salvó por intervención divina, con el resultado de que el tirano pagano se convirtió a reconocer a ese único Dios verdadero, los reivindicó ante sus enemigos, y puso a judíos en puestos claves para el gobierno del imperio. Las peregrinaciones a Jerusalén fueron una parte de esa identidad de la diáspora. El salterio de los peregrinos, Salmos 120-134, uno de los núcleos en torno a los que se aglutinó nuestro Libro de Salmos, empieza con el cántico de alguien que vive «entre los que odian la paz» (Sal 120,5s.). Los lugares nombrades, Mésec y Kedar, no están ni en la Mesopotamia ni en Palestina. Uno está en Arabia y el otro en Anatolia; esto da testimonio de la vitalidad de la identidad judía en todo el Oriente Próximo de la antigüedad. Nos recuerda que aunque la deportación de 586 a.C. llegó a considerarse prototípica y a pesar de que con el tiempo la judería de Babilonia llegó a ser la más importante culturalmente, el fenómeno de la dispersión fue siempre mucho más extenso. Aunque a los cristianos nos pueda sorprender, Babilonia llegó rápidamente a ser el centro de la cultura mundial judía, desde la era de Jeremías hasta la que en Occidente hemos denominado como Edad Media. Aquellos que volvieron para colonizar la «Tierra de Israel», reiteradamente y desde la era de Jeremías hasta la de Yojanan ben Zakkai, y también a la postre, fueron mantenidos económica y educativamente desde Babilonia, y en menor medida desde el resto de la diáspora. Nuestra manera «palestinocéntrica» de entender la historia deja mucho que desear, por comprensible que sea caer en ese error. La hemos heredado no sólo los cristianos sino muchos judíos también, por cómo los eventos del primer siglo de nuestra era se hicieron leyenda. Lo que significaba ser judío a escala mundial, desde la era de Jeremías hasta la de Teodoro Hertzl, dependía más del liderazgo que había en Babilonia, donde vivir sin un templo no sólo era perfectamente posible sino que se aceptaba como cosa permanente, más que de las instituciones en Palestina, sometidas a las vicisitudes de la rebelión de los macabeos, los tejemanejes de Herodes y a la postre, la destrucción por los romanos. En todas sus diferentes formas representadas por los saduceos, fariseos, macabeos y esenios, los judíos en Palestina no tuvieron otra alternativa que la de definir su identidad como contraria a la de los gentiles que los dominaban —y sufrir profundas divisiones por sus diferentes maneras de hacer frente a ese reto. Por lo contrario, las sinagogas y los rabinos en Babilonia y en el resto del mundo donde se siguió el modelo babilónico y donde se consultaba siempre con los maestros de Babilonia, no sufrieron esa desviación, con el resultado de que pudieron penetrar creativamente en la fase de generar algo realmente novedoso en la historia de las religiones. Dejo en manos de los expertos en la historia de las religiones determinar cuáles elementos de esta innovación fueron más originales, cuáles fueron más importantes o más esenciales para la identidad de los judíos, y cómo etiquetarlos con la jerga especializada del gremio [15]. En términos no especializados, vivir sin un templo y a la vez conservar la memoria mítica de un templo y la esperanza de regresar a ese templo en la era mesiánica, hizo posible la creación de una comunidad de fe con una configuración mundial nueva, caracterizada especialmente por los siguientes elementos:
Esta novedad cultural [18] fue capaz de una flexibilidad enorme, plantando colonias con formas parecidas desde España hasta la China, desde el Mar del Norte hasta el Alto Nilo. Dondequiera que fueron crearon nuevas rutas de comercio, nuevas artes, nuevas literaturas, incluso nuevas lenguas, sin jamás perder su conexión con Moisés y unos con otros, ni su esperanza en el retorno. Es importante que, como quiera que las tradiciones ahora agrupadas en el canon hebreo fueron recordadas y redactadas, estos textos mantuvieron viva la memoria de que el origen de la dinastía davídica había sido visto como una contrariedad no sólo por parte de Samuel sino también de Dios. Al leer la narración en el libro de Jueces (Jue 9,7ss.), la naturaleza opresiva de establecer un reino «como las demás naciones» ya se puede ver en la fábula de Jotam, cuando el intento fallido de Abimelec. Esa misma convicción está presente cuando Dios y Samuel ceden ante la exigencia de los ancianos en 1 Samuel 8, diciendo, en efecto, a los que querían un rey como los que tenían los gentiles: «¡Os vais a arrepentir!» El reino del norte, sujeto a alzamientos frecuentes de líderes «carismáticos» semejantes a la tradición de los «jueces» desde Josué hasta Samuel —y la apropiación de David del trono de Saúl— cayó primero. Judá mantuvo una dinastía estable y duró algo más, pero Dios al final abandonó a ambos reinos. La historiografía que los biblistas llaman «deuteronomista» relató esa historia, correlacionando las alzas y bajas de las casas reales con alzas y bajas en fidelidad a la ley, pero cuando tenemos presente que estas historias se recordaban y escribieron en el contexto de la diáspora, lo podemos reconocer como un documento donde se acepta el plan jeremíaco; en los diferentes estratos y versiones de la narrativa, vista como un todo, no asoma el irredentismo. La historia procede desde ahí en la misma tónica. En lo que narran los libros de Esdras y Nehemías, sea cual fuere su historicidad y su relación entre sí, todo lo que sucede queda anclado a las limitaciones impuestas por una sumisión al imperio gentil. Ningún partido promueve la noción de «reino» o «estado» como cosa deseable para el honor de Dios o la dignidad del pueblo. Así la reorientación de identidad señalada por la carta de Jeremías acaba por imponer su lógica incluso a la fracción del judaísmo que vuelve a asentarse en la Eretz Israel.
Tanto por su argumento como por su título tan original, el libro Ethics After Babel [19], por Jeffrey Stout, ha sido un hito en torno al que se ha venido a organizar el debate sobre los valores del contexto social. Su tema es un análisis muy contemporáneo, muy sofisticado en su metodología, de lo que supone para la argumentación ética el tener que realizarla en un entorno pluralista. Sin embargo Stout pretende dar profundidad a su tema (y consigue a la vez llamar la atención) solapándolo con las antiguas leyendas hebreas. En los párrafos a continuación yo, como ya lo hizo Stout, sostendré un diálogo intercalado sobre el reto de la metodología moderna exigida para poder dialogar sobre moral, a la vez que poder dialogar con nuestros trasfondos hebreos. Sin embargo no es principalmente con Stout que quisiera dialogar. Me propongo ir más allá de la intención de Stout al abordar estas fuentes, para recuperar la herencia de los siglos durante los que el pueblo de Dios llevó a cabo su misión sin hacerse cargo de gobernar el mundo [20].
