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Números 31. Historias inmorales en el texto Números 31 Hace una década Edwin M. Good, de la Universidad de Stanford, escribía:
Desde que leí esto en aquel entonces, siempre ha rondado por mi mente: una preocupación levemente molesta con la que no he sabido exactamente qué hacer. En el ínterin he escrito un libro sobre un tema más o menos relacionado [2], pero el reto planteado por la crítica feminista de la Biblia no deja de rondar por mi cabeza. Está claro que la cuestión de las mujeres en la Biblia no es el único tema donde ciertos pasajes específicos de la Biblia entran en conflicto con su mensaje moral globalmente positivo. Por ejemplo los menonitas, a la vez que nos hemos propuesto vivir un pacifismo que toma a Jesucristo por modelo, siempre hemos tenido que tratar con el barbarismo inquietante de la guerra mandada por Dios en el Antiguo Testamento. Sin embargo los menonitas no hemos optado por desechar la Biblia. Todo lo contrario, normalmente nos hemos caracterizado por un apego profundo a la Biblia. El que esto haya sido posible puede encerrar una clave acerca de cómo la Biblia puede seguir funcionando como autoridad incuestionable para la iglesia, en una era cuando también hemos caído en la cuenta acerca de lo profundamente no liberadores que resultan muchos de sus pasajes respecto a las mujeres. Lo que quiero hacer aquí entonces es, en primer lugar, examinar con atención una de las historias de violencia inexplicable que la Biblia registra y en segundo lugar, intentar comprender qué pinta esta historia en un libro que, pese a Good, me niego a rechazar como Sagrada Escritura. El episodio en cuestión se halla en Números 31. [3] El capítulo abre atribuyendo inequívocamente a Dios la iniciativa respecto a las acciones emprendidas. Todo empieza con un mandamiento de Dios por medio de Moisés. Aunque más adelante Moisés continuará dando órdenes de las que no se dice específicamente que le vengan como palabra de Dios, el sentido que les otorga el contexto en el Pentateuco es que cuando Moisés da una orden, ésta es regular y normalmente palabra de Dios. Es ese el punto de partida, la presuposición que funciona siempre y cuando el texto no estipule lo contrario. El texto designa esta guerra antes que nada como una de venganza y represalia (heb. naqam). Es imposible reconstruir la naturaleza exacta de la ofensa contra el Señor en Baal-Peor que pudo requerir que, incluso después de resuelta la crisis, siguiera siendo necesario el exterminio genocida de un pueblo que hasta ese momento no había sido considerado hostil, ni contrario a la religión de Moisés (Jetro el madianita había recibido a Moisés cuando huía de Faraón, y le había dado su hija en matrimonio). Si podemos suponer que Núm. 31.16 hace referencia a Núm. 25 (donde, sin embargo, se nos informa que el episodio tuvo que ver con los moabitas, que no los madianitas), parecería que «el» (obviamente algunos de los hombres del) pueblo de Israel tuvo que ver con «las» (obviamente algunas de las) mujeres madianitas y adoraron a los dioses de Madián, dando lugar a una enfermedad mortal (¿que afectó a esos mismos hombres?), todo lo cual llega a su fin cuando Finees mata a un hombre hebreo y a una mujer madianita pillados en el acto sexual. Una de las maneras que podríamos imaginar lo sucedido sería suponer que los madianitas, padeciendo el brote de alguna enfermedad contagiosa, recurren a rituales para la curación mediante la invocación de sus dioses, rituales que habrían requerido que sus mujeres mantuviesen relaciones sexuales con hombres ajenos a su propio grupo. Los hebreos habrían resultado un grupo natural del que solicitar esta colaboración, dada la amistad que existía entre ambos pueblos. El resultado habría sido entonces el contagio también en el campamento hebreo, contagio que tan sólo cesó con la muerte de aquellos que habían contraído la enfermedad y porque se puso freno a que los hebreos se prestaran a participar en tales rituales [4]. Pero incluso partiendo de tal reconstrucción puramente hipotética, sigue siendo difícil comprender el porqué de la necesidad de proceder a un genocidio contra toda la población madianita una vez que hubo pasado la crisis. Habría que suponer que los madianitas que sobrevivieron a tal plaga, así como los sobrevivientes hebreos, serían precisamente los que no tuvieron que ver con los rituales que hemos imaginado, evitando así el contagio y la muerte. Es tan difícil atribuir culpa a los sobrevivientes madianitas como lo sería atribuirles culpa a los sobrevivientes hebreos, a pesar de lo cual son estos últimos los que ahora han de ejecutar el genocidio castigador. Por mucho que lo intente, entonces, lo que da lugar a la necesidad de esta venganza está sencillamente más allá de mi comprensión. Parece haberse perdido en las nieblas del tiempo y de una cultura tan distante, tiene que ver con un pueblo y una religión y sistema de creencias tan distintas a las mías, que ningún ejercicio de la imaginación puede salvar las distancias. Sencillamente no me puedo imaginar lo que sería servir a un Dios que requiere una carnicería tan carente de sentido [5]. La segunda cosa que observo en Números 31 es la naturaleza de la batalla contra los madianitas. Sé que para algunos propósitos podría resultar útil o al menos interesante jugar con los números que esta narración nos da respecto a los madianitas. Pero para efectos del presente ensayo creo que sólo resultaría una distracción, de manera que me propongo tomar estas cifras tal y como vienen. La narración bíblica nos da estas cifras, que son por tanto las que se espera que tengamos en mente para la reconstrucción de los hechos que sucede en la imaginación cuando leemos. Ahora bien: El número de chicas vírgenes que pone para la población madianita es de 32 mil. Supongamos que una de cada tres hembras, desde bebés hasta ancianas, fueran vírgenes. Esto nos daría un total de 96 mil hembras madianitas, lo cual seguramente es una cifra demasiado baja, pero de todas maneras válida para nuestros propósitos. Podemos suponer que había un número parecido de varones, de los cuales quizá un tercio podrían haber participado en la guerra. De manera que tenemos algo así como 32 mil hombres madianitas en armas. ¿Qué clase de «batalla» tendría que tener lugar para que todos y cada uno de los