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La Iglesia. Comunidad misional del reino La iglesia. Comunidad misional del reino Introducción Los Cristianos tradicionalmente hemos intentado definir a la iglesia formulando listas mínimas de características consideradas esenciales para que la iglesia sea iglesia [1]. En la tradición católica romana, se llegó a definir la iglesia como comunidad sacramental. Esto significaba, por implicación que la gracia salvadora, comunicada por medio de los sacramentos, no podía experimentarse fuera de la iglesia. Siguiendo a Martín Lutero, los protestantes definían la iglesia verdadera como el lugar donde la Palabra es proclamada en verdad y los sacramentos son correctamente administrados. En la tradición calvinista se tendía a añadir una tercera característica, el ejercicio apropiado de la disciplina eclesiástica. Según estas definiciones, el clero es absolutamente esencial para la existencia de la iglesia verdadera. Sin embargo, entre los movimientos de reforma radical, las listas de los signos de la iglesia verdadera tendían a ser más largas, aplicándose tanto a la misión como a la vida de la comunidad cristiana entera. La lista elaborada por Menno es un ejemplo de esto. A (1) la enseñanza salvífica y no adulterada de la Palabra, y (2) el uso escritural de los sacramentos, él añadió (3) la obediencia a la Palabra de Dios manifestada mediante la santidad de vida, (4) un amor sincero y no fingido hacia los demás, (5) la confesión fiel del nombre, la voluntad, la palabra, y la ordenanza de Cristo «frente a toda crueldad, tiranía, tumulto, fuego, espada, y violencia del mundo», y (6) la cruz de Cristo libremente asumida por todos sus discípulos mediante su testimonio y su palabra [2]. La cristiandad estatal, tanto la católica como la protestante, tendía a comprender su identidad en forma ontológica, en términos de su propia esencia o carácter. Los movimientos de reforma radical, o iglesias de creyentes, han tendido a comprenderse en formas más dinámicas, en términos de aquello que perciben ser su propósito misional dentro de los designios salvíficos de Dios. Se han orientado más en la misión de Dios y se han fijado menos en su propia esencia, como institución. Y esta misma tensión la hallamos ya en la historia bíblica. El judaísmo se sintió muchas veces tentado a comprender su identidad fundamental como pueblo elegido de Dios en términos de privilegio especial, pero la visión profética y mesiánica eran esencialmente misionales. Hubo una clara llamada divina a una existencia salvífica y testimonial, no meramente para su propio bien, sino para la salvación de «las naciones». Y esta tentación, no se halla solamente en la historia pasada. Es también una tentación permanente, no sólo dentro de las confesiones estatales, sino también entre nosotros que nos contamos entre los enraizados en los radicales de antaño. Definiciones y Ejemplos Yo estoy usando el término «misional» a propósito. Reconozco que tal vez no sea una palabra castellana correcta. Cuando empecé a usar esta palabra enseñando en América Latina me dijeron que no era una palabra correcta y mi computadora me dice lo mismo cada vez que la escribo. Me ha complacido observar cómo las iglesias menonitas de Norteamérica (Mennonite Church USA, Mennonite Church Canada), están proyectando su identidad en términos de misión, organizándose en torno a su razón de ser según los propósitos de Dios, en lugar de comprenderse fundamentalmente en torno a lo que entendemos que sea nuestro carácter institucional. Me agrada ver la forma en que el término «misional» ha entrado en nuestro vocabulario. En 1998 salió un libro en inglés, con el título, Iglesia Misional: Una Visión para el envío de la Iglesia en Norte América [3]. Hace casi dos años el equipo que preparaba la transformación de las iglesias menonitas norteamericanas publicó un documento de estudio: «Una visión para una Nueva Iglesia Menonita». En él, una de las escritoras, Lois Barrett, señaló que la iglesia está llamada a ser misional. Aunque la misión puede ser la razón de ser de la iglesia, y las misiones pueden referirse a las actividades llevadas a cabo por la iglesia en el cumplimiento de sumisión, la iglesia tiene que ser misional. Esto tiene que ver con la misma naturaleza y vocación del pueblo comisionado a llevar a cabo la intención salvífica de Dios en el mundo. «Misional» tiene que ver tanto con lo que la iglesia es, como con lo que la iglesia hace. Yo empecé a imaginar lo que una iglesia misional podría ser durante nuestra estadía en España en la última parte de la década de los 70 y la primera parte de los 80. Durante estos años surgió una red de Comunidades Cristianas Radicales a través del norte de España. La génesis de estas comunidades, empezando en