Para Stout, como para mucha de nuestra literatura, «Babel» es una cifra para el reconocimiento —que la generación de Stout de filósofos de la moral no puede ignorar en el mundo «postmoderno» de finales del siglo XX— de que toda argumentación moral tiene que situarse siempre dentro de una comunidad en particular para poder tener sentido, de tal suerte que nunca puede existir una única manera correcta de discurrir moralmente. Por tanto tenemos que hacer frente al hecho de la multiplicidad de las comunidades donde se discurre sobre moral. Para Stout, entonces, «Babel» simboliza esa multiplicidad [21]. Esta manera de formular la cuestión de validez parecería presuponer la prioridad estructural del oficialismo. Plantea un desiderátum, la pérdida del cual nos deja ahora en desventaja, aquel entorno en el que pudiera haber y hubiera (y por inferencia, alguna vez hubo) una única comunidad cuyos valores compartidos definieran la forma de nuestro discurrir sobre valores. La idea de «a partir de» en el título de Stout parecería presuponer que hubo un tiempo anterior —quizá no hace tanto, puesto que sólo ahora en tiempos modernos lo estamos echando a faltar— un estado pre-Babel de las cosas, cuando este pluralismo que siembra tanta confusión no incordiaba como ahora. La «Babel» anterior a la intervención divina vendría así a ser la metáfora mítica para referirnos a esa unidad perdida. Pero veremos en breve que lo que Stout «a partir de Babel» echa a faltar, es lo que YHVH en la historia de Génesis dijo que sus criaturas no debían en ningún caso intentar proteger (y que de hecho tampoco habían llegado a poseer). El primer significado de Babel en la leyenda de Génesis es el esfuerzo de una comunidad humana por alzarse como un valor absoluto. El contexto canónico [22] es la historia de la dispersión de los descendientes inmediatos de Noé por toda la extensión del mundo conocido por el narrador [23]. Babel en el mito de Génesis sitúa toda la multiplicidad de culturas humanas bajo el signo de la divina voluntad. La humanidad rebelde sin embargo, orgullosa y quizá impulsada por sus temores, quiso vivir toda ella en un único lugar para así, en lugar de depender de la benevolencia divina, poder alcanzar el cielo por sus propios esfuerzos. La intención de la gente en Babel era resistir la diversificación que Dios había impulsado mucho antes, manteniendo un discurso único mediante la construcción de una ciudad que de centralizada, no tenía precedente [24]. Fueron los primeros fundacionistas, centrándose en el discurso de su propia hegemonía cultural y procurando así sobreponerse a la diversidad que iba emergiendo [25].
El segundo nivel del significado de Babel es que Dios respondió con gracia ante ese esfuerzo a la defensiva, a saber, impulsando divinamente una dispersión de los pueblos, restableciendo el movimiento centrípeto. Fue YHVH quien los dispersó, para su propio bien. Todavía es posible entender esa dispersión como benevolencia en la predicación de Pablo en Hechos (Hch 14,16s.; 17,26s.). Sólo es «confusión» si se mide por el rasero de la sencillez de la uniformidad impuesta por el imperio. Se narra como una intervención de la gracia y creatividad de Dios, para reforzar el proceso de dispersión y diversificación que ya había empezado [26], que en la intención de Dios era bueno. Es así como la «confusión de lenguas» no es un castigo ni una tragedia sino el don de poder volver a empezar, la liberación para salir de un callejón sin salida. Otras formas de interpretación posteriores hasta el presente [27], han considerado que esa primera dispersión fue un acto de la ira de un Dios ofendido, cuya intención era castigar o defenderse y cuyo efecto fue destructor [28]. Eso no viene en el texto [29]. Cuanto más comprendemos la visión general de Dios como creador y soberano, tanto menos tenemos motivos de considerar que esta intervención fuera petulante o punitiva. La diversidad había sido la intención original divina; si Dios es bueno y si la diversidad es buena, entonces cada una de las muchas identidades diversas que resultó de la multiplicación de los idiomas y la dispersión resultante, es también buena [30].
El tercer sentido de Babel no es como metáfora ni como leyenda. Aquí empezamos a progresar más allá de los intereses metodológicos de Stout, volviendo al tema que primero planteábamos. Babilonia era en efecto la capital imperial del antiguo Oriente Próximo cuando Jerusalén fue conquistada en el año 587 a.C. y los judíos fueron llevados cautivos [31]. Ese exilio fue visto por supuesto como en algún sentido un castigo merecido por los pecados del pueblo (o más bien de sus elites gobernantes) [32], pero eso no es lo principal que quiere decir Jeremías al interpretar ese evento a la luz de la gracia de la soberanía de Dios. Son falsos profetas los que prometen que la cautividad acabará en breve, que no es más que un paréntesis momentáneo en el proceder triunfal de la casa de David [33]. La verdadera misión de los judíos dispersos, según el mensaje de Jeremías, como ya hemos visto, es asentarse en Babilonia, hacer de ella su hogar (casar a sus hijos e hijas, adquirir tierras y comer lo que producen, construir casas), y:
Es infrecuente que se mencione que el desarrollo de la historia de Génesis tal cual ha llegado a nosotros constituye una evidencia de lo que antes decía sobre la era de la canonización. Fueron las generaciones de judíos que vivían en la región de Babilonia los que contaron la historia de Babel como trasfondo inmediato al llamamiento de Abraham. Hasta aquí vengo contando la experiencia judía, como si no hubiera en ello otro interés añadido. Sin embargo un beneficio importante que viene de observar esta historia con mayor claridad —y mi motivo por hacerlo aquí— es por la luz que arroja sobre el origen del cristianismo. Lo ilustro aquí indicando tan sólo una dimensión representativa. Existe un debate prolongado entre los historiadores de la ética cristiana sobre si (mejor dicho cuándo o por qué) los cristianos antes de Constantino eran pacifistas. Algunos, como Tolstói, han afirmado que sí, basándose en nada más que una lectura rigurosa de algunas palabras de Jesús. Otros han opinado que no basándose en el hecho de que Tertuliano, al sostener un siglo y medio después de Jesús que los cristianos que servían en los ejércitos del César hacían mal, demuestra así que en efecto estaba sucediendo. Lo que ha estado del todo ausente en este debate entre eruditos [35] ha sido el reconocimiento de que las normas morales cristianas pudieron haber derivado en gran medida de los modelos más antiguos desarrollados por los judíos en cuanto a cómo relacionarse con los poderes de este mundo, y que por tanto éstos pueden aportar luz propia a la cuestión [36]. Los historiadores por ambas partes han debatido hasta el cansancio sobre esta o aquella interpretación legalista de unas pocas palabras de Jesús, ignorando los contextos tanto sociológicos como teológicos que hicieron de marco para la manera como los creyentes del siglo I d.C. entendían la historia bajo la soberanía de Dios [37]. He empezado por definir este «quietismo judío a partir de Jeremías» [38] en términos sociológicos; sus marcas son la sinagoga, la Torah y los rabinos. Naturalmente podría haber añadido kasrut y circuncisión. Sin embargo si se hubiera preguntado a aquellos judíos (entre ellos los primeros cristianos) que explicaran su fe y su actitud acerca de los imperios paganos, tanto los anteriores de la Mesopotamia como Roma en el siglo I, sus respuestas habrían sido teológicas [39].