combatientes de un ejercito mueran, sin una sola baja entre sus contrarios? Sugiero que esto no puede propiamente describirse como una «batalla» sino como una «masacre». Creo que cualquiera que conozca el idioma español coincidirá conmigo en que el término «masacre» describe mucho mejor un evento de tales características. ¡Está claro que las fuerzas madianitas no opusieron resistencia! Aunque hubieran sido cogidos totalmente desprevenidos al no esperar un ataque de sus aliados hebreos, si los madianitas hubieran opuesto resistencia es difícil imaginar que nadie, en todo el ejército madianita, hubiera causado una sola baja entre los hebreos durante el tiempo que éstos se dedicaron a clavar sus lanzas y espadas en fila tras fila de madianitas. Sin embargo los madianitas muertos no son tan sólo los 32 mil combatientes potenciales, sino la totalidad de la población masculina salvo los niños más pequeños (heb. tapim). No importa lo cruel e inhumana la obediencia fanática a la que hemos de creer que los hombres de Moisés se ven impulsados (el contexto nos lleva a pensar que están condicionados a una sumisión mecánica por la muerte y destrucción que cae sobre ellos inflexiblemente cuando las órdenes de Moisés no se cumplen a rajatabla), siempre tiene que llegar un punto en el que se cansan de tan salvaje carnicería, y por fin toman algunos prisioneros, aunque tan sólo mujeres y sus bebés (vers. 9). Ahora Moisés sale del campamento a su encuentro en un arrebato de ira justiciera, y les reprende duramente por haber tomado prisioneros. Insiste que la mayoría de los prisioneros también deberán ser masacrados. Sólo las hembras vírgenes podrán vivir. Arrancan a todos los niños pequeños de los brazos de sus madres y los destripan. A continuación hemos de imaginar una escena en que una por una obligan a las miles de cautivas a desnudarse ante el ejército, para que quienes las inspeccionan abran con los dedos sus vulvas y examinen el himen por si mostrase señas de penetración. Las que no son aptas reciben instrucciones de dirigirse a la cola donde serán atravesadas por una lanza, decapitadas, o cual sea el método de exterminio que se haya escogido. Las demás, que presumiblemente deberían mostrarse agradecidas por salvar la vida, abandonan los campos de muerte. Moisés ha especificado que los soldados las pueden conservar «para vosotros» (heb. lekem) dando a entender el disfrute sexual del botín de guerra, ¡aunque espero que se me permita abrigar la esperanza de que a las decenas de miles de niñas impúberes primero se les permitiese acabar de crecer! [6] Para nuestro intento por comprender la matanza de los hombres madianitas, el texto nos ofrece la hoja de higuera de la presunta «batalla». Quizá había algo de sensación real de peligro, esa anegación en el terror y la adrenalina del campo de batalla, que pudo impulsar a los soldados hebreos a matar, matar, matar, arrancar la lanza ensangrentada de un cuerpo que aún se agita y chilla de dolor y terror, para hundirla en el siguiente. Nada semejante se nos ofrece respecto a la masacre de bebés y mujeres. Es simplemente carnicería a sangre fría. Mi imaginación me abandona en el intento de hacerme idea de los corazones irremisiblemente perversos y sin piedad necesarios para matar a miles de niños pequeños uno tras otro con armas de bronce y piedra. ¿Puede acaso alguien dudar de que Moisés, Josué, y todos sus secuaces, de haber vivido en nuestra generación, hubieran sido llevados al Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra en La Haya para ser juzgados por crímenes contra la humanidad? Sin embargo el ser humano no es más moral hoy que en el pasado. No hemos evolucionado hasta alcanzar un estadio de menor violencia y maldad. Si en el siglo XX, a pesar de toda la crueldad y violencia que lo ha caracterizado, hemos creado una institución como el Tribunal de la Haya, hay que pensar que se debe a algo profundo en el alma humana. La compasión por el prójimo y el horror ante la crueldad tiene que ser un rasgo con el que todos, en todas las épocas de la humanidad, hemos sido creados. Sugiero que cualquier generación en casi todas si no todas las culturas, sentiría un profundo rechazo de la conducta que describe Números 31. Está claro que hay hombres capaces de comportarse así, siempre los ha habido y siempre han intentado justificarlo. Pero las personas «normales», cualquier observador imparcial por ejemplo —ni siquiera personas especialmente morales o religiosas—, siempre sabrán sin la más mínima duda que tal conducta es absolutamente depravada. La ideología de Moisés acaba pareciéndose a la de Hitler. En compañía de este Moisés, la aberración de Pol Pot ya no resulta tan aberrante. Lo que sucedió en Ruanda hace algunos años encuentra aquí un paralelo, así como el genocidio de Bosnia. ¿Qué hemos de hacer, entonces, con este texto en nuestra Biblia? Una manera de intentar suavizarlo, como ya he mencionado, es jugar con los números. Los escritos históricos de edades pasadas jamás se han caracterizado por la precisión en sus números, y muchas veces incluyen exageraciones de bulto. Sin embargo no veo gran diferencia moral si toda esta escena se mantiene en pie, pero resulta que nunca había habido más que, digamos, mil quinientos madianitas. Alguna diferencia sí qué hay, quizá incluso una diferencia importante, pero no tanta en cuanto a la cuestión de fondo. Otra manera de tratar a este texto es una que me enseñaron a evitar. La alegorización. Cuanto más me he enfrentado con cuestiones tales como la violencia y la perspectiva masculina del Antiguo Testamento, más simpatía siento por la alegorización sin disculpas con que generación tras generación de lectores cristianos han intentado entender nuestras Escrituras. Puede que nuestra hermenéutica moderna aún resulte ser un callejón sin salida respecto a la edificación a largo plazo de la Iglesia. Tomar el texto al pie de la letra bien puede conducir más fácilmente hacia el marcionismo y el antisemitismo por un lado [7], o un relativismo religioso por el otro, que al estímulo del pueblo de Dios en santidad y adoración. ¡Si tan sólo pudiésemos de alguna manera volver a la convicción que muchos cristianos sinceros y de corazón sencillo de todas las generaciones hasta la nuestra misma siempre han mantenido, de que bajo la superficie de estas historias yacen mundos enteros de significado