Burgos, tiene raíces múltiples – el testimonio de jóvenes que servían con Juventud con una Misión, grupos carismáticos católicos, el testimonio de un artista pentecostal finlandés y su alumno uruguayo, también pentecostal, la amistad de unos pocos jóvenes evangélicos españoles, y el apoyo decidido y participación activa menonitas desde la década de los 70 en adelante. En los comienzos, estas comunidades apenas hubieran podido llamarse iglesias, según las definiciones comunes. En realidad, los evangélicos españoles las miraban con un marcado recelo. La comunidad en Burgos de alguna manera consiguió un ejemplar deme libro, Comunidad y Compromiso, a la sazón recientemente publicado en Argentina [4]. Cuando uno de los de la comunidad en Burgos apareció en nuestra puerta en Madrid para invitarme a visitarles y compartir con ellos, pedí a un líder de la iglesia en Madrid, donde participábamos, su consejo. Su respuesta fue fundamentalmente ésta: «Sí, si se mantiene callado y no se trasciende». Más tarde, una persona prominente en la congregación evangélica más grande de Barcelona, probablemente hablando a nombre de los evangélicos en general, me dijo que no podía entender cómo una persona tan seria como yo podía asociarme con «esa gente», como ella los llamaba. Otra comunidad de fe surgió en uno de los barrios periféricos de Barcelona. En lugar de fijarse en su propia identidad eclesial, ellos se fijaron en los dones para ministerio que Dios había puesto en su medio. Con recursos mínimos, la comunidad abrió una residencia para ancianos y se dedicaron a cuidar a este sector muchas veces olvidado de la sociedad española de entonces. Proveyeron un ambiente familiar para estos ancianos solitarios donde pudiesen pasar los últimos años de su vida rodeados de hermanos y hermanas en una familia de fe. El culto y el ministerio de esta comunidad estaban integrados en una sola realidad de fe y vida y testimonio, como comunidad misional del reino de Dios. En Galicia, otro grupo surgió de un trasfondo evangélico con vocación a ser una comunidad en que su culto y su trabajo quedasen integrados. Organizaron una cooperativa de cerámicas para poder ofrecer una alternativa a la competitividad tan común en las sociedades industrializadas de hoy. En su vida misma, ellos ofrecían un testimonio vivo de nuevas posibilidades del amor, la justicia y un compartir económico en las relaciones humanas que, según el Nuevo Testamento, tipifican el reino de Dios. En el norte de España un grupo de jóvenes católicos formaron una comunidad de vida en una aldea rural, compartiendo la vida unos con otros y mostrando amor y bondad hacia sus vecinos, que muchas veces estaban marginados por la sociedad. Vivían entre sus vecinos con sencillez y compasión en su esfuerzo por comunicarles los valores del reino de Dios. Lo hacían a propósito como expresión concreta del evangelio. Una vecina le dijo a Bonny un día que ella salió a pasear por la aldea: «Ah, ese Antonio – jamás en mi vida he visto a una persona que se parece tanto a Jesús, como Antonio». Y hubo otros grupos similares en esta red de Comunidades Cristianas Radicales. Algunas de las comunidades apenas hubieran reunido las condiciones mínimas comunes para definirse como iglesias. Ninguna de ellas empezó con edificios exclusivamente dedicados como lugares de culto. Sin embargo, tanto en símbolo como en realidad ellos partieron el pan de la comunión y tomaron el vino de vidas entregadas en servicio sacrificial y vivificante a favor de otros. De hecho, fueron comunidades misionales del reino [5]. Algunas de estas comunidades han sobrevivido formalizándose institucionalmente, mientras que otras no han continuado en sus formas originales. Por cierto, los grupos como éstos son difíciles de programar, sin embargo estos ejemplos de ninguna manera son únicos. Movimientos similares, tales como las congregaciones misioneras dentro del catolicismo romano y movimientos de renovación entre los evangélicos, han surgido a través de la historia cristiana. Estas en particular me han tocado a mí y me han enseñado algo de lo que podría significar llegar a ser una iglesia misional. Estoy convencido, personalmente, que lo dicho por Jesús, repetido tantas veces en los Evangelios, es verdad en un sentido corporativo, al igual que personal: «Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará» (Mc. 8:35; cf. Mt. 10:39; 16:25; Lc. 9:24; Jn. 12:25). Sin duda, esto es aplicable también a la iglesia. Según los Evangelios, de alguna manera extraña y misteriosa hallamos el secreto de vida verdadera dando nuestra vida a favor de otros. Una Visión Bíblica del Pueblo Misional de Dios (Una Re-Lectura) La historia bíblica comienza con la creación, una creación que culmina con la formación de una comunidad humana a la imagen de