Cada una de estas cinco afirmaciones se merecería todo un capítulo; pero incluso esbozadas con esta brevedad, resulta evidente la profundidad de las convicciones judías contra el impulso a «hacerse cargo» de la historia. Desde Jeremías y hasta Teodoro Hertzl, esta fue siempre la visión dominante del judaísmo. Hay un reconocimiento amplio de que los cristianos de los primeros dos siglos fueron pacifistas, o por lo menos que sus maestros más representativos de los que queda memoria lo fueron. Los historiadores pueden debatir si ese posicionamiento fue o no universal, los especialista en ética pueden debatir si, en caso de que así haya sido, ese posicionamiento siga siendo o no normativo para los cristianos posteriores. Pero en todo ese debate tan voluminoso, ningún partido toma en cuenta el hecho de que los principios morales característicos de los primeros cristianos resultaron ser una prolongación y cumplimiento de los de los judíos [43]. Ambos lados del debate acerca de si los primeros cristianos eran pacifistas han tendido, como ya he mencionado [44], a proceder de una manera legalista, como si el movimiento cristiano hubiera empezado desde cero sin más que unas pocas palabras de Jesús para orientarlo, de tal suerte que un debate intensivo sobre si esas pocas palabras tienen que interpretarse de una u otra manera, tuviera que ser forzosamente el recurso principal para el discernimiento moral. El caso es que el impacto de Jesús sobre el pensamiento del siglo I añadió más razones, razones más profunda y auténticamente judías, para reforzar y revalidar las razones ya expresadas en el judaísmo [45] a favor de principios morales que ya eran característicos y estaban bien arraigados, para no hacerse cargo del estado y para considerar que ninguna estructura estatal local puede ser el impulsor principal de la historia. A este mismo posicionamiento la segunda generación de testigos después de Jesús, añadió otra capa de razones adicionales, que seguían siendo absolutamente judías en su forma y sustancia, que atañen a la afirmación de que Jesús es el Mesías y el Señor, en la presencia del Espíritu [46]. Mucho más tarde, algunos judíos no mesiánicos rechazaron formalmente esas ideas acerca de Jesús y acerca del Espíritu; sin embargo, hasta ese momento seguían siendo ideas impecablemente judías, que explicaban con claridad por qué tenía sentido mantener una postura «quietista» de cara al mundo romano o mediterráneo. Hasta que el mesianismo de Jesús fue reemplazado por el mesianismo de Constantino [47], esos fueron los únicos principios morales que pudieron tener sentido [48]. Saltando desde las líneas maestras de la historia hebrea (narrada aquí a partir de sus propios documentos) al orden del día de esta era postmoderna que hallamos en Stout (con quien empezamos a describir el encuentro moderno con la relatividad) tal vez estemos ahora en condiciones de observar cómo la visión misional jeremíaca, que presupone y penetra más allá de la visión del mundo y la historia que hallamos en Génesis 11, trasciende también nuestra problemática moderna (descrita de forma prototípica por Stout) de tal manera que pueda tener algo que decirnos a nosotros hoy. Puede que tenga algo que decirnos, tanto a las comunidades de la dispersión [49] como a los que aspiran al rango de cultura oficialista de estado. En la visión de Jeremías no hay nada que se parezca a nuestra sensación de nostalgia por la pérdida de una era pasada donde imperaba un pensamiento único, que en la Cristiandad abarca más o menos desde Eusebio hasta Hegel (si bien existen focos de resistencia numantina en el fundacionismo filosófico), cuando las elites intelectuales podían presumir de prescribir un único sistema unificado para todo el mundo. Stout no dice que eche a faltar lo perdido, pero la forma que da a su narración de los hechos comunica un cierto aire nostálgico, como si su profesión solía ofrecer más incentivos —o por lo menos resultaba ser más sencilla— antes de que se empezaran a mover los mojones. Jeremías no instruye a sus hermanos y hermanas hebreos enseñar el hebreo a los babilonios. El interés en la educación va en el sentido contrario. Los judíos no sólo aprenderán las lenguas nativas dondequiera que vayan; al cabo de unas pocas generaciones (y durante el transcurso de un milenio y medio) estarían sirviendo a todo el mundo del Oriente Próximo de la antigüedad como expertos traductores, escribas, diplomáticos, sabios, comerciantes y astrónomos. Convertirán en virtud y en una ventaja cultural su condición de extranjeros residentes que no están obligados a malgastar sus recursos en la lucha por obtener una soberanía civil. Su convicción de que sólo hay un único Dios —creador, soberano, imposible de representar pictórica o escultóricamente, siempre activo en la historia, que habla— multiplica su creatividad cultural, todo lo contrario de lo que sucede con las religiones populares politeístas, supersticiosas, estructuradas por tribus, centradas en la fertilidad, que seguían sus vecinos. En algún lugar y momento en esa situación prevista por Jeremías, surgió lo que yo he alegado que fue la innovación sociológica más fundamental en toda la historia de las religiones. A saber: la cultura de la sinagoga [50]. Aquí no hay ningún sacerdote acreditado por sus atribuciones para presidir ceremonias religiosas. No hay ningún sumo sacerdote designado por el emperador. Precisamente porque el templo de Jerusalén no es portátil y sus funciones no son reemplazables, el foco en torno al cual se reunirán los judíos en otras partes no será un altar sino un rollo de pergamino. La legitimidad de las asambleas locales no dependerá de ninguna jerarquía centralizada, por mucho que se dispusiera frecuentemente de un rabino con estudios de escuela especializada [51], que los ayudase a mantenerse fieles al mensaje del rollo de pergamino. Y dondequiera que haya diez familias de judíos, están facultados como célula del pueblo mundial de Dios. Puesto que lo que hacen cuando se reúnen es leer juntos, es menester que exista un canon de Escrituras reconocidas [52]. Es decir que no quedan misterios que sólo se transmiten oralmente, reservados para los iniciados [53]. Cuando los judíos en Babilonia participaron creativamente, con fidelidad pero no coercitivamente en el bienestar de la cultura donde se encontraban como huéspedes, sus contribuciones fueron bastante más que un mero «bricolaje» [54]. No existía el problema de los significados compartidos, puesto que habían aceptado la cultura adonde habían ido a parar y se manejaban en ella con naturalidad. Su propia lealtad a su propia cultura (kasrut, monoteísmo sin iconografía, honrar a padres y madres, decir la verdad, ser trabajadores, la circuncisión) no dependía de si los babilonios lo aceptaban o no; sin embargo muchos de esos elementos no