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La ir/relevancia de la iglesia en la sociedad
Al pensar en este tema concreto he de confesar que me siento algo abrumado. Vienen a mi mente muchas más preguntas que respuestas. Por ejemplo, ¿qué define qué y cómo se es relevante? y ¿quién lo define? Durante siglos la iglesia ha hablado acerca de su propio testimonio, de su supuesta relevancia, pero lo ha hecho desde una posición de poder, dominando el diálogo con el «otro». Ese tiempo hace mucho que ha acabado. La iglesia del s. XXI no es sino un interlocutor más en la mesa de contertulios, si es que acaso es invitada. ¿Significa esto que ya no es relevante porque no se la invita a dar su opinión, sesgada e incompleta como todas las demás voces en la sociedad? ¿Significa entonces que no aparecer en los medios de comunicación es igual a no relevante? Como veis, hay mucho que definir antes de poder hablar de común acuerdo acerca de este tema, tan crítico como necesario, para la vida de las comunidades de fe aquí reunidas, que de alguna manera luchamos por ser agentes de transformación en el mundo que nos ha tocado vivir. [Situación social del ponente: no pertenezco a ningún Consejo Evangélico autonómico ni lidero ninguna denominación. Tan solo soy coordinador de un proyecto de establecimiento de nuevas iglesias domésticas en la zona noroeste de Madrid, con comunidades pequeñas en varios pueblos de la región. Mi visión es, por tanto, parcial, sesgada, influida por la coyuntura presente y coloreada por dónde me encuentro en mi discurrir teológico sobre este tema, en proceso]. Pero hablemos de definiciones. El adjetivo relevante deriva de un participio deponente en latín (relevans, relevantis) que se traduce por algo así como «que se eleva o se yergue intensamente», es decir, que «destaca» o «sobresale». Este a su vez viene del verbo relevare, que significa «levantar», «erguir» «enderezar», con el prefijo intensivo re. Podríamos por tanto comenzar preguntándonos si la Iglesia se «eleva o yergue intensamente» en su servicio hacia la sociedad, un servicio que no se limita a la diaconía, la evangelización, sino que alcanza también áreas que denominaríamos proféticas, es decir, donde la comunidad de fe habla por los que no tienen voz, denuncia los males de la sociedad y apunta a una acción alternativa basada en las enseñanzas de su Mesías Jesús. Pero, aún con todo, esto no resuelve la pregunta más urgente: ¿de qué iglesia estamos hablando? ¿Puede alguien hablar en nombre de la Iglesia de todos los tiempos o incluso de la presente y elevarse como representante omnímodo? Desde luego que no, sería algo impropio y deshonesto, pues ni sabemos a ciencia cierta porqué la iglesia actuó de la forma que lo hizo en el pasado ni estábamos allí para comprobar fehacientemente que lo que se cuenta fue exactamente así como se dice. Pero tampoco se nos pide eso. «Basta a cada día su afán». Ciertamente podemos aprender preciosas lecciones de la historia antigua, pues sabemos que los que ignoran su historia seguramente están abocados a repetir los errores pasados, pero de nuevo se trata de ser más concretos. ¿Puede alguien hablar hoy con conocimiento de causa acerca de la «iglesia del siglo XXI»? Tenemos personas en posiciones de liderazgo que representan ante estamentos civiles y políticos a las diversas denominaciones que existen en España, pero eso no significa que conozcan la realidad de las comunidades en el día a día. No, eso nos toca a cada uno de nosotros, y no solo a los líderes, sino a todos, incluyendo los miembros de a pie, pues la petición «que tu nombre sea santificado» la decimos todos, pues todos participamos de ese testimonio veraz acerca de quién es el Dios a quien servimos en nuestro convivir diario. Y aún con todo, por mucho que queramos cerrar el círculo, nos falta un elemento fundamental que hemos de preguntarnos. ¿Quién define —a fin de cuentas— si la iglesia es relevante, si se yergue de forma convincente frente a los desafíos de la sociedad a la que pertenece? Me parecería muy osado afirmar que es tarea de la iglesia decidir sobre tal asunto. ¿Es acaso entonces la mal llamada «sociedad secular» la que debe poner nota a la iglesia? ¿podemos arrojar algo de luz en todo este asunto? 