escondido, esperando ser espiritualmente discernidos! Si pudiésemos leer alegóricamente, dejaríamos de horrorizarnos ante la crueldad, la violencia y el comportamiento inexcusable de todo tipo. Todo lo contrario, veríamos esos problemas en la superficie como señales seguras de que hay que buscar en otro lugar el verdadero significado espiritual del texto. La masacre de los madianitas en realidad es acerca de, nunca jamás tuvo que ver con otra cosa que, ¡el desarraigo del pecado en nuestras vidas! Cuando oigo a predicadores con menos estudios que yo explicar las Escrituras alegóricamente, muchas veces me siento conmovido. Y me doy cuenta de que hay un poder y una gracia en su predicación a los que yo no puedo acceder porque nunca veo más allá de la superficie de las historias mismas en toda la crudeza de su violencia y sexismo. Por cierto, sospecho que es así como los menonitas han encajado tradicionalmente la violencia del Antiguo Testamento. Nunca la hubieran visto como un ejemplo a seguir salvo en el más alegórico de los sentidos. Pero antes de recurrir a la interpretación alegórica, examinemos más detenidamente el texto bíblico echando nuestras redes en un contexto mucho más amplio, más allá de Números 31. Tal vez la Biblia misma nos ofrezca pistas que nos ayuden a superar el escándalo moral que supone este capítulo. Hallamos, por ejemplo, en Núm. 13.1-3 y en Deut. 1.22-23, descripciones muy distintas de un mismo evento. En Números es el Señor el que toma la iniciativa de decirle a Moisés que envíe a los doce para espiar la tierra. En Deuteronomio Moisés asevera (¿se queja de?) que los líderes de Israel le propusieron el plan, al que él consintió sin darse cuenta de que caía en una trampa, dando pie a que luego se excusaran de tomar posesión de la tierra, cosa que dio lugar a 40 años adicionales en el desierto. Así descubrimos que no todo lo que Números atribuye directamente a la palabra de Dios, lo era en realidad. «La palabra de Dios» aparentemente le venía a Moisés a veces mediante las iniciativas de otros líderes, en conversaciones, mientras calculaba cuál sería el mejor camino a seguir. Y lo que en cierto momento a Moisés le podía parecer que era una palabra clara de Dios, la reflexión posterior a veces podía indicarle que no había sido más que una trama urdida por un pueblo rebelde que buscaba excusas para no obedecer a Dios. Las palabras de Dios que le venían a Moisés de repente parecen mucho más corrientes, más humanas, mucho más parecidas a la manera que la palabra de Dios nos viene a los demás en nuestro propio caminar con Dios. Y como nosotros, Moisés quizá no siempre acertaba cuando atribuía una idea a Dios. En el caso de los espías enviados a la tierra, disponemos de la versión de Deuteronomio que cuestiona la certeza con que podemos saber que de verdad Dios le haya hablado a Moisés sobre el particular. ¿El hecho de que no dispongamos de una versión alternativa respecto a la masacre de los madianitas, versión que diera pie a cuestionar si las pretendidas «palabras de Dios» de verdad lo fueron, supone que plantearnos de todas maneras tal duda sería forzosamente imposible o contrario a las Escrituras? Supongo que en efecto estoy planteando esa duda, dando a entender que no creo que al hacerlo atente contra el empleo piadoso y cristiano de las Escrituras para los fines que les son propios. De hecho, estoy dispuesto a ir mucho más lejos que sencillamente plantear una interrogante. Estoy dispuesto a dar una respuesta contundente. La única manera posible de evitar llegar a conclusiones marcionitas acerca del Dios del Antiguo Testamento en contraposición con el Dios del Nuevo Testamento, es negar que Dios haya tenido nada en absoluto que ver con la comisión de un crimen tan espantoso. La doctrina cristiana mantiene estas dos verdades (entre otras, por supuesto) como datos incontrovertibles: (1) Jesucristo, en cuanto Hijo de Dios, es la Palabra encarnada de Dios, la revelación más perfecta y completa posible para la humanidad de la naturaleza de Dios, especialmente la naturaleza moral de Dios: cómo trata Dios con la humanidad descarriada. (2) La totalidad de las Escrituras cristianas, a través de ambos testamentos, trata sobre un único y mismo Dios: Yahveh Dios de los hebreos es el Dios de Jesucristo, y no hay otro Dios. Si es cierto que hay un único Dios, y si él de verdad se encarnó en Jesús de Nazaret, manifestándose en Jesús tal cual de verdad es, entonces Moisés cometió un error trágico cuando (¡si es que!: léase más adelante) pensó que oyó que Dios ordenaba este monstruoso crimen contra los madianitas [8]. A pesar de que las interpretaciones alegóricas de las Escrituras ya no estén de moda en algunas partes de la Iglesia (los elementos con más estudios entre las iglesias occidentales), sin embargo me parece que seguimos teniendo que admitir el discernimiento de que ante una incoherencia tan enorme y manifiesta como la que existe entre la palabra atribuida a Dios en Números 31, y todo lo que sabemos acerca de Dios por medio de Jesús de Nazaret, ¡tienen que encenderse todas las señales indicando que este texto trae «gato encerrado»! ¡El significado de la superficie sólo puede alcanzar un cierto grado de absurdo antes de que se espere que debamos empezar a preguntarnos si no habría que buscar significado en otra parte! ¿Podemos, después de todo, estar tan seguros de que los autores de la historia bíblica procuraban seguir fielmente las expectativas de los occidentales modernos acerca de cómo se deben sentar los hechos, en lugar de seguir la tendencia universal a redactar los eventos de tal manera que sirvan para propugnar una determinada perspectiva política, étnica, religiosa, etc.? [9] ¿Acaso alegan los autores bíblicos en algún lugar que lo que nos están dando sean «hechos» imparciales y no opiniones e interpretaciones espiritualmente medidas? Y ¿puede el significado de un texto de verdad permanecer inalterado si de ser una crónica de eventos, pasa a servir como Sagrada Escritura para una comunidad religiosa? ¿Es que pueda cosa alguna escrita, de verdad significar lo mismo que significaba antes, una vez que se lee con ojos de fe en el contexto del Canon que guía la visión espiritual de un pueblo? [10] Una vez que hemos establecido que es imposible que un determinado pasaje pueda querer decir lo que en la superficie claramente dice, que