Dios. Aunque esta comunión con Dios y la creación pronto fue víctima de la ambición humana, captamos una visión pasajera de la Creación tal como Dios la quiso y, a continuación notamos la estrategia divina para su restauración. La historia humana continúa tras la violencia de Caín. En el relato de Noé la misericordia de Dios prevalece en medio del juicio. Cuando, en el relato de Babel, la lucha humana por el poder llega a su culminación y sus intentos para dominar terminan en su propia alienación y confusión, Dios responde con una nueva creación, un nuevo comienzo, la formación de un pueblo misional que de nuevo llevará el nombre y la imagen de Dios. Esta alternativa – un pueblo que refleja el carácter divino y expresa , aunque imperfectamente, la intención salvífica de Dios – es esencial para comprender el sentido bíblico de lo que significa ser pueblo, al igual que para nuestra comprensión de misión. Cualquier intento de recuperar una visión bíblica de nuestra condición de pueblo independientemente de los propósitos misionales de Dios, acabará frustrado. Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición… y serán benditas en ti todas las familias de la tierra (Gen. 12:1-3). La comunidad abrahámica habría de ser para Dios una comunidad de bendición para toda la humanidad. Una bendición, según la visión bíblica, incluía infinitamente más que meras palabras y buenos deseos. En Israel antiguo la bendición era portadora de bienestar material y espiritual. El reinado de Dios es la esfera de bendición, la esfera en que la salvación divina en toda su plenitud se experimentaba en la fertilidad y la abundancia de la naturaleza y en relaciones sociales de justicia y de paz. Servir de bendición para las naciones equivale a ser misional en sus dimensiones verdaderamente salvíficas. La llamada a Abraham a dejar su tierra y la casa de su padre apunta a más que un mero cambio geográfico. Tiene que ver con conocer y obedecer a «Jehová el Dios de Israel», en lugar de los «dioses extraños» de los caldeos (Jos. 24:2). Como señala un documento judío que viene del período intertestamentario, «Este pueblo desciende de los caldeos. Al principio se fueron a residir a Mesopotamia, porque no quisieron seguir a los dioses de sus padres, que vivían en Caldea. Se apartaron del camino de sus padres y adoraron al Dios del Cielo, al Dios que habían reconocido» (Jdt. 5:6-8). La vocación de Abraham conllevaba dimensiones morales al igual que cúlticas religiosas. Seguir al Dios de Israel requería abandonar Ur, centro principal agrícola, industrial, comercial y religioso del mundo antiguo, con sus logros, para peregrinar bajo la tutela de Dios. En resumidas cuentas, se trataba de un llamado a una vida de radical inconformidad moral y espiritual, frente a la sociedad caldea y sus valores. Conocer al Dios de Israel conllevaba reordenar toda la vida con sus valores, conforme al carácter de Dios. La identidad del pueblo de Dios surge de la gracia y la providencia de Dios. El carácter esencialmente carismático del pueblo de Dios queda claro desde sus inicios. En esto contrastaba notablemente con Babel y sus herederos. El ejercicio egoísta del poder para dominar y para perpetuar este dominio siempre terminarán en la confusión. Israel cumpliría su misión de servir de bendición a todas las familias de la tierra más fielmente, precisamente cuando la visión de su carácter misional era más clara y su identidad distintivamente carismática era más evidente. La experiencia del éxodo y Sinaí en la vida de Israel constituye otro punto donde la intención misional de Dios para su pueblo se manifiesta con mayor claridad. «Ahora pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos ; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa» (Ex. 19:5-6a). De acuerdo con el relato bíblico, la elección de Israel se basaba en la pura gracia de Dios y en el hecho de que ellos fueran «el más insignificante de todos los pueblos» (Dt. 7:6-8). Esta visión fundamental de la elección divina como la predilección de Dios por los más insignificantes y los marginados estaba profundamente enraizada en la memoria de Israel. Los israelitas antiguos confesaban que «un arameo a punto de perecer fue mi padre, el cual descendió a Egipto y habitó allí con pocos hombres» (Dt. 26:5). Aunque más tarde Israel entendería mal esta elección divina como fuente de condición privilegiado, en realidad su elección era el resultado del favor de Dios para con los débiles, los humildes y los pobres. Y esta elección era al servicio, a la misión de Dios en el mundo. El término bíblico traducido «posesión» en estos textos refiere a una porción tomada de la entidad entera y destinado a un propósito especial [7]. Esto sitúa en su justo contexto la frase que acompaña: «porque mía es toda la