sólo estaban a la vista de todos sino que atraía a muchos gentiles. Para ellos, entonces, vivir en Babilonia en medio del fenómeno cultural que Stout ahora llama «Babel», es decir, la ausencia de pensamiento único, no suponía ningún problema [55]. La cultura gentil a su alrededor había llegado a ser su propio elemento. Los judíos políglotas se sintieron más en casa en cualquier ciudad imperial, gozaron de mayor creatividad y sus servicios fueron más útiles, que los campesinos y proletarios monolingües lugareños (puestos al caso, que el propio sacerdocio y la nobleza del país). Lo que jamás se les hubiera ocurrido a los judíos en Babilonia sería intentar salvar las distancias entre el mundo de su lengua nativa y el de sus anfitriones en los lugares donde vivieron, recurriendo a una metodología fundacionista mental o lingüística, para intentar alcanzar un nivel más elevado o acaso más profundo, de tal suerte que la diferencia pudiera quedar abarcada en algún tertium quid, que los babilonios se convencieran del monoteísmo moral sin tener que hacerse judíos, o los judíos ceder sin sacrificar su colorido étnico. No esperaban hallar ni procuraron construir un ideario en común. Los judíos sabían que no podía haber ningún cosmos más grande que el mundo que su Dios uno y único había creado y que sus profetas ya conocían. Su compatibilidad con la clase de «sabiduría» que podían comprender los gentiles [56] parecía convalidar su historia sagrada en lugar de relativizarla. Cuando el helenismo penetró su mundo, ellos no dudaron en afirmar que cualquiera verdad que se pudiera hallar en Platón o Aristóteles, venía derivada de Moisés. Tomarnos con tal seriedad la base babilónica para la continuidad de la identidad judía nos obligaría a sostener algunos debates adicionales, que no son posibles en el presente contexto, en aquellos puntos donde vamos más allá de los límites de la narrativa comúnmente aceptada:
Ya he observado que hay algo extraño, tal vez tan extraño que puede valernos de paradigma, en la manera como Jeffrey Stout emplea el término «bricolaje» para describir cómo hay que proceder a trabajar por conseguir que haya comunicación entre comunidades toda vez que estamos obligados a abandonar la esperanza de una única voz y un único pensamiento. Los matices del verbo bricoler en el francés coloquial incluyen:
Cuando tenemos esta lista de matices de significado en mente al considerar la vida de los judíos en Babilonia a partir del 580 a.C. y durante un milenio (o puestos al caso, la vida de los judíos en España antes de 1492; o los judíos en Viena o Vilna hasta el siglo XX) y observamos cómo hablaban el babilonio lo bastante bien como para servir de escribas, traductores, diplomáticos y comerciantes, tendríamos que decir que ninguna de esas características que hemos apuntado con respecto al bricolaje vienen a cuento, con la posible excepción de una sana dosis de humor judío (nuestro punto d.). No sólo consiguieron mantener viva su cultura; los judíos, de hecho, contribuyeron enormemente a hacer que el mundo de los gentiles pudiera funcionar [62]. Esta enorme flexibilidad y creatividad nos obligan a volver a la pregunta: ¿Hay alguna cosa en el testimonio de esta minoría dispersa que sea innegociable? ¡Claro que sí! Es su testimonio de que no hay otro Dios. El rechazo no sólo de todas las formas de culto pagano sino de cualquier intento de equiparar a su propio YHVH/Señor en un mismo marco de referencia con las deidades paganas, incluso el rechazo de la posibilidad de pronunciar el Nombre divino como lo pronuncian otros, ha estado desde siempre vinculado para los judíos en Babilonia a la proclamación de su divina soberanía sobre la creación y la historia. No hay ningún entorno donde esa proclamación deconstruccionista y desmitificadora no se pueda traducir, ninguno que la pueda abarcar. Ese mensaje contra la idolatría no es una mala noticia sino buena. Puede liberar a sus oyentes de esclavitud a los poderes que oprimen sus vidas [63]. Muchos gentiles que observaron la cultura judía la vieron eso en ella, de tal suerte que mucho antes que los comienzos del cristianismo, ya se habían establecido maneras apropiadas para que los «temerosos de Dios» pudieran tener acogida a los márgenes o incluso en el seno de la sinagoga. Más allá de los tres significados de Babel que ya hemos comentado existe uno más, menos fácil de situar en cuanto a su tiempo y lugar y menos documentado. En la Escritura y en la tradición, el nombre «Babilonia» vino a emplearse como metáfora de todos los grandes imperios idólatras y opresivos. Los cristianos reconocen ese uso del término, incluso le dan prioridad, porque el Apocalipsis de Juan empleó el nombre de «Babilonia» (unas pocas veces) para referirse a Roma (mientras que los rabinos habían empleado una metáfora más antigua, llamando «Hititas» a los romanos). Asiria en tiempos de Isaías, Babilonia en tiempos de Jeremías, Nínive en tiempos de Jonás, y luego también Roma en tiempos del Apocalipsis del Nuevo Testamento, son en cierto sentido siempre una misma realidad: la gran ciudad del mundo, opresiva, ebria de poder, idólatra, que alega ser el centro del mundo, que persigue a los santos —pero condenada a la destrucción. Sin embargo no serán los santos quienes destruyan Babilonia. Su sufrimiento a manos de ella constituye una parte de lo que significa «santificar el Nombre de YHVH». No es posible imaginar (no cuando se emplea el término «Babilonia» en este sentido) que los santos consigan huir de la suerte que los esperas emigrando a la tierra terrenal de Israel, así como tampoco asesinando al tirano. Concluyo declarando mi falta absoluta de competencia para responder a esta última pregunta. ¿Hay algo en esta visión judía de la dignidad y el ministerio de un pueblo esparcido de Dios, que pudiera hallar eco o réplica entre otros pueblos emigrantes, como los chinos expatriados por todos los bordes de Asia o los indios en África oriental y del sur? ¿Podría esa visión dar esperanza a otros refugiados, como los armenios que fueron esparcidos durante los años 1920? ¿A otras víctimas de destierro imperialista, como los afroamericanos [64]? ¿Para las víctimas de los horrores recientes en Rwanda o en los Balcanes? ¿Cabe imaginar que pudiera incluso haber algo en esta memoria que valiera para saber cómo ver otras analogías más distantes con respecto a la condición de los pueblos llevados al borde del exterminio por la inmigración imperialista, como los pobladores originales de las Américas y de Australia, como los Ainu o los Maoríes? Como mínimo esta yuxtaposición tal vez pueda servir para poner en entredicho la presuposición de los inmigrantes imperialistas de que sea posible interpretar su triunfalismo racista (como sabemos que lo hicieron en otras generaciones) a manera de equivalentes a la conquista de Canaán.