1. El problema de la irrelevancia Es fácil acogerse al complejo típico de inferioridad del cristianismo evangélico moderno y sentirse irrelevante frente a lo que supone la sociedad actual. No solo somos un número insignificante de creyentes (¿quizás un 0,4-0,6% de la población?) [1], sino que además —por historia— hemos sido marginados de las grandes instituciones de la sociedad, por más que insignes próceres de la fe hayan llevado a cabo grandes contribuciones a nivel educativo, social durante la «segunda reforma» (Vilar, 1994) o que comunidades de fe hayan ayudado en momentos de grandes calamidades en el país (Hartzler, 2012), por muy desconocidas que están sean para el gran público e incluso para la mayoría de los miembros de nuestras comunidades de fe hoy día. a. Una dosis de realismo Además, muchas de nuestras congregaciones son relativamente jóvenes y apenas alcanzan los 20-30 miembros, con lo que ese posible «peso social» queda muy alejado de la realidad. El que os habla coordina un equipo de obra pionera que está estableciendo iglesias en casa en la región del noroeste de la Comunidad de Madrid y conoce bien el relativo poco peso social de las comunidades establecidas. La falta de visibilidad social conlleva ese aspecto problemático de la irrelevancia, la iglesia no se «yergue» de forma clara en medio de la sociedad, sino que convive con la sociedad de forma casi invisible [2]. Esta opinión, me parece a mí, describe bien la realidad de muchas de las comunidades de fe a las que pertenecemos, que apenas tienen fuerza para mantenerse a flote sufragando sus locales de culto —poco atractivos en la mayoría de los casos— y en algunos contados casos a sus pastores. Este aspecto de la marginalidad del movimiento evangélico español ha jugado un papel doble, a saber: primeramente, que las circunstancias no han permitido que floreciera una identidad cristiana (evangélica/protestante) española asentada, sino que esta ha optado por hacerse un hueco a nivel local, ya que los esfuerzos por aunar a todas las denominaciones en un solo cuerpo institucional solo han funcionado a nivel de representatividad, pero no en la realidad cotidiana, en extremo polarizada tanto a nivel de doctrina como de personalismo de los líderes locales. En segundo lugar, esta marginalización se ha convertido en una auto-marginalización bien recibida, pues a menor exposición pública las diferentes comunidades no han tenido que desarrollar músculo en la defensa de postulados conflictivos en el debate público, a saber: los asuntos éticos y morales, la política, la esfera de lo social, etc., de forma que nos hemos contentado con dejar que las pocas estructuras comunes (consejos evangélicos autonómicos, liderazgos denominacionales, etc.) hagan la labor de pensar y presentar un frente común en este sentido sin mayor esfuerzo por nuestra parte. Esto es cómodo, pero a la vez conlleva un renegar de lo público como el lugar común donde se dialoga sobre lo cotidiano, sin tratar de pontificar, sino en verdadero diálogo con la sociedad. b. Un concepto de iglesia Hemos de volver al punto de origen. ¿Hablamos de la Iglesia como institución denominacional, de la congregación local con todas sus limitaciones y oportunidades o de ambas realidades? No creo que sea objetivo de esta ponencia definir los términos, sino alumbrar un camino, apuntar hacia una posible dirección, poner en palabras audibles lo que quizás ya muchos hemos estado rumiando por tiempo pero que quizás no hemos tenido oportunidad de compartir en un grupo de diálogo. Lo más importante que nos podemos llevar de esta ponencia no es lo que el ponente afirme, sino las conclusiones personales que podemos llevarnos cada uno para poner en práctica en el contexto allí donde hemos sido plantados. El tema de la ir/relevancia está fuertemente unido al concepto de iglesia. Por todo el mundo se está dando el fenómeno de las «mega-iglesias». Estas congregaciones son imponentes, reúnen miles de personas y tienen el atractivo de promover una visión positiva y dinámica de lo que significa ser seguidores de Jesús el Cristo en el s. XXI. Los cultos están planificados al milímetro y se parecen mucho a un buen concierto. La calidad de los músicos es altísima, las pausas, anuncios, presentaciones, vídeos, etc., todo está perfectamente enlazado y rezuma esa idea de que «para Dios solo vale hacer las cosas con excelencia». Esa realidad es atractiva, es más, se usa a menudo la imagen de Isaías 2 como soporte. Igual que se anuncia que las naciones son atraídas al monte Sion, así ahora deben ser atraídas a la iglesia, el nuevo monte de Dios. Allí acudirán para escuchar la Palabra de Dios (Barriger, 2014). Algunos han tratado, con mayor o menor éxito, de imitar este modelo en nuestro país a un coste personal que se me antoja alto y no siempre con los resultados esperados. No es que este país esté maldito o que no haya fe, sino que el modelo de comunidad ha de adaptarse al mundo que nos rodea. En este sentido estoy en total acuerdo con Lohfink (1999:7) cuando afirma que La historia de la convocación del pueblo de Dios, desde Abrahán hasta hoy, no ha acaecido nunca según un modelo. Ha sido el mismo Espíritu de Dios quien ha producido