tierra» (Ex. 19:5c). Israel fue elegido por Dios, no debido a sus propios méritos sino debido a la intención divina a salvar todas las naciones. La identidad de Israel surge de su vocación a ser un signo fiel de la intención salvífica para todas las familias de la tierra. Por eso, Israel había de ser diferente de los demás. La santidad que caracterizaba a Israel no le daba fundamento para ser orgulloso ni reclamar privilegios exclusivos. Es más bien la forma espiritual y social que toma concretamente su vocación misional. En la medida en que Israel fuera diferente de las demás naciones, debido a su relación con Dios, sería un signo eficaz de la intención salvadora de Dios para toda la humanidad. Como Israel confesaba en su credo, Dios había hecho pueblo suyo a aquellos que no eran pueblo (Dt. 26:5-9; cf. Os. 2:23). Este pueblo fue llamado a vivir en un marcado contraste con los demás pueblos precisamente porque, según su vocación divina, habían de ser señal e instrumento de salvación para las naciones. Los profetas del Antiguo Testamento mantuvieron viva esta visión durante épocas de infidelidad y de acomodación cultural bajo los reyes en Israel. Aunque los profetas advirtieron del juicio que les sobrevendría, también compartieron un mensaje de esperanza más allá del juicio, de una restauración del reinado divino de justicia y de paz. Recogieron esa visión de un pueblo misional, ya presente en la promesa antigua a Abraham, la visión del reinado de Dios restaurado para bendición de toda la humanidad. Según su visión, «el monte de la casa de Jehová» sería restaurado de una manera nueva y altamente visible entre todos los pueblos de la tierra. Vislumbraron las naciones siendo atraídas por las relaciones reconciliadas entre Dios y su pueblo caracterizadas por la justicia, la paz y la salvación (Miq. 4:1-4; Isa. 2:1-4; Zac. 8:20,22). Ezequiel, viviendo entre los exiliados en Babilonia, podía ver más allá del nacionalismo estrecho de sus contemporáneos. Podía, denunciar la infidelidad del pueblo de Dios y, a la vez, compartir su visión de que las naciones de la tierra fuesen bendecidas mediante el cumplimiento de su misión divina. «Y santificaré mi grande nombre profanado entre las naciones, el cual profanasteis vosotros en medio de ellas; y sabrán las naciones que yo soy Jehová…cuando sea santificado en vosotros delante de sus ojos» (Ezeq. 36:23). E Isaías, tras el retorno del exilio, vislumbraba que el templo restaurado llegaría a ser «casa de oración para todos los pueblos» (Isa. 56:7,8). Los profetas vislumbraron un pueblo que caminaría en los senderos del Señor, guiado por las provisiones de su pacto misericordioso, que sería como un imán que atrae hacia sí los demás pueblos de la tierra. Esta visión fundamental de ese pueblo santo de Jehová —anticipada ya en la vocación de Abraham (dependencia absoluta en Dios, tanto para su vida como para su supervivencia) y en su experiencia el éxodo y Sinaí (relaciones sociales determinadas por el pacto, con sus valores de justicia y paz)– llega a ser la visión profética la restauración del pueblo de Dios. Jesús, y el movimiento mesiánico que él inició, no pueden comprenderse independientemente de esta visión veterotestamentaria del pueblo misional de Dios. Toda la proclamación y enseñanza y actividad de Jesús, en los intereses del reinado de Dios, apuntaban hacia la restauración de un pueblo santo comisionado a llevar a cabo de una manera definitiva el propósito salvífico de Dios en medio de las naciones. La misión mesiánica apuntaba hacia la formación del pueblo escatológico de Dios, donde se realizaría el reinado de Dios con su orden social distintivo. Jesús concebía a la comunidad en términos de la visión profética «de la casa de Jehová…establecida por cabecera del monte». Describió este pueblo nuevamente restaurado como «la luz del mundo, una ciudad asentada sobre un monte…para que [los pueblos] vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo» (Mt. 5:14-16). Es en este contexto que tenemos que comprender aquellas llamadas revolucionarias a renunciar a toda violencia (Mt. 5:39-48) y a cualquier intento de dominar mediante la fuerza (Mc. 10:42-44) entre sus seguidores. La práctica del amor no-resistente hacia personas violentas y su visión para ejercer una autoridad derivada totalmente del servicio implican la existencia de una comunidad contra cultural que está en contraste marcado con las sociedades seculares caracterizadas por su deseo de ejercer el control mediante la coacción. Es precisamente esta clase de amor no-resistente lo que revela de la forma más clara a un Dios que ama a sus enemigos y busca salvarlos (Mt. 5:3,9,16,44-48). A la luz de este trasfondo veterotestamentario, la petición en la oración de Jesús, «santificado sea tu nombre», expresa la