1. Capítuo 3 de John H. Yoder, For the Nations: Essays Evangelical and Public, © 1997 Wm. B. Eerdmans Publishing Co., P.O. Box 163, Cambridge CB3 9PU U.K. Traducido por Dionisio Byler y publicado en internet en www.menonitas.org con autorización expresa de la editorial. 2. Presentado por primera vez en Loyola Marymount University, Los Angeles, el 23 de septiembre de 1995, como ponencia de apertura de un coloquio sobre «Comunidades en el exilio» convocado por el Institute on Faith, Culture and the Arts de la universidad. 3. Este mundo de duración trágicamente corta pero de una creatividad sin par, ha sido descrito en los materiales de introducción a la obra de Arthur A. Cohen, The Jew: Essays from Martin Buber’s Journal “Der Jude” (Tuscaloosa: University of Alabama Press, 1980). También ha quedado retratado en la introducción a la edición de Leon Botstein, 1987, de Jewish Legends, de Zweig (New York: Markus Wiener). 4. Zweig mismo escribió: «Es la tragedia y a la vez el himno del pueblo judío, de los escogidos; pero no en el sentido de prosperidad, sino de sufrimiento interminable, colapso interminable, resurgir interminable, y el poder que se manifiesta en ese destino. La conclusión proclama simultáneamente el éxodo de Jerusalén hacia la interminable reconstrucción de Jerusalén. La guerra me reveló esta tragedia: que amo el sufrimiento en cuanto poder, pero que lo siento con tiritera en cuanto hecho. Si hay algún momento cuando pueda ser eficaz mi intención, tiene que ser ahora». Zweig a Martin Buber, 8 de mayo de 1916, Gesammelte Werke, vol. 4 (Frankfurt: S. Fischer, 1982), pp. 347s. 5. Ni necesito para nuestros fines aquí desentrañar las pequeñas diferencias entre la versión que aparece en la Gesammelte Werke de 1982 y la traducción al inglés de 1922 realizada por Eden y Cedar Paul, a partir de «el texto alemán revisado por el autor». Me tomaré la libertad de citar indistintamente ambas versiones. 6. «Amo la diáspora y la reclamo como lo que da sentido al idealismo [del judaísmo], como su vocación general cosmopolita humana. No aspiraría a ninguna otra unidad que la del Espíritu, el único elemento verdaderamente nuestro; jamás en una misma lengua, un pueblo. […] Me parece que nuestra presente condición es la más magnífica en la humanidad; estar enteramente unidos sin una lengua, sin obligaciones, sin tierra patria, tan sólo por virtud de la fluidez de ser. […] Cualquier otra unidad más estrecha, más concreta, tendría que ser una disminución de esta condición incomparable. Lo único que hace falta para valorar debidamente esta condición, como lo hago yo, es que no [se vea] como una humillación». Zweig a Martin Buber, 24 de enero de 1917, Gesammelte Werke, vol. 4, pp. 349s. 7. Creo que si leemos con cuidado Esdras y Nehemías, no niegan esto; pero explicar eso no es lo que me ocupa aquí. Ese es un tema sobre el que Daniel Smith de esta universidad sabe más que lo que jamás aspiraría a saber yo. Jeremías, Ezequiel, el profeta del Cánticos del Siervo, Esdras, Nehemías, cada uno de ellos tiene su perspectiva particular única. No estoy convencido de que el «segundo Isaías» sea una excepción a esta regla, como sugirió alguien en el evento celebrado en LMU. 8. Gesammelte Werke, vol. 4 (Frankfurt: S. Fischer, 1982); traducción al inglés por Eden y Cedar Paul (New York: Seltzer, 1922). 9. El texto de Yoder alterna renglones en alemán (en metro y rima de poesía) con la traducción inglesa. La presente traducción al español es del texto inglés de la ponencia de Yoder. —D.B. 10. Es importante decir que al final la selección fue hecha por la comunidad. Es mucho más habitual remitirse a «rabinos» o a «sacerdotes»; pero también tuvieron que ver escribas y sabios, cada uno en el papel que le correspondía. Sin embargo la aportación de cada cual sólo tiene sentido gracias a la viabilidad e integridad de la comunidad como un todo. 11. En términos etimológicos ambos términos, el uno hebreo y el otro griego, significan sencillamente «dispersión». Los que mantienen viva una sensación de nostalgia por el pasado de la religión estatal con la dinastía de David, verán esa dispersión como algo negativo, como «exilio» o «destierro». Jeremías lo veía como misión. (La forma griega del término incluye la idea de siembra.) Los judíos habían sido esparcidos para identificar su propio bienestar con el de los lugares donde iban a parar, para echar raíces donde habían sido sembrados. 12. Podríamos comparar esto con cómo los estadounidenses blancos han reconocido el poder de las canciones espirituales y de los blues, contribuyendo así a la viabilidad y la autoestima de los afroamericanos. 13. Cf. Lance M. Wills, The Jew in the Court of the Pagan King: Ancient Jewish Court Legends (Minneapolis: Fortress, 1990). Desafortunadamente, Wills limita su análisis al nivel literario. No se pregunta qué clase de vida de comunidad representan y refuerzan estas leyendas, ni qué concepción del Dios de la historia. 14. Como con la historia de Babel, mi interés aquí no reside en probar la historicidad de estos relatos. Lo que me ocupa es describir la postura de fidelidad bajo presión, en cuanto contribuye a cómo una comunidad se ve a sí misma. Cuanto menos estas historias de héroes hebreos en cortes paganas sean «históricas» en el sentido moderno de documentación incontestable de haber «sucedido de verdad», tanto más válidas resultan como testimonio de cómo el pueblo de la misión de Jeremías entendía y vivía su existencia y razón de ser. Parte de la historia de Tobías sigue este mismo patrón. 15. Jonathan Z. Smith emplea una cuadrícula de «local/no local»; ver Smith, Map Is Not Territory: Studies in the History of Religions (Leiden: Brill, 1978). Otras religiones, sean tribales y tradicionales o imperiales, sitúan a Dios geográficamente. Los judíos sirven a su Dios en todas partes. Podríamos debatir cuál es la causa y cuál el efecto en cuanto a esta observación; el hecho de que esto es esencial y define la fe judía no admite discusión. 16. Lo mismo se puede decir del papel centralizado del Gaon, una especie de rabino principal. Su autoridad era grande pero se la ganaba a pulso, en un entorno carente de autoridad sagrada central ni nombramiento imperial. 17. Cf. las notas 13ss. La cuestión de «historicidad» a investigar en estas narraciones no deberían centrarse en la cuestión de si de verdad existió Ester ni cuándo vivió Daniel, sino en el contexto de las vidas donde leer y releer estas historias en las sinagogas conectaba con la realidad de los que vivían en diáspora. Estas experiencias no tenían que ver solamente con las cortes de los reyes; también tenemos las historias de Tobías y Susana. 18. Jacob Neusner, en Methods and Meaning in Ancient Judaism (Missoula: Scholars Press, 1979), p. 151, cita la descripción de Jonathan Smith para opinar que esta cualidad atípica define la estructura mental interna de la Mishnah. Sin embargo sería un error historiográfico pensar que primero surgió en los siglos II y III de nuestra era. Surgió en la era de Jeremías. Lo que sucedió después de Bar Kojba fue que desaparecieron las alternativas, y la visión jeremíaca se expandió hasta ocupar todo el espacio del judaísmo. 19. («La ética a partir de Babel».) Boston: Beacon Press, 1988. Cf. “Review Symposium,” Theology Today 46, no. 1 (abril de 1990): 55-73. 20. Cf. mi ensayo “On Not Being in Charge” (más adelante, n.36). Cf. también otro aspecto de la conversación con Jeffrey Stout en mi “Beyond Babel” en el número de abril de 1996 de Journal of Religious Ethics. 