no lo puede querer decir en ningún sentido que pueda resultar de interés o utilidad para la comunidad cristiana, entonces nos hallamos en libertad para tratar de descubrir por qué es que de todas maneras figura en el Canon cristiano. Huelga decir que no me parece necesario imaginar que Moisés haya escrito Números 31. Por lo que a mí respecta, doy por imposible el intento de averiguar quién por primera vez contó esta historia ni con qué propósito. ¿Contiene acaso el recuerdo de la antigua práctica hapiru/hebrea [11] del herem [12], al estilo de las historias de las victorias sobre Sihón y Og (Deut. 2.31-34; 3.3), o el recuerdo de una incursión hapiru/hebrea en busca de botín similar a las que realizaba David en cierta época (1 Sam. 27.9)? Sea cual fuere el motivo por el que se escribió esta historia, y el motivo por el que se redactó precisamente de esta manera (dando una imagen de Dios, Moisés y el ejército hebreo precisamente de esta manera tan devastadoramente negativa), el hecho es que la información acerca de Israel premonárquico nos ha llegado mediante la literatura postexílica de Judá. Sabemos que el Libro de Números (como el resto del Pentateuco), con una forma esencialmente igual a la que conocemos hoy, fue leído por la antigua nobleza jerosolimitana que volvió a Palestina en el Siglo 6 a.C. patrocinada por Ciro de Persia, que pretendía así asegurarse la lealtad del flanco occidental de su imperio. Se deba o no la composición de Números en su forma actual al período preexílico, lo cierto es que fue conservada para los tiempos postexílicos por esa antigua elite jerosolimitana, y llegó a funcionar (junto con el resto del Pentateuco) como la ley civil para los judíos étnicos de todo el Imperio Persa. Es a aquella edad, entonces, que elijo remitirme para descubrir el sentido de esta historia. Es en el contexto del conflicto entre esta elite sacerdotal y real acabada de llegar desde Babilonia, y la población indígena de Judá o Palestina, que esta historia inmoral sobre un antiguo genocidio había de transformarse en instrucción edificante respecto a la pureza étnica. Lo mismo se podría decir acerca de todos los relatos que conserva la Biblia sobre el herem que habían practicado los antiguos hapiru. La Biblia, en el mismísimo acto de conservar estas historias antiguas como parte de un libro sagrado, transforma su significado. Desarraigadas de sus orígenes inmorales y criminales muchos siglos ha, estas historias sirven ahora para inspirar una lealtad intransigente para con el proyecto del Segundo Templo, o sea el judaísmo emergente. En tal contexto es posible «hacer vista gorda» a la inmoralidad y la criminalidad absolutas de estas acciones. Nadie en Judá postexílica proponía seriamente el recurso al genocidio. No tenemos la menor evidencia de que tales medidas se hayan contemplado en ese momento (ni jamás posteriormente) en el judaísmo [13]. Puestos al caso, tampoco existe el menor indicio de herem para las monarquías preexílicas. Estas viejas historias groseras y monstruosas podían ser recicladas como parábolas morales precisamente porque a nadie se le podía cruzar por la mente imaginar que Dios jamás pudiese ordenar semejantes crímenes. En mi opinión entonces, para el tiempo que toma forma el Pentateuco, los judíos conocían lo suficientemente bien al Dios que nos revela la Biblia, como para hacer que el genocidio por motivos religiosos fuese algo absolutamente impensable. Es esa Biblia, al revelarnos a ese Dios, la que nos enseña a rechazar de cuajo cualquier significado literal que pudiera tener cualquier historia dentro de esa misma Biblia, si contiene un presunto mandamiento divino al genocidio. Números 31 puede significar cualquier cosa menos una. La única cosa que jamás puede significar, la única cosa que jamás pudo significar, es que Dios alguna vez haya ordenado el genocidio del pueblo madianita [14]. Es así, entonces, como propongo que la Biblia, a pesar de algunas historias moralmente inaceptables que contiene, puede seguir funcionando como reveladora para nosotros de los caminos de Dios. Si de verdad Moisés pensó que Dios ordenaba un genocidio, sencillamente se equivocó. En el caso mucho más probable de que el nombre de Moisés haya quedado posteriormente asociado al relato de los crímenes de otra persona, el propósito jamás fue la justificación de esos crímenes, sino que sirviese como parábola o ilustración acerca de la pureza y lealtad étnica y religiosa [15]. Habría que seguir una línea parecida respecto a otras historias bíblicas igualmente inaceptables. El resultado neto, si no el método, acabará siendo sorprendentemente parecido a la instrucción alegórica ofrecida por los predicadores cristianos a través de los siglos [16]. Respecto a las críticas feministas de la Biblia, esta propuesta sólo afecta directamente la interpretación de ciertos «textos de terror», como los calificó Phyllis Trible en su obra ya clásica [17] sobre la victimación de algunas mujeres en la Biblia. Pero también puede tener cierta pertinencia respecto a la acusación más generalizada de androcentrismo en la Biblia. Es innegable la realidad de que los textos bíblicos, quizá especialmente los del Antiguo Testamento, fueron escritos por varones para varones sobre cuestiones que a varones interesan. Sin embargo, si la comunidad de fe siempre instintivamente alegorizó las masacres genocidas, no menos instintiva y regularmente ha entendido que donde pone «hombre» se debe leer «ser humano» siempre que tal interpretación sea posible. Aunque puede ser discutible en algunos particulares específicos una traducción «inclusiva» de la Biblia como la NRSV inglesa, en el fondo es «conservadora» en el sentido de que no hace más que poner textualmente lo que siempre se ha sobreentendido, ante la innovación reciente de suponer que «hombre» tenga forzosamente que significar «varón». De manera que, por ejemplo, donde el texto hebreo de Salmo 1.1 pone, literalmente, «Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos» (cf. RV60), no sólo es justificable sino probablemente más correcto, en el sentido de que se ajusta más al sentido que la iglesia y la sinagoga siempre han entendido aquí, traducir «Bienaventurada la persona…». Aquí también, incluso en algo tan aparentemente objetivo como el significado de una palabra hebrea o griega, el apego excesivamente riguroso al sentido superficial