esperanza de que Dios habrá de restaurar a un pueblo que es concretamente diferente en su santidad social. Implica la restauración del verdadero pueblo de Dios, a fin de que el reinado de Dios brille con toda claridad y que el nombre de Dios sea honrado en toda su gloria entre todos los pueblos (Ezeq. 20:41, 44; 36:22-24; Lev. 20:26; Dt. 7:6-11) [8]. La insistencia, de parte de Jesús, en la justicia que corresponde al reinado de Dios (Mt. 5) y su confianza en la providencia del Padre (Mt. 6:19-33) presuponen la clase de comunidad vislumbrada en la vocación de Abraham y en el pacto misericordioso de Sinaí, con sus provisiones sabáticas y jubilares. Estas enseñanzas empezaron a encarnarse en la comunidad que se formó en torno a Jesús. Se trata de una expresión concreta del reinado de Dios que está siendo restaurado. Un pueblo nuevo y diferente surge en medio de las naciones, un pueblo en el cual resplandece la gloria de Dios para bendición de todos los pueblos de la tierra (Miq. 4:1-4; Mt. 5:14-16). Si nos tomamos en serio la descripción del Evangelio de Marcos, Jesús fue crucificado literalmente porque procuraba restaurar el templo a su función como casa de oración para las naciones, tal como el profeta Isaías había vislumbrado (Mc. 11:17-18; Is. 56:7). La forma social que tomaba la comunidad reunida en torno a Jesús estaba ya anticipada en la visión profética de un pueblo contracultural colocado en medio de los pueblos como signo visible de la intención salvífica para todos. De hecho, la gran comisión de Jesús presupone la existencia de esta clase de comunidad. Ésta es también la visión que inspiraba a las comunidades apostólicas del Nuevo Testamento. Se veían como comunidades de testimonio en medio del judaísmo contemporáneo al igual que a los pueblos paganos. Este es el contexto para comprender la vida ymisión de la comunidad. La Autocomprensión de la Iglesia como Comunidad Misional en 1 de Pedro I de Pedro 2:9-11 nos ofrece un excelente ejemplo de la forma en que la iglesia primitiva comprendía su identidad esencial como comunidad misional: Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, por ahora habéis alcanzado misericordia. Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma. La visión veterotestamentaria de un pueblo misional era fundamental para la auto-comprensión de la iglesia. Estas imágenes de pueblo fueron tomadas directamente de los textos que inspiraron el sentido de identidad en Israel antiguo – Ex. 19:5-6, Dt. 7:6-7, Isa. 43:20-21, y Os. 1:6-9. I de Pedro presenta en forma explícita las dimensiones misionales de su condición de pueblo. El hecho de apelar a estos textos del Antiguo Testamento nos revela dos aspectos de la autocomprensión de la iglesia primitiva. Primero, la iniciativa salvífica de Dios es esencialmente corporativa en sus dimensiones. La salvación en la Biblia es relacional. Se trata de la restauración de relaciones estropeadas – con Dios, entre los humanos y con el orden creado entero. Se experimenta la salvación en la restauración de todas estas relaciones rotas. Las versiones altamente privatizadas de la salvación, que los cristianos occidentales muchas veces nos hemos imaginado, carecen de sólido fundamento bíblico. Segundo, el uso de estos textos del Antiguo Testamento señala que la iglesia entendía que el carácter y la función del pueblo de Dios en el mundo habría de ser fundamentalmente misional. Un «sacerdocio real» supone un pueblo dedicado al culto y al servicio de Dios, su rey. También apunta a la función representativa de un pueblo que existe para servir de bendición a todos los pueblos de la tierra. Su vocación es interceder y abogar por toda la humanidad. La conducta de este pueblo en medio de las naciones tiene que reflejar, sin distorsión, al Dios salvador que ellos han llegado a conocer. «Nación santa» es otra imagen que señala a un pueblo cuya identidad es determinada por el carácter y los propósitos salvíficos de su Dios. El contexto de esta imagen en 1 de Pedro hace claro que la santidad que está a la vista aquí no es una espiritualidad netamente individual, en primer instancia, ni es cuestión de una santidad puramente personal o particular, por importantes que éstas sean. El enfoque fundamental de este pasaje es un pueblo que en forma corporativa da testimonio a la intención salvadora de Dios para toda la humanidad. El claro sentido de identidad comunitaria de la iglesia primitiva era un elemento esencial para el cumplimiento de su misión. Esta comunidad contra cultural era tanto el contexto en que la gracia de Dios era experimentada, como el instrumento para la comunicación de esta gracia a los pueblos de la tierra. «Linaje escogido» y «pueblo escogido» son imágenes que reflejan la convicción que corre a lo largo del Antiguo Testamento, desde