nuevas realidades en la iglesia, a menudo de modo totalmente sorprendente y contra todas las expectativas. Digo que concuerdo con su análisis porque demasiadas veces se ha puesto un excesivo énfasis en el modelo y no en la realidad que sustenta tal modelo. Creo que Dios no tiene porqué ajustarse a un modelo particular, sino que la historia en la que interviene es más dinámica y rica. No es tanto que el modelo sea relevante cuanto que para que la «esencia» del evangelio sea relevante se ha de mostrar históricamente de forma concreta, respondiendo a las coyunturas sociales y existenciales en las que se comunica el mensaje. Creo que el concepto anabaptista de la iglesia se muestra aquí no solo relevante, sino fiel a lo que aprendemos en la Escritura. La comunidad primitiva, de todo el legado antiguo que tenía a su disposición eligió varias imágenes que querían expresar una idea clara: la interrelación de todos sus miembros en un cuerpo social vivo y dinámico, donde todos participan y son tenidos en cuenta: una comunidad. Me voy a fijar concretamente en dos imágenes: la familia/casa de Dios y la iglesia. i. Familia/casa de Dios (οἷκος τοῦ θεοῦ) Llama la atención que la comunidad primitiva eligiera para sí el lenguaje filial para definir sus relaciones. Tenía otros registros a su alcance: el lenguaje de los filósofos (Engberg-Pedersen, 2000), el de las relaciones de sociedades profesionales (Sampley, 1980), y otras muchas más. Pero eligió llamarse «hermanos y hermanas», «hijos de un mismo Padre» (Hellerman, 2001), seguramente porque el mismo Jesús había sido el primero en usar este lenguaje filial (cf. Marcos 3:31-35; 9:29-31). Una nueva familia donde todos viven ahora como hermanos y hermanas, tienen madres e hijos en abundancia, pero donde solo Dios toma el papel de Padre, es decir, de autoridad, responsabilidad y cuidado últimos sobre la familia y donde Jesús el Cristo aparece como hermano mayor. Este uso del lenguaje de la familia subrogada es importante y destaca el valor de las relaciones humanas y sobre todo del amor sincero, no jerárquico. La imagen destila ese sabor a lo filial, las relaciones de parentesco que se basan en el amor, en el servicio mutuo y en el pensar en el bienestar del otro que a la vez es uno mismo (de ahí las numerosas admoniciones a lo mutuo: «unos a los otros»; ἀλλήλους). Pero no es la única imagen. ii. La iglesia de Dios (ἑκκλησία τοῦ θεοῦ), cuerpo de Cristo Pablo usa para esta imagen el lenguaje derivado de la asamblea de los ciudadanos libres de la polis griega a la vez que lo une de forma libre con la congregación hebrea (qahal). La imagen de la ciudad griega se entendía de forma orgánica, es decir, que era la convivencia de los ciudadanos libres en la que todos funcionaban según sus oficios y gremios para buscar el bien y la armonía de la ciudad, y para ello se usaba la metáfora del cuerpo. Con todo, esta estructura era jerárquica, pues dejaba a un lado a los esclavos y a los estratos inferiores, dando mayor importancia a los poderosos. Por eso Pablo, al adoptar tal lenguaje en su correspondencia con las comunidades seguidoras de Cristo a lo largo del imperio, se quiere asegurar de que esta nueva sociedad según el Mesías no funcione totalmente según el modelo grecorromano donde el honor era la clave de su existencia. En la comunidad cristiana se da más honor al que aparentemente le falta (1 Corintios 12), compensando así la mentalidad jerárquica y movida por el honor que plagaba la sociedad grecorromana y dejaba de lado a los destituidos. La iglesia es relevante en este aspecto porque se levanta contra la esclavitud de lo honorable y presenta un modelo alternativo que es abierto, amable con el débil y que testifica en voz alta acerca de la novedad de vida que deviene con la resurrección de Jesús. Esta imagen me parece no solo sugerente, sino que hay que recuperarla de forma inmediata. Hemos hablado y disertado hasta la saciedad sobre el concepto del sacerdocio de todos los creyentes, pero en la práctica hemos vuelto a crear tipos de ethos o conductas, uno para los líderes y otro para los miembros, como si el don o ministerio ejercido en la comunidad fuera patrimonio de los más espirituales y el resto tuviera como propósito el sentarse y disfrutar del viaje. La imagen de la iglesia como cuerpo vivo nos impele a poner todo lo que somos en aras del avance y la proclamación de la nueva realidad que se da con la resurrección de Jesús: la posibilidad de pertenecer al reinado de Dios en la vida diaria, no solo como posibilidad futura. Todos cuentan porque todos tienen honor en la comunidad y por ende algo que aportar. No hay jerarquías, tan solo servicio impelido por el amor del bien común. Esta es la base del idealismo cristiano. Estas