21. Nunca queda del todo claro si para Stout el reto al que pretende hacer frente con «Babel» es el sentido moderno de pérdida de un discurso común o bien un rasgo de la condición humana que nos viene ya desde la prehistoria. Casi siempre lo que tiene en mente parece ser lo primero, pero Stout no manifiesta ningún interés en analizar si el pluralismo suscitado por la existencia de comunidades particulares fue un problema antes de la modernidad. 22. «Canónico» es un término que se emplea aquí para indicar que si queremos saber lo que un término significaría a la larga, es útil leer primero aquel texto que hubo sido recibido por los que lo conservaron. Esto no significa un desaire de las disciplinas de hermenéutica o investigación histórica, que busquen discernir o proyectar una comprensión más detallada de cómo es que un texto llegó a tener su forma presente, o «qué fue lo que pasó realmente» para que surgieran las leyendas. 23. Aunque el capítulo 10 trae una colección complicada de nombres y lugares, sólo abarca tres generaciones. Los versículos 5, 20 y 31 se anticipan a la narración de Babel describiendo ya la existencia de una multiplicidad de idiomas y naciones. Claus Westermann (Genesis 1-11 [Minneapolis: Augsburg, 1984], pp. 531ss.) enumera cómo todos los elementos de la historia de Babel ya vienen prefigurados por otros materiales legendarios en Asia de la antigüedad; una etiología para el nombre «Babel», una etiología para la diversidad de idiomas, una etiología para la situación geográfica de las diversas naciones; una etiología para las ruinas de una torre. Brueggemann (Genesis [Atlanta: John Knox, 1982], pp. 97ss.) sostiene que sumar todos esos ingredientes no agota el mensaje del texto. 24. Más tarde los intérpretes y arqueólogos, calculando que el zigurat era un tipo de templo, han visto aquí la descripción de los orígenes de algún culto específicamente pagano. Nuestra historia no dice eso. Que la estructura se proyectaba como capaz de llegar hasta el cielo es compatible con la visión de un único Dios verdadero que gobierna desde el cielo, idea que sostienen los diez capítulos anteriores y que también está presente en las leyendas del antiguo Oriente Próximo. La metáfora es monoteísta. Algunos lectores observan que aunque el ladrillo y el asfalto pudieron ser materiales aptos para estructuras normales, para hacer rascacielos hace falta construir en piedra. Duro mucho que eso fuera lo que quería enseñar nuestro autor. 25. La palabra acadia o babilónica «babili» se cree que significaba «Puerta de Dios», aunque hay lingüistas que lo disputan. En cualquier caso la etimología hebrea, que en Génesis 11,9 entiende que viene de «balal» (confundir), acaba por despistar al lector. Lo que pretendían los constructores de la torre era la unidad. La diversidad, que sólo se entiende como «confusión» si se postula la uniformidad como un desiderátum, había sido el propósito inicial de Dios y se estableció como consecuencia de la intervención correctora de Dios. 26. A la luz de la dispersión ya ordenada y cumplida en el capítulo 10, el proyecto de Babel toma un cariz expresamente conservador, a la defensiva, por restaurar la intención original de Dios. La gente que había emigrado a Sinar eran los descendientes de Nimrod (el primer «gran hombre», a saber qué quiere decir eso), hijo de Cus (cuyos descendientes fueron principalmente a África), hijo de Cam. La relación de este pasaje, Gn 11,1ss., con el capítulo 10 es como la de Gn 2,4ss. con 1,1-2,3; toma como punto de partida la narración más generalizada anterior, para contar en mayor detalle un fragmento de aquella historia. 27. Lo que hace William Schweiker con Babel en su ensayo “Power and the Agency of God” (Theology Today 52, no. 2 [julio de 1995] es un buen ejemplo de la tentación de los intelectuales estadounidenses a apelar al material bíblico como prototípico de cualquier cosa que estén intentando promover, saltándose sin pensárselo todas las disciplinas históricas y lingüísticas.
Y sin embargo muy poco de lo que a Schweiker le parece que «sobresale» o que es «obvio» necesita de Babel para poder tener sentido, ni tiene que ver con la dispersión. En su confianza en que la Biblia es una mina de conexiones a mano para cualquiera que quiera valerse de sus historias, Schweiker es típico de la confianza de nuestra era de que la antigüedad sea extremadamente sencilla de entender. Otro ejemplo de esa confianza sería Reinhold Niebuhr, Beyond Tragedy (New York: Scribners, 1937), pp. 27-46. 28. Algo de esta noción de la irritación iracunda y punitiva de Dios se ve en los comentarios de Westermann. Uno de los lugares donde surge este sesgo con mayor facilidad es las interpretaciones cristianas hechas del relato de Pentecostés escrito por Lucas. Pero su omnipresencia en la historia se hace visible también en el ensayo de Stephan Zweig sobre la historia de Babel: “Der Turm zu Babel”, Gesammelte Werke; Die Schaflose Welt [1931], pp. 68ss.). 29. La dispersión posterior a Babilonia (en la era de Jeremías) pudo ser vista como un castigo por algunos historiadores hebreos, pero no hay nada en el texto que ponga eso acerca de la primera dispersión desde Babel. 30. Cf. Bernard Anderson, “The Bable Story: Paradigm of Human Unity and Diversity”, en Ethnicity, Concilium, ed. Andrew Greeley y Gregory Baum (New York: Seabury/Crossroad, 1977). Uno de los movimientos de pensadores que en la última generación han aportado a recuperar esta visión afirmativa de la diversidad multicultural fue la de los que desarrollaron en el protestantismo teorías de crecimiento de iglesias. El comentario de Brueggemann también apoya esta manera de entender el tema. 31. Hay lugar para afinar bastante el debate historiográfico sobre qué proporción de los habitantes del entonces territorio de Judá fueron llevados cautivos a exilio y qué clase de vestigios de vida judía pudieron permanecer en la tierra de Israel. Lo que importa para nuestros efectos es que el protagonismo de nuestra historia pasó en aquella generación a Babilonia —aunque una parte importante del pueblo no. 32. La opinión generalizada de los eruditos hoy día respecto al sesgo editorial de los «historiadores deuteronomistas», es que lo que motivó que se pusiera por escrito la historia entera de la monarquía israelita, fue demostrar de quién era la culpa del exilio. Pero el hecho de que ese pasado hubiera estado plagado de infidelidad no es motivo para que la misión a Babilonia no se pudiera ver como misión. Lo único que hace es intensificar lo que ya hemos observado de la ambivalencia moral con respecto a la monarquía. 33. Los falsos profetas son Hananías en el capítulo 28; Acab y Sedequías en 29,15 y 21; Semaías en 29,24ss. De Semaías se dice que rechazó el mensaje de Jeremías cuando fue entregado. 34. Jeremías 29,7. Cf mi descripción previa de esta visión en mi ensayo: “Exodus and Exile: Two Faces of Liberation”, Crosscurrents (otoño de 1973): 297-309. Últimamente ha sido tratado con creatividad en la obra de Daniel Boyarin. 35. Algunos resúmenes recientes de la cuestión ponen en evidencia que han variado muy poco las posturas en un siglo. David G. Hunter, “The Christian and the Roman Army in the First Three Centuries”, en The Church’s Peace Witness, ed. Marlin E. Miller y Barbara Nelson Gingerich (Grand Rapids: Eerdmans, 1994), pp. 161-81, hizo un repaso de la literatura, como ya había hecho anes en “A Decade of Research…”, Religious Studies Review 18, no. 2 (1992): 87-94. Ese título da a entender equívocamente que ha habido progreso en el debate erudito. Aunque Hunter hubiera echado mano de bibliografías más amplias como la de Peter Brock (The Military Question in the Early Church: A Select Bibliography of a Century’s Scholarship: 1888-1987, © P. Brock [Toronto, 1988] y la de David Scholer (Early Christian Attitudes to War and Military Service: A Selective Bibliography, Theological Students’ Fellowship Bulletin [septiembre/octubre de 1984]: 23s.) no hubiera tenido nada nuevo de qué informar. Desde que Thomas Clarkson publicó An Essay on the Doctrines and Practice of the Early Chrsitians as They Relate to War (London: Hamilton, Adams and Co., 1832), no se ha hallado ninguna fuente nueva. 