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El mejor de los padres
El mejor de los padres
Predicación para el Día del Padre (CCUUAA, 22 de marzo, 2015)
por Dionisio Byler
Me doy cuenta que algunas cosas que voy a decir pueden pareceros a algunos de vosotros que necesitarían matizar. Cosas que sin dejar de ser ciertas, dejan de lado otras cosas que también son ciertas. No me molesta que pienses así, por cuanto me parece que es imposible —en una predicación un domingo por la mañana— matizarlo todo y enfocar todos los aspectos que habría que abordar. Lo que sí ruego que cada uno considere ante el Señor, es lo que puede ser cierto en esto también que os comparto esta mañana, además de lo que pueda ser cierto de otras cosas que no voy a decir.
Dios, entendido como tirano
Es habitual imaginar que la justicia de Dios funciona más o menos como la justicia estatal. Esto no es casualidad: la religión se inventó, en los albores de la civilización humana, con la finalidad de crear súbditos pasivos y obedientes frente a los caprichos de la autoridad. Los estados nacieron hace once mil años, del poder de señores de la guerra con poder absoluto, que demandaban sumisión y obediencia absolutas. Los dioses se inventaron como justificación de este poder en la tierra: Se entendían igual de caprichosos, poderosos, violentos y vengativos, igual de rápidos para castigar los agravios a su honra y prestigio.
Tristemente, existen cristianos cuya concepción del pecado y el castigo, todavía sigue ese patrón establecido cuando primero surgió la civilización entre los seres humanos. Aunque les parecería blasfemo tachar a Dios de tirano, en efecto es lo que creen que es. Creen que Dios dispone de nuestras vidas a capricho y nos exige una lealtad y obediencia y sumisión absolutas. Creen que a Dios le agrada que aparquemos nuestro propio discernimiento del bien y del mal, que aceptemos servilmente todo lo que nos mandan desde arriba, que asumamos que nosotros no somos nada y no valemos nada ante su gloria y majestad y poder incuestionable.
Como el poder de Dios es absoluto y nuestra obediencia debida también es absoluta, cualquier desobediencia de parte nuestra sería entonces digna de muerte. ¿Veis cómo opera la idea de Dios como un tirano? No importa lo que a nosotros nos parezca. Debíamos haber obedecido al instante y sin cuestionar, cueste lo que cueste. Como no lo hemos hecho, nos merecemos la muerte.
Es Dios creado a la imagen de los señores de la guerra. Es Dios a imagen y semejanza de los reyes absolutistas, del estado cuyas leyes siempre se tienen que obedecer. Y creemos esto, porque a los señores de la guerra, a los reyes absolutistas y quién sabe si tal vez hasta al estado moderno, les interesa que creamos que ellos son sencillamente un fiel reflejo aquí en la tierra, de cómo dispone Dios de las cosas en el cielo. La tiranía humana siempre se ha escudado fomentando la idea de idéntica tiranía celestial. Por eso, cuanto más tiránico y dictatorial el régimen político, tanto más religiosos son los que mandan. Solamente hay que pensar en la España del siglo pasado, para entender de qué estamos hablando.
Para Jesús, sin embargo, Dios es como el mejor de los padres
En una de sus parábolas, Dios es como un padre con dos hijos rebeldes. A uno lo espera día tras día, año tras año, vigilando el camino a ver si vuelve. Al otro, que lo insulta públicamente delante de todos sus invitados, tampoco lo rechaza sino que sale para intentar convencerle a que se sume a la fiesta. Ni al uno ni al otro se impone por la fuerza este padre; ni al uno ni al otro castiga. Porque ama intensamente a los dos y confía que con el tiempo, cada uno de ellos llegará a valorar ese amor y acabará respondiendo también con amor.
¿Quién, de todas las personas con que se cruza Jesús, está más lejos de Dios? ¿Quién ha rechazado más de cuajo a Dios y los valores que Dios enseña?
Los endemoniados. Uno no acaba endemoniado por azar, por casualidad, porque sí. Los demonios se apoderan de quienes han vuelto rotundamente la espalda a Dios, los que no se dejan proteger por Dios. Terminan así porque se dejan atrapar por vicios, inmoralidades y costumbres asquerosas que son de inspiración diabólica. Jugueteando con la maldad, acaban atrapados por espíritus de maldad.
¿Y cómo reacciona Jesús? ¿Les echa en cara su condición de endemoniados, su vida de depravación que ha desembocado en esta situación?
En absoluto. No hay endemoniado del que Jesús no sienta compasión. No hay endemoniado al que Jesús no libere, no dé otra oportunidad de volver a empezar. No les pregunta primero si están arrepentidos. No les pide primero un compromiso de nunca más desobedecer a Dios. Con una palabra, Jesús reprende a los demonios y los demonios huyen.