Moisés hasta los profetas, constituyendo la base del sentido de pertenencia y de propósito en Israel Antiguo. El pueblo de Dios existe para bendición de todos, a fin de poder comunicar la gracia de Dios a todos. La comunidad petrina entendía que, como pueblo misional de Dios, sería distintivamente contra cultural en su relación con el mundo al cual había sido enviado. Como pueblo misional de Dios en el mundo, los cristianos se hallaban en casa dondequiera. Sin embargo, no se encontraban plenamente en casa en ninguna parte. Tanto Pedro como Pablo aclaran que su condición de pueblo era parte integral de las buenas nuevas, al igual que instrumental para su proclamación. Citando del texto en Oseas 1:6-9, Pedro dice que no ser pueblo de Dios es encontrarse fuera de su gracia, y al contrario, ser pueblo de Dios es experimentar la misericordia de Dios (1 de Ped. 2:10). Por su parte, Pablo escribe que estar alejado de la ciudadanía del pueblo elegido era encontrarse «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef. 2:12). Y al contrario, una relación con el Padre se halla en el contexto de la familia de Dios, dentro de su pueblo misional (Ef. 2:18-19). Esta visión de condición de pueblo misional que surge de la vocación de Abraham y de la tradición del éxodo y Sinaí, corre a través de los profetas y halla su expresión más plena en el Nuevo Testamento. Jesús mismo cumplió esta visión de condición de pueblo y de sentido de misión (Mt. 5:13-16, et al.) y tanto Pedro como Pablo, y los demás escritores del Nuevo Testamento, lo articularon para la iglesia primitiva. Sentido en la Iglesia Primitiva de Ser Pueblo Misional Esta visión de la predilección de Dios por los débiles, los vulnerables y los marginados era un ingrediente esencial en la identidad de Israel. Profundamente enraizada en la vocación de Abraham y en la experiencia del éxodo y en Sinaí, la visión fue claramente articulada en su credo más antiguo (Dt. 26:5-9). Pero esta visión de la actividad salvífica de Dios a favor de la viuda, el huérfano y el extranjero, reflejada en los profetas, llega a su culminación bíblica en Jesús y su misión mesiánica. Jesús reflejaba a un Dios que busca y salva a los marginados – pobres, cobradores de impuestos, pecadores, ceremonialmente inmundos, leprosos, galileos, samaritanos y paganos, las mujeres (aun incluyendo las de mala fama), y los niños. De esta clase de gente común y marginada Jesús formó un grupo de discípulos que luego fueron consolidados en la comunidad misional del Espíritu que vemos a partir de Pentecostés. Así era la compasión de Jesús hacia los marginados. Y, como hemos notado ya, esto condujo a la enemistad de las autoridades judías y finalmente a su crucifixión. Para su enorme crédito, la iglesia primitiva mantuvo intacta esta visión. La iglesia concebía su propia identidad en términos de comunidad contra cultural y misional al servicio del reino de Dios. Perduró en la iglesia la misma visión del reinado de Dios que había inspirado a Jesús: «Que hace justicia a los agraviados; que da pan a los hambrientos;…liberta a los cautivos,…abre los ojos a los ciegos;…levanta a los caídos ama a los justos;…guarda a los extranjeros; al huérfano y a la viuda sostiene» (Sal. 146:7-9). Cumplir esta visión de la intención salvífica de Dios para todos, sería la razón de ser de esta comunidad misional. El debate entre judíos y gentiles en Los Hechos se entiende mejor en esta perspectiva. Los paganos marginados se destacan, aún en el Evangelio de Mateo, el más «judío» de los Evangelios. Hay mujeres de mala fama y de origen pagano que figuran en la genealogía de Jesús. Las primeros testigos de la resurrección de Jesús fueron mujeres. De los labios del odiado oficial del ejército de ocupación oímos que Jesús es el Hijo de Dios. Entre los escritores de los documentos del Nuevo Testamento hubo presos políticos. Esta es la visión y la práctica de la iglesia neotestamentaria que continuó en el segundo siglo. Las mujeres se contaban entre los primeros protagonistas en la vida y misión de la iglesia de manera sin paralelo en la sociedad contemporánea, tanto judía como pagana. En realidad, se piensa que las mujeres figuraron entre los mejores evangelizadores durante los primeros dos siglos en la expansión de la iglesia por el imperio romano. Están casi ausentes en los escritos de los cristianos primitivos una teología demisión, programas de evangelización, oración por la conversión de los paganos, y aún, nombres de misioneros formalmente enviados. Las comunidades cristianas fueron intencionadamente misionales [9]. La «casa de los mujeres», el patio central donde las familias vivían y trabajaban y donde la interacción social ocurría, era el lugar principal de evangelización. Los cristianos de origen judío vencieron sus antiguos