dos imágenes son esenciales cuando hablamos de que la iglesia ha de ser relevante, tanto por sí misma como comunidad del reino como en su papel en la sociedad en la que vive. Pero para que ambas se entiendan y vivan de forma coherente se necesita amplitud de miras y un cambio de pensamiento. c. La iglesia en medio del cambio El problema de la irrelevancia en la sociedad no para solo en esa invisibilidad que parece atenazar a las comunidades de fe a las que pertenecemos. Hay algo más importante, si cabe, que debemos tratar. Y es que la iglesia que no está dispuesta al cambio se vuelve invisible (Barriger, 2014). Nuestros ojos están diseñados de tal manera que lo que tenemos enfrente, si no se mueve o cambia, deja de ser percibido con el tiempo. Puede que seamos comunidades pequeñas, pero si no estamos dispuestos al cambio nos volveremos totalmente invisibles, no solo irrelevantes. Como se ha afirmado, «la iglesia está siempre a una generación de desaparecer». Si la iglesia no se multiplica, por muy relevante que sea en su entorno, dejará de ser vital, puede que ejerza un papel sobresaliente en algunos aspectos de la sociedad (ayuda social, política, educación, etc.), pero habrá dejado de ser iglesia para convertirse en grupo social sin más, cohesionado alrededor de su actividad, pero no ya como cuerpo de Cristo funcionando como familia subrogada donde hermanos y hermanas comparten más que una tarea común, sino un Señor y una fe [3]. ¿Por qué digo esto? Porque una iglesia que no es capaz de llegar a la siguiente generación, esto es, a los jóvenes, se verá abocada a un envejecimiento prematuro. Esto de la «zona de influencia» de la que habla FEREDE y que infla los números de creyentes en España no sirve de consuelo. Si la iglesia no sabe llegar a la siguiente generación y traspasar la misión y la visión a los jóvenes, vivirá de prestado, pues no estará en condiciones de asomar la cabeza —en otras palabras, erguirse— para otear el horizonte y ver dónde se mueve el Espíritu de Dios. Dejadme que comparta un ejemplo personal. Aunque el hecho de comenzar una obra pionera nos da la capacidad de cambiar de forma rápida, lo cierto es que no nos es fácil hacer de la «gran congregación» un lugar donde los jóvenes se sienten «en casa». Haz la prueba de preguntar a los jóvenes que se sinceren en cuanto a los cultos dominicales y a los programas que llevamos a cabo. Personalmente aprendo mucho de sus percepciones y me doy cuenta de cuán lejos estamos a veces de su forma de pensar. Para muchos de ellos —y soy consciente de que mi caso no tiene porqué representar al de nadie aquí presente— el culto es excesivamente largo, a veces ininteligible, la música lenta y en general con poco enganche para una generación acostumbrada a imágenes rápidas y transiciones de vértigo. Nuestra zona de influencia en los pueblos de alrededor es mayormente con los jóvenes (que nunca han asistido a una iglesia evangélica), pero nos cuesta mucho que asistan a la celebración mensual del domingo y prefieren reunirse en su grupo pequeño donde pueden quedarse charlando hasta altas horas de la madrugada sin tener que escuchar una larga perorata de versículos e ideas más o menos hiladas que poco o nada tiene que ver con su vida cotidiana. ¿Qué podemos hacer para que los jóvenes, estas «nuevas generaciones», no solo se suban al carro, sino que sientan que pueden tirar de él en un no lejano futuro? Yo creo que la siguiente generación realmente quiere comprometerse a edificar la iglesia, pero ha de hacerlo en colaboración y con la bendición de la «vieja» generación, sin imponerle formas ni fórmulas, sino enseñándoles en la compleja tarea de «escuchar del Espíritu» [4]. No estoy seguro de cuál será la forma que ha de tomar, pero sí que sé que, si se les da la oportunidad, cuando quieran y se sientan preparados, van a colaborar de forma activa. Este es el dibujo de un joven a quien pregunté acerca de cuál era su visión de la iglesia. Como veis, no faltan ganas de involucrarse; el tema es cómo. 2. La carga de ser relevantes todo el tiempo Lo digo para que quede claro desde un principio: la iglesia no puede pretender ser relevante todo el tiempo y en todo lugar. Se trata de un cuerpo social orgánico que pasa por transiciones, que aprende con las diversas situaciones que atraviesa y que se desarrolla más o menos lentamente al ritmo que todo lo demás. Negar este aspecto me parece un error básico, sería pecar de orgullo cuando la historia nos demuestra que en ocasiones la iglesia ha servido tanto para confirmar el statu quo injusto como agente de transformación. Ha sido tanto víctima como verdugo, aunque tiene un Señor donde mirarse para volver a tener un rostro humano y que, si puede ser, se parezca