del texto podría resultar en significados inaceptables. En otras palabras, y respondiendo por fin a la cita de Good con que abríamos, la aceptabilidad o no del texto bíblico como orientación moral y guía espiritual depende mucho más de cómo se lee, que de las palabras que contiene. Siempre que se lea como Sagradas Escrituras podrá funcionar como Sagradas Escrituras. Y siempre será posible en la Iglesia (y tengo que suponer que también en la Sinagoga) interpretarla positiva y moralmente si se lee desde un conocimiento personal de la naturaleza positiva y moral de Dios. A los que de verdad aman a Dios, la lectura de la Biblia al final siempre les debería llevar a amar incondicionalmente al prójimo [18], incluso, pradójicamente, si hace falta, contra el sentido de la superficie del texto. ¿Podemos estar seguros de haber entendido un texto? [19] Aunque no hubiera otros motivos por los que volver a tomar la palabra en el debate de Alétheia nº 18, me veo obligado a ello para denegar una imputación que figura en los comentarios editoriales introductorios. Allí se me atribuye la siguiente opinión propia de la herejía marcionista del siglo II: «…rechaza que el Dios de Números 31 pueda tener nada que ver con el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». Sin embargo, al observar en el Antiguo Testamento el mismo fenómeno de violencia humana atribuida a la inspiración divina que observó Marción, mi reacción es precisamente la contraria: Yo opino que ya que toda la Biblia revela un único y mismo Dios y ya que es Jesús quien le revela a la perfección, se deduce que es necesario dejar de lado el literalismo cuando se leen algunas narraciones del Antiguo Testamento. Interpretar esas narraciones literalmente, como expliqué detalladamente en mi artículo citado, conduciría a auténticos absurdos morales, donde quien es auténticamente espiritual debería estar dispuesto a cometer crímenes espantosos en el nombre de Dios. (Esto sería anecdótico si no fuese por la triste realidad de que esas conductas, con esos argumentos, han existido de verdad entre los cristianos: sin ir más lejos, en Bosnia y Kosovo hace muy pocos años.) ¿Qué está pasando aquí? ¿Cómo es posible que se me atribuya una opinión exactamente contraria a la que mantengo? Siempre he mantenido una relación cordial y respetuosa con S. Stuart Park, donde las lógicas diferencias de énfasis en la doctrina cristiana —derivadas de habernos nutrido de distintas fuentes eclesiales— jamás han dado lugar a la animadversión. Tengo que suponer, entonces, que Park y yo somos aquí víctimas de un problema hermenéutico, un problema de falla de comunicación escrita, que es precisamente el tema de fondo al que intentaba dirigirme en aquel artículo. El problema es que un texto, cualquier texto, incluso obviamente lo que escribo yo, siempre admite una pluralidad de interpretaciones. ¿Y quién puede estar seguro de que la interpretación que hace de un texto cuadra de verdad con lo que fue la intención de su autor? Me ha frustrado enormemente leer el artículo “La ira del Cordero” de José de Segovia en Alétheia nº 18, porque aunque presumiblemente era una réplica al mío, sin embargo trata extensamente sobre temas que considero tangenciales al mismo y sólo aborda bastante superficialmente —en las páginas 22-25— el tema hermenéutico que yo pretendía que se debatiese. Sin embargo un texto, una vez escrito, está siempre a la merced de sus lectores. Y descubro que mi artículo deja ya de reflejar las ideas mías y pasa a reflejar las ideas de un tal Dionisio Byler según es entendido y percibido por sus lectores. En este caso, por ejemplo, mi artículo sobre cuestiones de hermenéutica bíblica ha servido meramente como provocación contra la que poder montar una «teología bíblica» sobre la inmoralidad de Dios. Y una vez que ha sucedido eso, mi artículo ya no dice lo que yo pensaba que decía, sino lo que era necesario que dijese para que el artículo de Segovia resultase más convincente. Al describir la teología de Segovia como una que predica la «inmoralidad» de Dios, quiero decir que según lo que yo entiendo que defiende aquel artículo, Dios no actúa conforme a criterios éticos y morales que el ser humano pueda reconocer como tales. Admito que también es posible que cuando describo ese artículo con estas palabras mías, puede que una vez más se repita el mismo fenómeno, y que seamos ahora Segovia y yo víctimas de una nueva falla de comunicación escrita, donde a pesar de sus mejores esfuerzos como escritor, yo como lector haya interpretado mal lo que él quería comunicar. Esto mismo, curiosamente, le pasa a la Biblia en el debate de Alétheia nº 18. Allí —muy al margen de lo que pensaban que querían decir los autores bíblicos cuando escribían— la Biblia como la leo yo apoya sobradamente mis tesis sobre la necesidad de renunciar a un literalismo que justifique crímenes contra la humanidad; mientras que como la lee Segovia, apoya sobradamente sus tesis sobre un Dios violento y un Cordero iracundo. La única diferencia es que yo admito con toda naturalidad que mi lectura de la Biblia viene de algo tan posterior a la Biblia como mi tradición menonita y algo tan subjetivo como «el Espíritu de Cristo que mora en mí»; mientras que Segovia pretende que pensemos que su lectura de la Biblia es literal, imparcial y objetiva. Me siento tentado a responder a la argumentación que tanto Park como Segovia esgrimen en contra de la validez universal de los métodos de resistencia no violenta contra el mal [20] que enseñó Jesús. Sin embargo mi artículo no pretendía tratar ese tema —sobre el que ya he escrito abundantemente en otras ocasiones— sino ofrecer una reflexión ante el reto de la hermenéutica feminista. Las eruditas feministas de la Biblia nos llevan a reconocer que la perspectiva de la Biblia es claramente androcéntrica: los autores humanos de la Biblia eran varones y escribían para varones desde una perspectiva masculina. ¿Cómo hemos de responder para argumentar que a pesar de ello la Biblia ha sido divinamente inspirada y sigue siendo útil para los cristianos del siglo XXI? Como una aportación a la reflexión y el debate sobre este tema, pensé que sería útil ofrecer a mis hermanos de otras iglesias algunas ideas que me vienen desde mi tradición menonita, donde se acepta la enseñanza no violenta de Jesús sin rechazar la inspiración del Antiguo