prejuicios y odios étnicos hacia los samaritanos y los paganos, compartiendo sus casas, sus mesas y su amor sin límites con aquellos que hasta ese momento habían tenido por enemigos. Tal como lo cuenta Justino Mártir, donde la lógica y el debate fracasaban en la comunicación de la fe, la profundidad y autenticidad del amor de estos cristianos unos para otros, y aún para sus enemigos y el arrojo personal con que ellos enfrentaban hasta la muerte misma a favor de éstos, sí fueron convincentes [10]. Ni aún las amenazas de muerte pudieron disminuir su lealtad, ni hacer callar su testimonio valiente, al que ellos confesaban ser Señor de un reino que no era de este mundo. Los cristianos persuadieron a sus detractores, no con la fuerza de la lógica, ni la elocuencia de su proclama, sino por la integridad de su vida. Aún las ancianas analfabetas entre ellos se volvieron apologistas por la causa del reino. Esclavos fugados, escondidos entre las masas de las grandes ciudades del Imperio, hallaron nueva vida y esperanza incorporados en igualdad de condiciones a las comunidades cristianas. Uno de estos exesclavos, Hermas, llegó a ser líder prominente en la iglesia en Roma a principios del segundo siglo. De hecho, al principio sus escritos fueron considerados para incluir en el canon cristiano. En lugar de abandonar a los niños no deseados, como lo hacían sus contemporáneos paganos, los cristianos pasaban por los basurales recogiendo a los niños tirados, criándolos como si fueran sus propios hijos. Estas modestas iglesias domésticas fueron, en sí, comunidades misionales de compasión y amor. Las semejanzas entre la iglesia apostólica y los sacramentistas primitivos y el movimiento anabautista en los Países Bajos son realmente notables. Estos también llegaron a ser movimientos populares de carácter misional. Desde el principio, ellos también mostraron una compasión que atraía a las masas marginadas de la sociedad. Estaban compuestas de campesinos y artesanos, obreros y pescadores, pobres y analfabetos, mujeres y otras personas marginadas por la sociedad. Ellos rompieron el monopolio sacramental y eclesiástica que ejercía el élite clerical de la época sobre los medio de gracia y, en el proceso, transformaron la definición común de la iglesia en una visión de comunidad misional en que todos son igualmente participantes. La gloria de los movimientos sacramentista y anabautista no era tanto su capacidad heroica a permanecer moralmente intachables y sin arruga, como algunos dentro del movimiento esperaban. Era más bien, su atrevida apertura contra cultural hacia los marginados, dispuesto a arriesgarse aun a la muerte misma a fin de abrir los medios de gracia a los marginados por la sociedad eclesiástica dominante. Menno seguramente representaba al movimiento en la forma en que él gustosamente aceptaba el oprobio y la ignominia que la solidaridad con los marginados y los herejes producía. Él defendía valientemente a los pobres y los desheredados contra las calumnias y las acusaciones falsas de los ricos y los poderosos [11]. El secreto de su vitalidad está , me parece a mí, en su capacidad para vislumbrar a la iglesia, no tanto como lugar de status privilegiado, sino en dinámicos términos misionales. Los Anabautistas no se quedaban con definiciones mínimas de la iglesia en términos de lo que se concebía ser su esencia (proclamación de la Palabra y celebración de los sacramentos), sino también en términos misionales. Como hemos visto, Menno incluía la obediencia a la Palabra de Dios manifestada en la santidad de vida; un amor sincero y no fingido para otros, la fiel confesión del nombre, voluntad, palabra y ordenanza de Cristo «frente a toda crueldad, tiranía, tumulto, fuego, espada y violencia de este mundo»; y la cruz de Cristo libremente asumida por todos sus seguidores por su testimonio y su palabra [12]. Yo tengo la convicción que lo que dio al movimiento anabautista en los Países Bajos su vigor y vitalidad y lo hizo tan atractivo a las clases sociales marginadas fue su insistencia en el carácter misional de la iglesia como comunidad compasiva del reino de Dios. Yo dudo que un enfoque sobre el carácter ontológico e institucional de la iglesia hubiera tenido tanta atracción para ese pueblo abandonado por las instituciones religiosas de la época. Conclusión Los Menonitas en Norteamérica nos encontramos en un momento clave de nuestra historia. Podemos, como lo ha hecho la cristiandad en general, definir nuestra identidad en forma ontológica y estática, en términos de nuestra percepción de nuestra esencia. Podemos tratar de ponernos de acuerdo en cuanto a nuestros límites a fin de definir más exactamente quienes somos. Esta postura refleja, sin duda, nuestro interés por conservar la pureza de la iglesia. Por otra parte podemos