36. Los próximos párrafos van paralelos con mi ensayo titulado “On Not Being in Charge”, en War and Its Discontents: Pacifism and Quietism in the Abrahamic Traditions, ed. J. Patout Burns (Waschington, D.C.: Georgetown University Press, 1996), pp. 74-90. 37. Cf. la nota 41, más adelante. 38. El término «quietismo» fue introducido al estudio de St. Louis por el proceso de preparación del congreso en la Universidad de Washington. Acepté que el término era apto para señalar hacia la cuestión, aunque sigo cuestionando que esa calificación de la postura sea adecuada No es cierto que la única alternativa posible a la de hacerse cargo de toda la sociedad por la fuerza, sea la de «estarse quietos»; así como tampoco es cierto que la no violencia sea a priori una señal de debilidad. 39. Este adjetivo no figuraba en el vocabulario de judíos ni cristianos del siglo I d.C. Sin embargo viene a cuento para refutar la opinión expresada por M. Broyde en su ponencia en el simposio de St. Louis (acerca de los judíos) y (acerca de los cristianos) por numerosos historiadores (cf. las bibliografías de Scholer y de Hunter que ya hemos mencionado), a efectos de que la renuncia a la violencia característica de los primeros cristianos fue tan solamente una táctica momentánea, una técnica pragmática para la supervivencia, sin raíces en la espiritualidad ni en una forma concreta de entender cómo actúa Dios en la historia. 40. Esta convicción es la opuesta a la presuposición propia del constantinismo —y que habría sido impensable en el siglo I— de que es solamente si hay un rey cristiano que Dios puede impulsar la historia como quiere. 41. No es sólo que los macabeos y los zelotes a la larga fracasaran. Sus éxitos iniciales los condujo a volverse opresores y a guerras intestinas. No es porque fueran débiles sino por haber sido fuertes y haber tenido «éxito», que acabaron siendo presa de lo que alegaban haber derrotado. 42. Tan sólo hace falta observar que los libros de Macabeos no están en el canon hebreo. Esto es algo cuya importancia primero me señaló el rabino Stephen Schwarzschild. 43. Esta desatención a los rasgos judíos del cristianismo no es menor en obras de tendencia pacifista como las de Cadoux, Hornus, Bainton o Brock, que en las interpretaciones no pacifistas de Helgeland, Cunningham, Ryan, Swift, Johnson, etc. Cf. la nota 35. El término «investigación» que emplea Hunter en su título resulta engañoso. Casi todo el material que menciona Hunter es material muy antiguo y archiconocido. Los cristianos que están interesados en aprender del diálogo con el judaísmo, y los historiadores que escriben sobre la historia del pensamiento sobre la moralidad de la guerra, no parecen estar realizando sus investigaciones en un mismo mundo. 44. Cf. nota 35. Mi argumentación sobre esto ha sido publicada como “War as a Moral Problem in the Early Church”, en The Pacifist Impulse in Historical Perspective, ed. Harvey Dyck (Toronto: University of Toronto Press, 1996), pp. 90-110. 45. Cf. mi capítulo: “The Moral Axioms of the Sermon on the Mount”, en The Original Revolution (Scottdale, Pa.: Herald, 1972), además de mi resumen anterior del tema de esta parte de la presentación, que se cita en la nota 44. 46. Cf. mi capítulo “If Christ Is Truly Lord”, en The Original Revolution, pp. 52ss., ahora con un título nuevo: “Peace Without Eschatology?” en mi The Royal Priesthood: Essays Ecclesiological and Ecumenical, ed. G. Cartwright (Grand Rapids: Eerdmans, 1994), pp. 143ss. Algunos intérpretes enfatizan la idea de que el retraso de la parusía obligó a los cristianos de segunda o tercera generación a adoptar una nueva manera de entender las cosas. No existe ninguna evidencia de que ese cambio haya supuesto una diferencia en cuanto a sus actitudes acerca de la violencia. El talante judío de su pacifismo no dependía de una perspectiva apocalíptica en particular; y en cualquier caso, una perspectiva apocalíptica nunca estaría pendiente de que los hechos históricos la confirmasen o falsificasen. 47. Para el siglo IV, christos ya había pasado a ser un nombre propio. Por eso ni Constantino mismo ni su biógrafo Eusebio pudieron emplear ese título para referirse a él; sin embargo, si pensamos los conceptos de fondo, el término «mesianismo» es perfectamente aplicable a cómo Eusebio entiende el lugar de Constantino en la historia de la salvación. El masíaj, el «Ungido» es ese hombre que por intervención especial divina («unción») ha recibido el poder para inaugurar la siguiente fase de la historia de la salvación de Dios. Y eso es indiscutiblemente lo que Eusebio afirmó acerca de Constantino y su época. 48. Cuando no mucho después de mediados del siglo II algunos cristianos empezaron a participar de algún modo en el ejército de Roma, como está claro que algunos hicieron (aunque solamente lo sabemos por las palabras de los que escribieron opinando que no deberían hacerlo, y no hay forma de saber cuántos pudieron ser, ni en qué capacidad), no fue porque hubieran desarrollado una visión teocrática responsable para hacerse cargo de la historia o para controlar el destino del Imperio. Probablemente lo hicieron porque (en tiempo de paz, que era la condición que prevalecía en casi todo el Imperio en aquella época) ese empleo no exigía mucho y sus recompensas eran generosas; y sin molestarse por elaborar un análisis moral. 49. Que la comunidad de fe debería en toda justicia esperar acabar siendo una minoría dentro de un mundo más amplio es algo que afirman de diversas maneras Karl Rahner, Juan Luis Segundo, Goerge Lindbeck, Stanley Hauerwas y otros. 50. El término «sinagoga» aquí representa todo el conjunto de cambios sociales ya descritos más detalladamente hasta aquí. El judaísmo mesiánico del siglo I, que ahora conocemos como «cristianismo», tomó el relevo sin ningún cambio sustancial en cuanto a la estructura social y la manera de entender el mundo. Los «cristianos» (a quienes sería mucho más correcto durante sus primeras generaciones aplicar un término como «judíos mesiánicos») sólo impusieron el más leve de los cambios en su mayor apertura a no judíos y en la celebración de sus ágapes; pero el formato de la sinagoga como agrupación laica, centrada en los libros sagrados, gestionada localmente, permaneció en pie. Cuando esta forma tradicional de organizarse como sinagogas cayó bajo la sombra del clericalismo y el obispado, fue a todos los efectos una recaída a patrones propios del paganismo helenista y previos a la visión de Jeremías.. 51. La capital intelectual del judaísmo mundial siguió siendo Babilonia durante un milenio, a pesar de los diversos intentos de reconstituir un centro en la tierra de Judea o (posteriormente) en Galilea. Cuando aquí se fundaban escuelas era sobre la base de rabinos, entre ellos el gran Hillel, que venían enviados desde Babilonia. 