Ahora la persona se encuentra liberada, libre para escoger qué clase de vida va a vivir de ahora en adelante. Habrá quien opte por la santidad y la justicia y la verdad. Pero qué duda cabe que entonces, como hoy, muchos de los liberados acabaron volviendo a sus andanzas. Y sin embargo esto no parece frenar a Jesús. Porque Jesús es como Dios es. Y por eso Jesús no vino a condenar al mundo, que ya nos condenamos nosotros solitos por nuestra propia cuenta. Al contrario, Jesús vino a redimir al mundo y darnos a todos otra oportunidad.
Dios como padre en el Antiguo Testamento
En el libro del profeta Oseas, Dios se hace el duro con su esposa infiel, Israel, que le ha abandonado para prostituirse con otros dioses, dioses falsos, que solamente traen deshonra y sufrimiento. Pero aunque lo intenta, Dios es incapaz de encerrarse en su sentimiento de rechazo y dolor de marido engañado. Al final insiste en perdonar y volver a intentarlo una y otra vez, aunque su esposa infiel, Israel, persiste en serle infiel a cada oportunidad. Según Oseas, Dios declara fulminantemente que los hijos de Israel, hijos de su esposa infiel, son hijos ilegítimos con quienes no quiere tener nada que ver. Pero a la vuelta de hoja leyendo el profeta, Dios ya se ha enternecido y recibe en su abrazo paternal a esos mismos hijos:
—No importa con quién se ha estado acostando vuestra madre, para mí siempre seréis hijos míos, hijos amados. Lo he intentado, pero he descubierto que no sabría cómo dejar de amaros.
La semana pasada me invitaron a dar una conferencia en una iglesia en la Sierra de Madrid, sobre el Antiguo Testamento. En el coloquio posterior, alguien comentó que es en el Nuevo Testamento donde descubrimos que Dios es amor. Yo contesté que eso, sin dejar de encerrar mucha verdad, necesita matizar. Puse el ejemplo de Oseas, que acabo de mencionar, para explicar que también en el Antiguo Testamento Dios es amor. No es el único ejemplo. Los salmos también celebran de una y otra manera que el amor de Dios es eterno, que su misericordia dura para siempre.
Fue Jesús quien nos enseñó a ver a Dios como el mejor de los padres; pero ya en el Antiguo Testamento Dios está intentando constantemente derribar esa barrera que le levanta el entendimiento humano. Esa barrera de estar siempre imaginándonoslo a él, a Dios, como un tirano que se impone por la fuerza, doblegando y humillando toda resistencia a su poder. Ya desde el Antiguo Testamento, Dios viene tratando de tirar abajo esa forma equivocada de entender su justicia, su juicio y su verdad.
A lo largo de todo el libro de Jueces, el pueblo rechaza continuamente a Dios. Dios se enfada, les retira su protección sobrenatural en las fronteras. Pero cuando invade el ejército enemigo y el pueblo clama a Dios, se esfuma el enfado y Dios acude raudo a socorrerlos, poniéndoles un juez que los defienda. Y así a lo largo de todo el Antiguo Testamento. El pueblo es siempre infiel. Dios intenta una y otra vez mostrarse severo, hasta la destrucción de Jerusalén, con el pueblo llevado al exilio. Pero después va y resulta que Ezequiel tiene una visión donde Dios abandona Jerusalén y se viene con ellos al exilio. Se viene con sus castigados, con el pueblo supuestamente desheredado, el pueblo del que había jurado que se iba a desentender.
La lección más importante de todo el Antiguo Testamento, fue descubrir que en su momento de peor derrota y castigo, cuando Dios supuestamente se había desentendido definitivamente de su pueblo, allí sin embargo seguía Dios con ellos, acompañándolos al exilio y al destierro, compartiendo con ellos sus lágrimas y su dolor. Fue entonces que aprendieron que Dios es incapaz de guardar rencor.
La justicia en la sociedad feudal de la Edad Media
En el siglo XI, San Anselmo, obispo de Canterbury, escribió una obra que sería famosa hasta el día de hoy, sobre la justicia de Dios. Titulada Cur Deus Homo, argumentaba desde la observación de que cada infracción de un inferior contra su superior, tiene que pagarse con un castigo de igual peso que la infracción cometida. Es así como estaba estructurada la sociedad medieval, cuando los señores feudales eran muy celosos de su dignidad y sus derechos y su poder y autoridad sobre sus vasallos y súbditos.