al rostro de Cristo. Pero lo contrario también es cierto: la iglesia no puede ser irrelevante todo el tiempo. No hemos sido llamados a la irrelevancia, sino a dar testimonio de aquel que ha resucitado de los muertos (Hechos 1:22) aunque a la iglesia, por parafrasear al malogrado Keith Green, «le cueste a veces levantarse de la cama». Como he comentado antes, esa supuesta carga por ser relevantes lleva a muchas comunidades a embarcarse en aventuras para las que no me parece que están bien preparadas. No es que la visión no sea sincera, sino que en aras de ser relevantes puede que se acojan a modelos que no son específicos para la cultura matriz en la que nos encontramos. Os pongo un ejemplo personal para que se entienda. Annette (mi esposa) y yo, allá por el año 2005 tuvimos una visión clara de empezar algo en la sierra de Madrid donde se habían establecido muy pocas iglesias. Todo empezó con un grupo casero de estudio bíblico con unos estudiantes del seminario y una pareja vecina de la urbanización donde vivimos. De ahí crecimos un poco y se nos animó a pensar en alcanzar una zona geográfica determinada. En nuestro caso aglutinaba unos 24 pueblos, esparcidos en un radio de unos 70 kilómetros. Allí empezamos recorriendo los pueblos, entrevistando, orando, buscando ser relevantes en ese entorno. La estructura que nos dimos fue la de iglesias domésticas como mejor forma de alcanzar una población extensa en pueblos difícilmente conectados entre sí a menos que uno tenga vehículo propio. Hemos cometido muchos fallos, doce años dan para mucho, pero aún no hemos encontrado una forma de ser más relevantes que haciendo lo que hasta ahora hacemos, por muy lenta que sea la tarea. Ni tenemos en la congregación a la gente que hemos elegido ni se trata de la «iglesia de mis sueños», pero sí que vemos a personas transformadas por la gracia de Dios y a otras que después de cierto tiempo se quedan en la puerta, porque deciden no pertenecer. Han contado el precio de seguir a Jesús y les parece caro o ilógico o bien aún no lo entienden bien, o es que no se identifican con nosotros. Nada más se puede hacer. Si preguntas a la gente de más allá de 50 metros a la redonda, no tienen ni idea de qué hacemos ni de quiénes somos, pero para los que deciden acercarse y quedarse con nosotros, nuestra pequeña comunidad les significa todo un mundo, una familia que cuida y que se interesa por sus problemas diarios y que se apoya de forma sincera. Así es el mundo global en el que nos movemos; para unos tal cantante o tal equipo de fútbol les supone lo más glorioso que hay en la vida, su fuente de gozo y/o frustración, pero el vecino de al lado ni siquiera ha escuchado sus canciones ni le gusta ver deporte. ¿Significa eso que no son relevantes? Si se busca la visibilidad por la visibilidad podemos caer rápidamente en el abatimiento, pero no creo que sea a eso a lo que estamos llamados. Hay algo así como la «tiranía de la imagen», es decir, tratar de mostrar a la sociedad una imagen amable, dinámica de la iglesia, pero creo que hay que empezar por vivir esa realidad. La tiranía de los «selfies» no es tarea de la iglesia. Esta ha de hacer el bien sin preocuparse de los resultados o el alcance de sus acciones. Eso sería poner el énfasis en la imagen y no en la tarea en sí. En el libro de los Hechos veo un patrón que me llama la atención. Como sabemos el libro se estructura de forma geográfica en torno al envío de Jesús —una vez recibido el Espíritu santo— de ser «testigos de mí en Jerusalén, y en toda Judea y Samaria y hasta el final de la tierra» (Hch 1:8). Estas personas que han vivido en lo escondido a causa de su temor se ven ahora impelidos por el Espíritu de Dios a proclamar las bondades de Dios. No aspiran a ser poderosos ni una sociedad que tumbe el statu quo imperante; tan solo comparten lo que tienen (Hechos 3:1-10). Pedro y Juan subían juntos al Templo a la hora novena, que era la de la oración. 2 Había un hombre, cojo de nacimiento, que era llevado y dejado cada día a la puerta del Templo que se llama la Hermosa, para que pidiera limosna a los que entraban en el Templo. 3 Este, cuando vio a Pedro y a Juan que iban a entrar en el Templo, les rogaba que le dieran limosna. 4 Pedro, con Juan, fijando en él los ojos, le dijo: —Míranos. 