52. La noción misma del canon es/fue un componente de la originalidad de la sinagoga. Todas las religiones principales tienen escrituras; pero hay algo más entre manos cuando el conjunto de textos que se consideran digno de copiar, leer formalmente y explicar con reverencia viene limitado por una decisión de la que se toma nota y que a partir de entonces funciona como una de las marcas de identidad de la comunidad. Es curioso que en la renovación reciente de interés (en ambientes académicos) en la noción de «canon», se presta más atención a la importancia de leer los textos de la Escritura unos a la luz de otros, que en las condiciones de la diáspora donde se dio en escoger esos textos para reconocerles un rango canónico. Esa noción se viene a definir en una situación social donde los textos empiezan a funcionar para crear identidad. En otras palabras: el sentido que tiene el «canon» no viene de cómo es que esos textos llegaron a existir (en cual caso lo que incumbe estudiar son cuestiones de autoría y exactitud) sino de cómo (y en qué situación social) los discípulos empezaron a dejarse guiar por esos textos (de manera que lo que nos incumbe estudiar es la diáspora). Aunque no profundiza en ello, este enfoque se halla entre las presuposiciones de Joseph Blenkinsopp, Prophecy and Canon (Notre Dame, Ind.: University of Notre Dame Press, 1977). 53. Más tarde afloraría, tanto en el judaísmo rabínico como en el catolicismo romano, la noción de una tradición segunda y privilegiada. Cuando eso sucede, el papel que se le atribuye es paradójico. Aunque reclama para sí la declaración oral como forma de penetrar más allá en la revelación (para poder así rodear y evitar el hecho de que la primera forma de texto, la escrita, no la autoriza), a la postre las cosas así reveladas van tomando forma como un segundo cuerpo de escrituras, llamadas (en el caso judío) «la Torah oral» aunque el caso es que se trata de documentos escritos —y en el caso católico, «la tradición oral». Este «otro canon» ha de convalidar a la vez las labores de un magisterio institucional que se arroga el monopolio para interpretar (por escrito) lo que (según alegan aunque no es necesario —de hecho es imposible— que lo puedan probar) les ha sido transmitido oralmente. 54. Este fue el término empleado por Stout (quien lo cogió de Lévi Strauss) para indicar su modestia acerca de la escala y fuerza de las conversaciones transcomunitarias. Volveré a esto más adelante. 55. A los judíos, de hecho, les gusta tanto la diversidad lingüística que tienden a desarrollar sus propias variantes adicionales. Los askenazíes de la Europa Oriental emplearon, y trajeron consigo a América y a Israel, su propia variante del alemán. Los sefardíes esparcidos por todo el mundo mediterráneo llevaron consigo su propia variante de un español arcaico. Pero el yiddish y el ladino o judesmo son sólo los casos más conocidos entre una gran variedad. Los muchos lugares y la diversidad de formas que tomó la interacción entre los judíos y las lenguas de los pueblos donde han vivido se reseñan en Herbert H. Paper, ed., Jewish Languages: Themes and Variations (Cambridge: Association for Jewish Studies, 1987) (debo a mi colega Michael Signer el conocimiento de este tomo). Como el cangrejo ermitaño, la cultura judía disfruta enormemente de su capacidad de sentirse en casa llevando a cuestas la concha de otra criatura. 56. «Sabiduría» es el término con que los críticos agrupan este tipo de literatura que es comprensible desde cualquier cultura y que no se refiere mucho a la historia sagrada. Para algunos modernos, la existencia de materiales sapienciales en el canon hebreo evidencia una relativización de la identidad particular de YHVH, «el Dios que actúa», de las historias de Abraham y de Moisés. Para los judíos que vivían la experiencia, sin embargo, el caso resulta todo lo contrario. Ellos apropiaron como suyos propios proverbios gentiles. Fueron ellos los que trajeron proverbios egipcios y mesopotámicos a Asia Menor y a Roma. 57. Sólo se menciona a Sesbasar en Esdras 1 y 5; Zorobabel está en Esdras, Nehemías, Hageo y Zacarías. James D. Newsome Jr., By the Waters of Babylon (Atlanta: John Knox, 1979), es uno de varios que han intentado construir una historia continua en torno a estos cuatro nombres. Sin embargo la conclusión es de que no hay nada que contar; no existe una narrativa que proceda desde allí. Newsome comete el error de pensar que «la Historia y Teología del Exilio» debería concluir al cabo de tres generaciones después del regreso a Judea, en lugar de reconocer que la diáspora has seguido existiendo continua, apropiada y fielmente, durante aproximadamente dos milenios y medio. Algo parecido sucede con Ralph Klein, Israel in Exile (Philadelphia: Fortress, 1979), que aunque procede con mucha creatividad a releer algunos de los textos escritos (o reelaborados) después de 587 a.C., padece de ceguera en cuanto a cómo esos mismos textos sirvieron como base para la identidad a largo plazo de la diáspora. Klein lee sus materiales de una manera extraña, contraria a los hechos, como si el «exilio» estaba destinado a terminar al cabo de tres generaciones y efectivamente en ese momento se acabó. 58. Los historiadores siempre han tenido dificultades con la relación entre estos dos relatos. Cada uno contiene una reconstrucción histórica diferente sobre más o menos la misma época, los mismos lugares, las mismas cuestiones y las mismas personas. La perspectiva que se cita aquí es la ofrecida por el Prof. Daniel Smith Christopher, uno de los que prepararon el congreso en Loyola Marymount y experto en la literatura del «exilio». 59. La mayoría del texto de Esdras trata con la politiquería que hubo que seguir para conseguir autorización imperial para reconstruir el templo. En 7,12 Esdras es llamado «Escriba de la ley del Dios del cielo». Para Artejerjes, esas palabras significaban: «Ministro de asuntos judíos». Era un cargo en el gabinete de gobierno del imperio pagano. 60. La frase: «¡El año que viene en Jerusalén!» ha sido parte del Seder durante mucho tiempo (según medimos el tiempo los gentiles) pero no tanto como los más de mil años que alega L. Hoffman. Durante su primer milenio de la diáspora los judíos no concluían su Pascua con esas palabras. Pero con o sin esas palabras exactas, los adoradores en ningún caso esperaban el cumplimiento inmediato que las palabras superficialmente parecerían dar a entender. 61. Tengo amigos judíos que respeto y que tienen un derecho que yo no tengo de opinar sobre la cuestión, que dicen que tampoco se ha cumplido satisfactoriamente con David Ben-Gurion ni Golda Meir ni Menajem Begin. 62. «Procurad la paz de la ciudad» es una traducción demasiado débil del mandamiento de Jeremías. Habría que traducirlo como: «Procurad la salvación de la cultura en la que Dios os ha puesto». La respuesta de José al hambre en Egipto, o el papel de Daniel en la reorganización del imperio en satrapías de dimensiones gobernables que efectuó Darío, representan prototípicamente el papel de los judíos como contribuyentes al bienestar secular, como bastante más que dedicarse solamente a sobrevivir como minoría. Como observador del siglo XX, tengo la impresión de que los judíos se retraen demasiado de hacer notar la importancia de sus contribuciones a la viabilidad y la calidad de muchas sociedades, seguramente por temor a provocar una nueva avalancha de antisemitismo. 63. Esto es lo que había de cierto en el movimiento de hace una generación que caracterizó la fe bíblica como «secular»; cf. Harvey Cox, Ronald Gregor Smyth y algunas líneas de Dietrich Bonhoeffer. El monoteísmo auténtico desmitifica un cosmos que de lo contrario pudiera parecer misterioso e incomprensible. 64. Es bien conocido cómo el antiguo mensaje hebreo fue predicado y cantado por los esclavos africanos en América y por sus descendientes. Otras formas de la cuestión, según las experiencias de otros pueblos, estuvieron representadas en el congreso en Loyola Marymount para el que se había solicitado la presente ponencia. |
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Copyright original en inglés © 1997 Wm. B. eerdmans Co. Traducción con permiso para difusión en www.menonitas.org © 2007 Dionisio Byler |