concebir nuestra identidad en términos misionales y dinámicos. Así nuestra preocupación fundamental no sería tanto enfocar la esencia de nuestro ser eclesial, sino nuestro deseo de ver los propósitos salvíficos del reino de Dios cumplidos para la salvación de todos. Nuestra preocupación no sería tanto conservar nuestra propia vida sino poner nuestra vida por la causa de Cristo y de su reino. Nuestro repaso de la historia del pueblo de Dios, tanto la bíblica como la post-bíblica, nos recuerda que la restauración de toda la Creación estropeada parecería ser la preocupación fundamental de Dios. Esto ayuda a explicar la predilección divina por los quebrantados, los débiles, los que sufren, los enfermos, los pequeños, los marginados, los pobres, los oprimidos, los desheredados y los perdidos. Y en los Evangelios esta era precisamente la misma preocupación que conmovía a Jesús. Tanto por sus dichos como por sus hechos Jesús comunicaba el amor inefable de un Padre que se compadece y salva. Los Evangelios también nos dicen que la invitación a seguir a Jesús es una invitación a participar junto con él en la misión salvífica de Dios en el mundo. En realidad, la naturaleza de la misión de la iglesia tiene que ser determinada por la misma misión de Jesús (Mt. 9:35-10:42). Entre otras cosas, esto significa que nos preocuparemos menos por nuestro propio futuro eclesiástico porque confiamos que nuestro futuro estará seguro en las manos de Dios. Después de todo, desde la perspectiva del reino restaurado de Dios, la existencia de la iglesia es secundaria. Significa que la iglesia puede preocuparse menos por su propio mantenimiento y futuro y asumir los riesgos de un amor sin condiciones y compasión para con todos aquellos que son objeto del amor y la compasión de Dios. En lugar de concentrar nuestros recursos en nuestras propias congregaciones e instituciones, podríamos ser libres para invertirlos donde más se necesitan, allá en la periferia. Después de todo, en la Biblia parecería que un evangelio auténticamente salvador, puede comunicarse mejor desde una postura de vulnerabilidad que desde una posición de poder e influencia. Nos preocupan esas cuestiones que tienen que ver con nuestra vida congregacional y denominacional. Pero éstas no tienen por qué ser nuestra mayores preocupaciones. Enfocar nuestra identidad desde la perspectiva de la misión de Dios en el mundo, con su propósito de restaurar la creación y la humanidad estropeada, eso sí debe preocuparnos. Estoy convencido de que el dicho, tantas veces repetido por los evangelistas, es verdad tanto en su sentido corporativo como en el personal. «Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará» (Mc. 9:35; cf, Mt. 10:39; 16:25; Lc. 9:24; Jn. 12:25). Esto también se aplica a la iglesia. Aquí está el secreto para la comunicación de un evangelio auténtico. Aquí también está el secreto del futuro de la iglesia en los propósitos eternos de Dios.
1. La versión original en inglés de este trabajo apareció en Karl Koop and Mary H. Schertz, editors, Without Spot or Wrinkle: Reflecting Theologically on the Nature of the Church, Elkhart, Indiana (EE.UU.): Institute of Mennonite Studies, 2000. La traducción es del propio Juan Driver. 2. Leonard Verduin, trad., y J. C. Wenger, ed., The Complete Writings of Menno Simons (Scottdale, Pa.: Herald Press, 1956), 739-41. 3. Darrell L. Guder, ed., Missional Church: A Vision For the Sending of the Church in North America (Grand Rapids: W. B. Eerdmans, 1998). 4. Juan Driver, Comunidad y compromiso: Estudios sobre la renovación de la iglesia, (Buenos Aires: Ediciones Certeza, 1974). 5. Estas comunidades compartían las siguientes características: (1) eran misionales; (2) eran carismáticas en el sentido de depender de los dones de la gracia de Dios para su vida común, su edificación y sumisión; (3) compartían sus recursos de manera formal o informal; (4) eran ecuménicas en compromisos asumidos y sus relaciones con la iglesia más amplia. 6. Suzanne de Dietrich, The Witnessing Community: The Biblical Record of God’s Purpose (Philadelphia: Westminster 7. Suzanne de Dietrich, TheWitnessing Community: The Biblical Record of God’s Purpose (Philadelphia: Westminster 8. Gerard Lohfink, La iglesia que Jesús quería: Dimensión comunitaria de la fe cristiana,(Bilbao: Desclée y Brouwer, 1986), 24-27, 136. 9. Alan, Kreider, “Worship and Evangelism in Pre-Christendom” (The Laing Lecture, 1994, Vox Evangelica, 10. Justino Mártir, Apología 2.12-13; in Alexander Roberts and James Donaldson, eds., The Apostolic Fathers with Justin Martyr and Irenaeus, vol. I of The Ante-Nicene Fathers (New York: Charles Scribner’s Sons, 1925), 192-193. 11. The CompleteWritings of Menno Simons, 307, 558, 674, et al. |
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