5 Entonces él los miró atento, esperando recibir de ellos algo. 6 Pero Pedro dijo: —No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda. 7 Entonces lo tomó por la mano derecha y lo levantó. Al instante se le afirmaron los pies y tobillos; 8 y saltando, se puso en pie y anduvo; y entró con ellos en el Templo, andando, saltando y alabando a Dios. 9 Todo el pueblo lo vio andar y alabar a Dios. 10 Y lo reconocían que era el que se sentaba a pedir limosna a la puerta del Templo, la Hermosa; y se llenaron de asombro y espanto por lo que le había sucedido. Llama la atención la sobriedad del relato y la sinceridad de Pedro. Es consciente de que no pertenece a una comunidad sobrada de recursos materiales. Ya Jesús les había instado a vivir de forma sencilla, en dependencia de otros, pero es que ahora lo que tienen que ofrecer va mucho más allá de una limosna que deje contento al lisiado: se trata de volverle a la vida socialmente, de darle la dignidad que las circunstancias vividas le han robado. Pedro no está buscando notoriedad, sino ser canal de la bendición recibida y el resultado no es solo la curación del enfermo/marginado, sino que «todo el pueblo» es testigo de ello (v. 9). Este punto me parece del todo central a nuestra tarea. Hemos de hacer un diagnóstico justo de qué es lo que tenemos y qué es además lo que no tenemos. Embarcarnos en aventuras fuera de nuestra liga para intentar ser visibles puede que nos lleve a quemarnos y a un agotamiento que algunos ya conocen. Pero el problema está en diagnosticar correctamente: ¿qué es lo que sí tenemos? Tenemos la fe en Jesús el Mesías, en cuyo nombre podemos proclamar y traer bendición, cambio, prosperidad y dignidad a aquellos que las han perdido. Pedro no está preocupado por la notoriedad ni la visibilidad, pero a través de la buena obra/señal se da la oportunidad de testificar a un grupo mayor de personas. A propósito, con todo lo que Hechos tiene de relato idealista, este patrón de acción a favor de un individuo, ya sea de sanidad o de misericordia, o de cualquier forma de servicio real, tiene un efecto sobre la población local (cf. Hch 9:32-34: Eneas; 9:36-43: Dorcas; etc.), que se asombra, que se abre entonces a escuchar el mensaje [5]. Y sin embargo tenemos otros casos como el de Pablo en Troas (Hch 20:7-12). Allí se nos menciona el caso del joven Eutico, que por no poder escuchar más el largo discurrir de Pablo, se tiró -digo se cayó- de la ventana y fue levantado vivo. Nada se nos dice de la repercusión de tal hecho en la región, tan solo que el pobre Eutico, plenamente rehecho, ¡tuvo que escuchar a Pablo hasta el alba! No siempre hay repercusión social en lo que hacemos, pues no trabajamos para eso, sino para vivir la vida abundante de forma realista. Ya se encargará Dios de darnos las alternativas cuando fuere tiempo. 3. Una llamada a pensar de forma creativa: Buenas noticias En lo que sigue no quiero proponer un itinerario, como si un modelo valiera para todos, porque no creo en absoluto que esto sea correcto. Nos toca como grupo de iglesias y como comunidades locales, pensar acerca de lo que «el Espíritu dice a las iglesias». Esto me llama poderosamente la atención, que la iglesia de los Hecho pudiera, en el fragor de la discusión, reconocer la voz de Dios en sus decisiones, como vemos en Hechos 15 con el «concilio de Jerusalén». El libro de Apocalipsis en la sección de las cartas a las iglesias, resalta igualmente esta idea: «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias» (2:7.11.17.29; 3:6.13.22). «¡Es algo tan básico!», decimos, que muchas veces se da por sentado y la iglesia emprende su marcha sin ya pensar en lo básico, lo que forma el asiento sobre lo que ha de construir. Tomar tiempo para escuchar al Espíritu no es tiempo perdido en lo etéreo, sino inversión en lo eterno. Personalmente es una de las áreas con las que más lucho. Me es muy fácil hablar de ello sin realmente ejercerlo, pero como dice Isaías 50:10-11: 10 ¿Quién de entre vosotros teme a Jehová y escucha la voz de su siervo? El que anda en tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de Jehová y apóyese en su Dios. 11 He aquí que todos vosotros encendéis fuego, os rodeáis de teas: pues andad a la luz de vuestro fuego y de las teas que encendisteis […] a. Recuperar al asombro: Dios quiere usarte, Dios quiere usarnos Escribió Tomás de Aquino: «El asombro es el deseo para el conocimiento» (L'Ecuyer, 2012). El asombro, esa capacidad de quedarnos anonadados frente a lo que sucede delante de nosotros es un elemento motivador de primera línea. Tristemente para muchos la iglesia se ha vuelto tan rutinaria, tan aburrida, que no es el asombro lo que hay que vencer, sino el bostezo, por más que los pastores nos esforcemos por tratar de animar a la membresía con sermones y presentaciones multimedia. Decía C.K. Chesterton que «Cuando muy niños, no necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de por sí bastante interesante. A un niño de siete años puede emocionarle que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un niño de tres años le emociona ya bastante que Perico abra la puerta». ¿Cuándo perdimos la capacidad para el asombro, me refiero a