Si el soberano en este caso es el Señor, Dios, cuya autoridad y soberanía es absoluta, entonces resulta que cuando faltamos a nuestro deber, cuando pecamos y nos rebelamos y dejamos de honrar a Dios, nuestra culpa es tan infinita como es infinita la gloria de Dios que hemos agraviado. Esto solamente se podía pagar con la muerte. Por consiguiente, la humanidad entera es rea de muerte, por cuanto todos hemos pecado, agraviando así infinitamente la infinita gloria de Dios. Con esto explicaba Anselmo la necesidad de que Cristo muriera por nosotros. Porque Cristo, siendo plenamente humano pero sin pecado propio que pagar con su muerte, pudo asumir la culpabilidad nuestra y morir él en lugar nuestro. Y así quedaba satisfecha la justicia divina, una justicia que, naturalmente, solamente se podía pagar con la muerte.
Esto está muy bien para explicar cómo funcionaba la sociedad feudal de la Edad Media. Pero desde luego no tiene nada en absoluto que ver con la imagen de Dios que nos pinta Jesús en sus parábolas. No tiene, de hecho, nada que ver con el cuadro de Dios que nos pinta la Biblia entera. Porque en la Biblia Dios no es el tirano al que se sirve y obedece por miedo, sino el padre que por su amor infinito mira siempre a otro lado para no ver nuestra maldad y siempre retira su mano cuando parece inminente el rechazo y castigo eterno.
La justicia en el seno familiar
Jesús nos invita, entonces, a ver a Dios como padre. Pero no como un padre cualquiera, sino como el mejor de los padres.
Y la justicia en el seno familiar es muy diferente a la justicia de los señores feudales en el gobierno de sus vasallos.
Esta semana hemos celebrado el día del padre. Padres aquí presentes: ¿Hay alguien aquí que ha castigado a su hijo o hija hasta hacerlo llorar? ¡Claro que sí! ¿Y cuál ha sido nuestra reacción, una vez que les hemos hecho llorar, una vez que vemos que se han dado cuenta que han actuado mal, cuando nos damos cuenta que han entendido la lección y el castigo? No sé vosotros; pero en cuanto mis hijos empezaban a llorar con mi castigo, brotaba en mi interior siempre la necesidad de calmarles, abrazarlos, tenerlos entre mis brazos y consolarlos con palabras de ternura. Quieres hacerte el frío, el duro, el severo; pero sus llantos te derriban esa fachada de dureza y al final acabas ejerciendo de protector y consolador.
El castigo en el seno familiar no es nunca para destruir. Ningún padre en su sano juicio mataría a su hijo o hija, no importa lo que haya hecho. No somos capaces de matarlos.
Jesús quiere que entendamos que Dios no es para nada como los reyes o los señores de la guerra, sino como un padre con sus hijos. Pero si esto es así, entonces la justicia de Dios tiene que ser también otra cosa completamente diferente a la justicia de esos soberanos humanos.
Lo justo en la familia, es que todos los demás valores palidezcan ante el valor de la reconciliación y la armonía y las buenas relaciones. Todo lo demás se sacrifica, con tal de que se pueda recuperar la armonía en la familia. Los hijos nos pueden irritar con su rebeldía, nos pueden hacer la vida imposible hasta la desesperación. Hay hijos que parecen estar invitando cada día a sus padres a rechazarlos, a desheredarlos, a desentenderse de ellos. Hay, de hecho, hijos que lo consiguen; que consiguen que sus padres los echen de casa y no quieran saber nada más de ellos. Pero ahí no acaba el sufrimiento. Porque un padre, un padre de verdad, los mejores padres como Dios es el mejor de los padres, llevarán toda la vida la espina clavada en el corazón, y un anhelo ininterrumpido de reconciliación con su hijo rebelde. Los padres buenos, si distanciados de sus hijos, sufren más que los hijos ese distanciamiento. Para el hijo ha resultado relativamente fácil rebelarse y distanciarse. Para el padre, esa enemistad es siempre infinitamente más traumática.
La justicia de Dios, entendido Dios como padre, no es castigar infinitamente una deshonra infinita. La justicia de Dios es conseguir, por medio de su amor, derribar las barreras de distanciamiento y rebeldía que le separan de su hijo.
Si Dios es un padre perfecto, no hay nada en él que tenga que cambiar, ninguna actitud suya que deba ablandarse. No es necesario ningún sacrificio —mucho menos el horror de un sacrificio humano— para aplacar la ira de Dios. La ira de Dios siempre desaparece en cuanto afloran las lágrimas de sus hijos. No, no es Dios el que tiene que cambiar. Somos nosotros. Es el corazón del hijo rebelde el que tiene que cambiar, el corazón del hijo el que se tiene que enternecer.