Testamento. Algunos leemos la Biblia sin ver en ella un Dios violento ni un Cordero iracundo. ¿Nos ofrece ello un ejemplo de cómo leer la Biblia sin ver en ella un Dios que hace acepción de personas a favor de los varones? Antes que nada, entonces, permítaseme un botón de muestra respecto a la verdadera dimensión del problema que suscita la consciencia feminista en la lectura de la Biblia: Algún tiempo después de escribir mi artículo sobre Números 31, descubrí uno por Harold C. Washington, cuyo título en inglés podríamos traducir como: “La violencia y la construcción de género en la Biblia Hebrea: una propuesta desde el Nuevo Historicismo” [21]. «Ya empezamos bien», piensa uno al ver que el artículo abre con la cita del Salmo 137: «Dichoso el que tomare y estrellare tus niños contra la peña». Uno de los subtítulos de este extenso e interesantísimo artículo, es “Ancient Israel as a Rape Culture” (traducción: “El Israel de la antigüedad como ejemplo de una cultura de violación”). No sorprende observar que trae varias páginas sobre Números 31. Washington sostiene que el Israel bíblico resulta ejemplo típico de culturas que no han sabido proscribir la violación, sino que su literatura la consiente a la vez que niega que exista. Así, por ejemplo, Tamar en 2 Sam. 13.12 exclama: «¡No mi hermano! No abuses de mí, porque tal cosa no se hace [22] en Israel». ¿No se hace? ¡Pero si es precisamente lo que le hacen a ella! Y a Hagar (Gén. 16.3-4); y a Dina (Gén. 34.2); y a las madianitas cuyo horror procuré describir en mi artículo sobre Números 31; y a la concubina del levita (Jue. 19.25), a las doncellas de Jabes-galaad y Silo (Jue. 21), a Rizpa (2 Sam. 3.7), a Betsabé (2 Sam. 11.2-4) [23] y a las mujeres de David (2 Sam. 16.21-22). La ley hebrea no contiene prohibiciones contra la violación en el sentido de violencia contra mujeres, sino sólo en el sentido de violencia contra la propiedad de otro varón. Quien viola a una mujer casada o prometida a otro hombre ha de morir; pero quien viola a una mujer soltera y sin compromiso ha de casarse con ella pagando a su familia la dote correspondiente (Deut. 22.23-29). Esto evita que la familia tenga que cargar con la «mercancía estropeada» que supone una chica desflorada; la suerte que espera a la violada obligada a convivir a perpetuidad con su violador, no parece preocupar a quien redactó la ley. Mientras tanto, la conducta réproba que describe Números 31 viene legislada en Deut. 21.10-14. Aquí no tenemos ya, entonces, un episodio aislado y espontáneo como el caso de las madianitas, sino la ponderación y premeditación propias del acto de legislar. En efecto es esta la institucionalización de la violación, todo lo contrario de su prohibición. Aquí se estipulan las condiciones bajo las que la violación es perfectamente aceptable. (Aceptable para la sociedad hebrea, se entiende; qué pensarían de ello las víctimas, una vez más no parece importar.) Deryn Guest, en otro artículo reciente [24], demuestra hasta qué punto el libro de Lamentaciones acepta y da voz a la cultura de violación: Sion, la virgen violada y expuesta públicamente en su desnudez menstruante, se confiesa culpable de la violencia que sufre. Es esta la sospecha con que hasta el día de hoy —tal vez en parte por influencia de algunos textos bíblicos— las mujeres violadas tienen que contender: la sospecha de que de alguna manera «se lo buscó». El artículo de Guest al final me deja insatisfecho, por cierto, porque ella se resiste a imaginar que sea posible una lectura aceptable de un texto como Lamentaciones, mientras que a mí no me cabe duda de que un lector piadoso siempre sabrá ingeniárselas —con la ayuda del Espíritu Santo— para sacarle provecho a cualquier parte de la Biblia. Este es el cometido, entonces: Explicar cómo este libro tan antiguo, tan culturalmente extraño y lejano de nuestras propias ideas, puede seguir funcionando a pesar de todo como Sagrada Escritura para los cristianos del siglo XXI. No es esta una labor fácil, a no ser que se lea superficialmente y se haga vista gorda a inmoralidades de bulto defendidas y legisladas allí como naturales y divinamente ordenadas. Sin duda hay otras maneras legítimas, que no sólo las que yo propuse en mi artículo sobre Números 31, para explicar cómo es posible seguir usando esta Biblia, con estos relatos y estas leyes, como Texto Sagrado para gente moral y civilizada. Se recordará que en mi artículo yo proponía que hay pistas en la Biblia misma que nos conducen a pensar que no es obligatorio creer que los eventos narrados en Números 31 sucedieron literalmente como se relatan; y que incluso bien puede ser que quien redactó este capítulo no pretendía que se creyese que estas cosas habían sucedido literalmente como las narró. Satisfaga o no la solución que propongo, a mí me cuesta aceptar que se dé por bueno —sin más— que la naturaleza del Dios que revela la Biblia sea tal que pudiera de verdad inspirar a los hombres a actuar como describe Números 31. Y me cuesta aceptarlo por el papel que ocupa Jesús de Nazaret en mi teología. Si ese hombre Jesús es el Verbo preexistente, la Palabra de Dios por excelencia, la revelación directa y personal de cómo trata Dios a la humanidad pecadora, entonces me parece que hay conductas que hay que decir claramente que Dios sencillamente no es capaz de inspirar. La violación y el genocidio serían dos ejemplos, entre otros que podríamos poner. Nunca sabremos del todo, aunque no es baladí seguir pensando e investigando en ello, qué pasaba por la mente de los autores humanos de los textos bíblicos cuando los redactaban: o sea qué pensaban que querían decir cuando pusieron lo que pusieron. Sin embargo, en la medida que creemos que el Espíritu Santo inspiró estos textos, yo propongo que es necesario suponer que ese Espíritu espera hallar lectores con la suficiente fibra moral como para escandalizarse ante hechos escandalosos y reprobables, y lo suficiente inteligentes como para leer «contracorriente del texto» cuando hace falta, arrancando del texto interpretaciones inspiradas (aunque humanas), dignas de un texto inspirado (aunque también humano). Quiero creer también que los autores inspirados de estos textos eran lo bastante profundos espiritual e intelectualmente, como para pretender en efecto despertar en el lector [25] las alarmas morales que conducen a una lectura sofisticada, no