esperar más de Dios? ¿Cuándo fue que dejamos de creer que Dios podía usarnos de la misma forma que a los grandes personajes de la antigüedad o que las personas más cercanas a quienes admiramos? La buena nueva es que esa capacidad de asombro se puede recuperar porque Dios quiere contar con todos nosotros. Y quiere usarnos allí donde ya estamos. Recuperar la capacidad de saber que somos sacerdocio santo es más que citar algún texto bíblico con convicción; es saber que allí donde estamos está Dios de forma concreta porque su Espíritu nos habita y, sorpresa: quiere usarnos como canales de bendición para una sociedad en búsqueda de sentido. Dios nos ha dotado de dones para ser relevantes en este tiempo. Cuando recuperemos la capacidad de asombro nos daremos cuenta de que podemos trabajar en cualquiera de los dones que se citan en las varias listas del Nuevo Testamento, y me atrevo a afirmar que hay incluso más por descubrir, pues a medida que nos rendimos al Espíritu, se abren nuevas puertas y conoceremos más de lo que ya teníamos. No se trata de hacer más cosas para Dios o de «vivir con mayor heroísmo que otros contemporáneos o antepasados, sino el regalo sobreabundante […] Seguimiento de Jesús significa vislumbrar el milagro el Reino de Dios y, fascinado por el regalo de una nueva posibilidad de comunión humana, recorrer con radicalidad el camino de Jesús» (Lohfink, 1986). b. Una iglesia para un mundo necesitado: más allá del templo Hay una frase que se estila mucho estos días: «piensa globalmente, actúa localmente». Algunos de nuestros amigos la citan a menudo en relación a los negocios, la forma de comprar, relacionarse con los demás, etc. Creo que este lenguaje le conviene a la iglesia. Los que vivimos la realidad de una comunidad de fe pequeña corremos el peligro de creernos que lo que vivimos es todo lo que hay y por ende podemos deprimirnos de vez en cuando. Pero nuestra fuerza reside en que podemos ser relevantes en el cuerpo a cuerpo, en lo local, en el terreno en que nos movemos a diario. Una iglesia grande puede ser tentada a mirar hacia fuera, en sus relaciones institucionales e interdenominacionales y olvidarse de que vive también en lo local, en la calle concreta donde viven sus miembros y dejar de mirar a los pequeños problemas de la vida diaria. Su visión se ha elevado tanto que los muchos quehaceres no le dejan ver los árboles individuales. En varias de las fuentes consultadas en relación a la relevancia de la iglesia observo un énfasis desmesurado en cuanto a las actividades que giran en torno al local de la iglesia. Un local, el continente, que en la práctica se ha hecho con el todo, a modo de metonimia, de forma que la «iglesia» es ahora el local, las actividades y no los miembros individuales que forman la comunidad de fe que se reúnen en un edificio. No digo que esto no tenga sentido, pero me preocupa que se confundan los términos, por mucho que se diga lo contrario, y se espere que los miembros lleven a cabo su tarea desde el local o que se ponga todo el esfuerzo en ello. «La iglesia será tan relevante como lo sea la suma de sus miembros» y para ello hemos de entender que los cultos y las actividades conjuntas son solo una parte muy importante de la misma, pero no todo. La iglesia puede llegar a muy pocas personas el domingo por la mañana o el jueves por la tarde en su reunión de oración, pero está de alguna manera presente todos los días allí donde los miembros trabajan, estudian, hacen deporte y comen. Ambas realidades no son exclusivas, pero para que la iglesia sea relevante en nuestro contexto, hemos de recuperar el sentido bíblico de lo que es ser iglesia: una familia subrogada que se cuida y alimenta del mismo padre y que ejerce sus dones en el contexto y de la comunidad de fe, donde ejerce sus dones, pero también dentro de la polis donde está insertada para ser luz de las naciones, pues una lámpara no se puede ocultar bajo la cama sino que se coloca en lo alto y alumbra a los que necesitan dirección en la vida. Ambas realidades han de convivir y no me atrevo a dictar cuál es más importante o urgente. No se trata de un problema que solventar, sino de una tensión que hay que administrar de forma sabia (Barriger 2014). Conclusiones La manera en que la iglesia vaya a ser relevante, o no, dependerá tanto de las decisiones que tomemos como de la gracia que Dios derrama sobre su pueblo. El modelo a seguir debe responder a las necesidades sentidas y al trabajo de llevar a cabo un buen diagnóstico de la situación. Necesitamos saber por qué hacemos lo que hacemos. Un ejemplo concreto creo que ayudará. Hace poco menos de un mes me encontré con una persona que, sentada en la acera en un aparcamiento, se frotaba la pierna con evidentes