Pero los corazones no se enternecen a golpes, sino con amor. Ahí se equivocan todos los maltratadores, los que cometen violencia de género. Piensan que a golpes y malos tratos van a conseguir que una mujer los vuelva a amar. Pero cada golpe hace más difícil que ella vuelva a ese amor puro y sincero que antes sentía por él. Tal vez consiga acobardarla y someterla; lo que jamás podrá conseguir así es que nazca de nuevo su amor.
Dios esto lo sabe muy bien. Sabe que a golpes jamás conseguirá hacerse amar. A golpes tal vez consiga que lo tratemos como esos súbditos que temblando de terror se declaran siervos incondicionales de sus señores. Siervos aterrados que dicen cualquier zalamería que su amo quiere escuchar.
Pero si Dios es el mejor de los padres, esto jamás podría satisfacerle. La única justicia posible, para el padre de familia, es la justicia de relaciones restauradas de amor y afecto filial, donde el padre es feliz pero los hijos también lo son.
Por qué tuvo que morir Jesús
¿Qué sentido tiene entonces la muerte de Jesús, si la justicia de Dios es justicia de familia, que no esa justicia terrible y sanguinaria de señores de la guerra, de reyes, de señores feudales?
Cuando Dios se hizo carne y se dejó matar por nosotros, por la humanidad rebelde, nos demostró de una vez por todas que Dios no está dispuesto a defenderse de nuestra rebeldía, no está dispuesto a defenderse de nuestros desagravios a su honra. Prefiere morir él, que vengarse de nosotros matándonos.
¿Por qué tuvo que morir Jesús? Porque era el único desenlace posible en esta tragedia familiar.
Nosotros, la humanidad entera, éramos rebeldes contra nuestro Padre. Entre tanto, nuestro Padre no estaba dispuesto a defenderse matándonos a nosotros. Nuestra rebeldía es terrible. Es, en el fondo, asesina. Tan contraria a Dios, que no nos detuvimos ni siquiera ante el crimen inimaginable de asesinar a Dios. Pero si hay algo tan infinito como nuestro pecado, es el amor infinito de padre, con que Dios prefirió morir él, antes que matarnos a nosotros, la humanidad, sus hijos rebeldes.
Cuando comprendemos ese amor, empezamos a desandar el camino de nuestra rebeldía. Ese amor incondicional del Padre expresado en la disposición de Jesús a dejarse matar, ablanda nuestros corazones como ningún castigo lo podría hacer. Nos enternece, donde el terror a la ira divina solamente nos asustaría. Descubrimos que todo nuestro ser se inunda de amor, que es imposible no amar a un padre que nos ama así, un padre que nos ama hasta la muerte —hasta su propia muerte.
La muerte de Jesús no hace que Dios nos vea diferentes a nosotros. Lo que consigue es que nosotros veamos de otra manera a Dios. Que nos demos cuenta que su amor es puro, que es tierno, que es eterno, que es lo que sostiene al universo entero. No es Dios el que ha cambiado. Lo que cambia ante la cruz de Cristo, son nuestros corazones rebeldes y enemistados contra Dios.
Motivación para la santidad
¿Por qué dedicamos nuestras vidas a vivir en santidad y justicia delante de Dios y en relación al prójimo?
No por miedo a ningún castigo. No por espanto a manchar lo inmaculada que es su pureza divina. Dedicamos nuestras vidas a la santidad, a vivir de tal forma que agrademos a Dios y tratemos con justicia al prójimo, por pura gratitud. Por puro amor. Porque estamos orgullosos de tener el mejor de los padres y queremos que él esté orgulloso de que seamos sus hijos. Queremos que se note de quién somos hijos. Queremos que la gente diga de nosotros: «¡De tal palo tal astilla!»
Sabemos que si la gente dice eso de nosotros, esto no solamente nos enorgullece a nosotros, le hace feliz a él. Y con un padre así, con el mejor de los padres, ¿quién no quiere hacerle feliz?
Si hemos entendido estas cosas, la santidad no es nunca una obligación, una carga pesada. Jesús nos replantea la santidad como una invitación. La santidad es nuestro patrimonio como hijos del Padre. La santidad es ahora nuestra máxima ilusión y aspiración. Sí, tropezaremos por el camino. Pero con el padre del hijo pródigo abrazándonos cada vez que caemos, nos superaremos. A él no le importa nuestra ropa manchada, no le repele que apestamos a pecado. Lo único que le importa son nuestras lágrimas, nuestro dolor. Y así nuestra rebeldía se desvanece y lo único que nos queda es un amor que brilla más que el sol, llenando de luz toda nuestra existencia y transformándonos en hijos dignos del mejor de los padres.
Casi sin darnos cuenta, vamos siendo transformados a su misma imagen, a la imagen del Hijo, Jesús, que nos hizo comprender que tenemos el mejor de los padres. |
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