superficial —o sea, no limitada a las apariencias de la superficie del texto—, algo así como mis reflexiones en torno a Números 31. En estos párrafos y en todo lo que escribo intento expresarme con claridad. Sin embargo a estas alturas tengo bien asumido que si la hermenéutica bíblica es todo un reto, entender lo que escriben nuestros colegas y contemporáneos también lo es… y que hay personas que con las mejores intenciones y el mejor de los intelectos, sin embargo no se enteran adónde quiero ir a parar y me acabarán atribuyendo convicciones que no asumo. Dicho al revés: si es tan difícil entendernos entre nosotros, ¿de verdad osa alguien opinar que sea fácil entender un libro redactado en el Medio Oriente hace entre dos y tres mil años? ¿Es tan sencillo y obvio el salto entre «lo que pone» y «lo que quiere decir»? ¿De verdad piensa alguien que sea posible una lectura «objetiva» de la Biblia? Pues… yo opino que no. Pienso que sólo podrán oír su mensaje los que tienen oídos para oír. En cuanto a mí, me confieso un «ciego» que sólo ve «como en un espejo, confusamente» cuando leo la Biblia. Pero me mantiene vivo la esperanza de que un día «veremos cara a cara» y que «conoceré como fui conocido». Y entre tanto, sé que «ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor» (1 Cor. 13.12-13).
1. Edwin M. Good, "Deception and Women: A Response," Semeia 42 (1988), p. 132. El presente artículo podría haber abierto con una cita de, por ejemplo, Mieke Bal, Tina Pippin, Esther Fuchs o Renita Weems, entre otras. Cito a Good, aunque es un hombre, por el efecto personal que han tenido sobre mí sus conclusiones sobre adónde nos hubo traído la crítica bíblica feminista ya en la década de los 80. 2. Dionisio Byler, La autoridad de la Palabra en la Iglesia (Terrassa: CLIE y Bogotá: CLARA, 2002). 3. Susan Niditch, "War, Women, and Defilement in Numbers 31" (Semeia 61, (1993), pp. 39-57 también ha escrito acerca de esta historia. Curiosamente, descubro que su lectura, aunque feminista, resulta más académica, menos horrorizada respecto al contenido real de lo narrado, que la mía. 4. Geroge E. Mendenhall, The Tenth Generation (Baltimore and London: The Johns Hopkins University Press, 1973), pp. 105-121, opina —con razonamientos apoyados en abundante investigación histórica— que se trataba de una epidemia de peste bubónica y sugiere más o menos lo que pongo aquí respecto a lo sucedido en Baal Peor. 5. He escrito «Dios» con mayúscula aquí porque a pesar de la dirección en que esta oración parece tender con bastante claridad, el marcionismo no me resulta una solución satisfactoria ante los problemas a que esta historia da lugar [cf. Dionisio Byler, Los genocidios en la Biblia (Terrassa: CLIE y Bogotá: CLARA, 1998), pp. 15-17]. 6. Harold C. Washington, en “Violence and the Construction of Gender in the Hebrew Bible: A New Historicist Approach”, Biblical Interpretation, V, 4, (Oct. 1997), pp. 324-363, observa que la violación de las cautivas fue considerada normal en las guerras de los hebreos bíblicos. La legislación de Deut. 21.10-14 pretendía limitar esa costumbre, aunque distaba mucho de prohibirla. 7. Se recordará que Marción (Siglo 2), con saña antisemita, arremetía contra el Antiguo Testamento y contra el Dios del que habla, considerándolo muy inferior al Padre de Jesucristo que revela el Nuevo Testamento. 8. Aunque quisiera intentarlo, jamás podré evitar leer el Antiguo Testamento desde mi condición de cristiano. No siento más necesidad de pedir disculpas por esto que la que puedan sentir las feministas al leer la Biblia como mujeres, las «womanistas» al leerla como mujeres norteamericanas de raza africana, o los liberacionistas al leerla desde su propio trasfondo y experiencia. Incluso así, léase más adelante, estoy convencido de que la interpretación que ofrezco es plausible dentro del marco de, por ejemplo, el judaísmo de la época del Segundo Templo. 9. Obviamente estoy de acuerdo con la idea de que toda redacción de historia está siempre, inevitablemente, marcada por el prejuicio ideológico; quizá nunca tanto como cuando la persona que escribe alega ser objetiva, lo cual sólo puede querer decir que el autor ni siquiera es consciente de lo interesada que resulta su redacción de la historia. 10. Aunque esta última pregunta retórica quizá requiera explicación, no es este el lugar para darla. Piense solamente el lector qué interpretación merecería el Cantar de los Cantares si nos hubiera llegado en el cuerpo de la literatura griega y no mediante la Biblia. Es tan sólo porque está en la Biblia que entendemos que pueda tener significado espiritual. Antes de su reconocimiento como Sagrada Escritura sin duda circuló entre los hebreos como un poema erótico más. Pero desde el día que ocupa su lugar en la Biblia, se lee de una manera radicalmente distinta. 11. En mi opinión, Norman K. Gottwald, The Tribes of Yahweh (Maryknoll: Orbis, 1979) ha argumentado de una manera bastante convincente que existe algún tipo de conexión, aunque más no sea semántica, entre los antiguos forajidos hapiru de Canaán, y los hebreos primitivos. 12. La consagración del botín de guerra (incluso prisioneros) a la destrucción total. 13. Esdras, caps. 9-10, da cuenta de la primera vez que se lleva a cabo un programa destinado a obligar la pureza étnica y racial de los judíos. Las narraciones anteriores de la Biblia dan cuenta con toda naturalidad de por ejemplo la cananea Tamar, antepasada de la mayoría de la tribu de Judá (Gén. 38) o la moabita Rut, bisabuela del rey David. Pero el programa de Esdras se limita al divorcio y al repudio de los hijos mestizos. Jamás se le cruza por la cabeza llevar a cabo un genocidio. 