signos de dolor. Me acerqué a él, se trataba de un hombre grande de tez tostada a quien confundí con un extranjero, quizás búlgaro, y le pregunté si podía ayudarle. Me contó acerca de su dolor y a continuación le sugerí si podía orar para que se sanara. Me preguntó si yo también era pastor y, después de orar por él, me comentó que durante años había estado pastoreando una iglesia de hermanos de Filadelfia. El hombre resultó ser más español que yo, pero voy al punto de la cuestión. Le comenté que nosotros solo nos reuníamos una vez al mes en el local y que nuestro enfoque era el de reunirse regularmente en las casas para dar testimonio allí donde ya estamos insertados. Con sinceridad me respondió, «en nuestro caso, si solo nos reunimos 2 ó 3 veces a la semana a nuestra gente les parece poco. Hemos de hacerlo todos los días para que la gente no se pierda en sus problemas y asuntos». Lo que para mí era relevante y ajustado al diagnóstico no lo era para este hermano, sabedor de que sus hermanos gitanos necesitan de un refuerzo social mayor para que su discipulado y estilo de vida se vean afectados por el resto de la comunidad y sobre todo de los líderes. Salí de nuestra corta conversación algo más sabio, conocedor de que mi realidad no se puede trasladar a ningún otro lado de forma inmediata. Cada congregación ha de escuchar del Espíritu y hacer el trabajo con un buen diagnóstico si quiere ser efectiva en su entorno. Barriger, Robert, La iglesia relevante. Editorial Vida: Miami, 2014.
En la ponencia se ha afirmado que la «iglesia se encuentra siempre a una generación de desaparecer». Esto nos lleva al tema de llegar a la generación siguiente como garante de que la iglesia sigue con vitalidad la obra que nosotros hemos recibido de nuestros mayores.
1. Según las estadísticas de actualidad evangélica de FEREDE el número total de protestantes en España alcanza los 1,2 millones. 400.000 serían miembros de iglesia españoles junto a su «zona de influencia» (hijos, descendencia que se supone que se congrega, básicamente la mitad de esos 400.000) y unos 800.000 que se entiende serían protestantes comunitarios o extracomunitarios con residencia en el país de al menos 6 meses. (Fuente: www.actualidadevangelica.es). Esto supondría más del 3,7% de la población, lo cual se me antoja algo exagerado. 2. Por mor de la claridad, dejadme que ponga un ejemplo de hace solo unos días. Como sabéis mi esposa es sudafricana, donde ser cristiano es tan normal como aquí ser agnóstico. El pasado sábado 22 de abril se hizo un llamado a las iglesias para convenir en la ciudad de Bloemfontein y orar y clamar a Dios por la situación de corrupción y violencia en el país. Más de un millón de personas de todas las razas y denominaciones se juntaron durante unas pocas horas para interceder por la nación (www.heraldlive.co.za). Comparado con esto, la Marcha por España que se hace de vez en cuando a nivel nacional auspiciada por las iglesias evangélicas y que se reúne en la ciudad de Madrid cada varios años no creo que llegue a unos pocos miles y apenas tiene repercusión en los medios de comunicación locales y nacionales. 3. No parece que sea una experiencia común en España, pero conozco de primera mano ejemplos de templos cristianos reconvertidos en teatros, mezquitas, etc. Un claro ejemplo de ello es Holanda. 4. No este el espacio adecuado para tratar el asunto del discipulado o mentorado cristiano que llevamos a cabo, pero me preocupa que mucho del formato y del material que impartimos sea tan conceptual (aprender, memorizar, etc.) y no esté basado en lo que llamaría una forma de «aprendizaje» (apprenticeship en inglés, que me parece describirlo mejor) que se basa, escuetamente, en «haz lo que hago, imita, copia y aprende por medio de ello». 5. Si cometemos el error de creer que las sanidades se daban entonces a causa de que «había pocos médicos» estaremos cayendo en la trampa del «Dios tapa agujeros», es decir, que Dios actúa de forma poderosa allí donde la tecnología, las ciencias, están poco desarrolladas y se hace necesario recurrir a Dios porque no hay suficiente cuerpo sanitario. Esto parece tener lógica en nuestra cultura donde pensamos que solo con predicar y proclamar un mensaje la gente se va sentir impelida a buscar a Dios. Por esa regla de tres la iglesia tiene poco que hacer, pues cada día quedan ya menos «agujeros». Para los problemas emocionales tenemos psicólogos, para los mentales los psiquiatras, médicos, fisioterapeutas, etc. Me niego a pensar de esta forma. Proclamamos al DIOS DE LA VIDA y, que yo sepa, ésta ni se puede dividir en cómodos compartimentos ni se puede borrar a Dios de lo que es suyo por derecho propio. |
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