14. Puestos al caso, la Biblia misma nos indica que tal genocidio jamás tuvo lugar, por lo menos no en las dimensiones y proporciones que indica el texto de Números. La Biblia conserva, además del relato de Números 31, la no menos curiosa e intrigante historia de Gedeón. Según Jueces 6, los madianitas encabezaron una alianza de pueblos del oriente que durante al menos una generación logró tener totalmente dominadas a las tribus de Israel, asentadas ya en toda la extensión de su territorio nacional. A todo esto los madianitas eran «como langostas en multitud», lo cual no cuadra con la erradicación total y absoluta de esa etnia que nos había contado Números 31. El relato acerca de Gedeón tiene dos efectos importantes en relación con Números 31. En primer lugar entronca la guerra contra los madianitas dentro de la corriente menos violenta del pensamiento hebreo. Como bien demuestra Millard C. Lind, Yahweh is a Warrior (Scottdale: Herald, 1980) existe una tradición profética dentro de Israel, que entiende que la fidelidad a Yahveh exige dejarle a él derrotar a los enemigos. Con el Mar Rojo a modo de paradigma, esta corriente del pensamiento hebreo confía que Dios defenderá los intereses de su pueblo, en lugar de pensar que el pueblo de Dios tenga que defender mediante las armas los intereses de Dios. Si Dios quisiera destruir a los madianitas, medios tiene él mismo para hacerlo sin que su pueblo tenga que mancharse con crímenes monstruosos. El segundo efecto que tiene la historia de Gedeón en relación con Números 31 es que, negando tan rotundamente por inferencia que haya habido tal cosa como un genocidio total de los madianitas, nos exige entender Números 31 de otra manera que la literal. Números 31 puede servir de inspiración a la fidelidad al proyecto del Segundo Templo, por ejemplo y como hemos sugerido; pero no puede dar a entender que ni Dios ni Moisés hayan de verdad, literalmente, ordenado jamás crímenes de dimensiones tan horrendas como los descritos aquí. 15. Esto no viene a ser lo mismo que la alegorización. Una cosa es entender que la historia sirva de inspiración en general; otra cosa distinta es buscar una concordancia, punto por punto, entre la historia y nuestras circunstancias presentes. Sin embargo es fácil acabar exagerando la diferencia entre entender que una historia sirva de inspiración en general, y leerla como una alegoría. Después de todo, a efectos prácticos, no es muy importante la distancia entre recibir ánimos para mantener una pureza étnica y religiosa, y decidir que éste y otros pasajes parecidos «en el fondo» enseñan a exterminar el pecado en nuestras vidas. Richard B. Hays (The Moral Vision of the New Testament, San Francisco: HarperCollins, 1996) opina que «Sea cual fuere la validez de tal interpretación a efectos de la edificación privada, resulta inaceptable como exégesis» (p. 336). Eso sería cierto si pudiésemos estar seguros de que los autores bíblicos no esperaban que incluso los pasajes no alegóricos fuesen a interpretarse alegóricamente. Lo que hace Pablo con la historia de Sara y Hagar en Gál. 4.22-31 (por poner tan sólo un ejemplo del Nuevo Testamento), lo hace con tanta soltura que da la impresión de que tiene que proceder de una larga tradición de recibir instrucción de las Escrituras precisamente de esa manera. Lo que estoy exponiendo aquí es que, dado que el genocidio era impensable en el período del Segundo Templo (o en el de la monarquía preexílica, puestos al caso), el autor de la presente versión y el presente contexto literario de la historia bien pudo haber esperado una interpretación más o menos acorde con la que los lectores piadosos siempre han hecho instintivamente. 16. También resultarán aparentes algunas semejanzas con ciertas variantes de la crítica bíblica postmoderna, aunque estoy seguro de que a la mayoría de los críticos postmodernos les resultaría curiosa y pintoresca mi necesidad de encontrar edificación e inspiración en la Biblia. Las lecturas inspiracionales (ni qué hablar de las alegóricas) siempre serán altamente personales y subjetivas, algo que el postmodernismo alega que de todas maneras sucede siempre, no importa cuánto se pretenda evitar. 17. Phyllis Trible, Texts of Terror (Philadelphia: Fortress, 1984) 18. Esto debería ser cierto, pero dos mil años de existencia del cristianismo dan fe de sobra de que esto no es así. La religión cristiana ha resultado históricamente tan inútil como cualquier otra para refrenar no sólo el sexismo, sino la más pavorosa violencia y crueldad de que es capaz el corazón humano. Así las cosas, no me sorprende que haya quien achaque las culpas a nuestro Texto Sagrado. Yo me mantengo, sin embargo, en que el problema reside en cómo se lee ese Texto, que no en el Texto mismo. Ver D. Byler, La autoridad de la Palabra en la Iglesia (Terrassa: CLIE y Bogotá: CLARA, 2002), pp. 135-164. 19. Carta al director de Alétheia (Nº 19, 2/2002). 20. La palabra «pacifismo» —con sus ecos de conformismo y pasividad ante el mal y la maldad— dista enormemente de describir adecuadamente cómo entiendo yo que debe actuar el cristiano en situaciones límite. 21. Harold C. Washington, “Violence and the Construction of Gender in the Hebrew Bible: A New Historicist Approach”, Biblical Interpretation, V, 4, (Oct. 1997), pp. 324-363. 22. Los traductores de la versión RV60 observaron claramente la contradicción que señalo aquí, por lo que en lugar de limitarse a traducir lo’ ye‘aseh ken beyisra’el, prefirieron sacarse de la manga la frase: «no se debe hacer así en Israel». 23. Aunque Washington no dice nada al respecto, observo que el caso de Betsabé es uno donde se ve cómo actúa el mecanismo de negación de la violación cuando ocurre. El texto no dice claramente que David violara a Betsabé. No obstante, es difícil imaginar cómo ella podría haber rechazado la orden del rey, sin que tal rechazo ocasionara precisamente el desenlace trágico que sin embargo sucedió de todas maneras: el asesinato de su marido por un autócrata sin escrúpulos. Sin embargo Betsabé es casi universalmente tratada como una vulgar vampiresa cuando se comenta este texto, ocultando así la enorme diferencia de poder entre el rey y su súbdita. En la parábola con que el profeta Natán reprocha al rey, él la compara con un corderito indefenso que ha sido devorado. 24. Deryn Guest, “Hiding behind Naked Women in Lamentations: A Recriminative Response,” Biblical Interpretation, VII, 4 (octubre 1999), pp. 413-448. 25. Sí, el lector, en masculino. Si hubieran tenido los autores bíblicos la sensibilidad que empieza a caracterizar a nuestra propia cultura hoy día, probablemente habrían podido imaginar que además de lectores habría también lectoras. Y seguramente habrían evitado también expresarse como lo hicieron respecto a determinados episodios históricos y determinadas cuestiones sociales. Pero esa es una suposición superflua, por anacrónica. Eso nos daría una biblia del siglo XXI, no la Biblia inspirada —aunque extremadamente antigua— que es la que interesa. |
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