Colección de lecturas
 

PDF Gracia y libertad. Perspectiva anabaptista

Gracia y libertad
Una perspectiva anabaptista
por Antionio González

La tensión entre la libertad humana y la gracia de Dios representa uno de los problemas más clásicos de la teología. El problema aparece de forma explícita en la disputa entre Agustín de Hipona y Pelagio, y llega hasta la teología de nuestros días, muchas veces planteado en los mismos términos con los que ya se planteó en sus inicios. En este texto trataremos de preguntarnos cuál podría ser la aportación propia de una perspectiva anabaptista a esta discusión.

Introducción

El punto de partida del problema puede situarse en la inequívoca afirmación bíblica de que la salvación es un regalo de Dios que no merecemos, y que precisamente por eso es gratuito. Si la salvación fuera algo correspondiente a nuestros méritos, la gracia ya no sería gracia, sino la paga por nuestro esfuerzo (Ro 11,6). No se trata, como a veces se pretende, de que el énfasis en la soberanía de la gracia sea exclusivamente paulino. Se encuentra en los diferentes estratos del Antiguo y del Nuevo Testamento, y no sólo en un autor (Dt 7,6-8; Jn 1,14-17; Hch 4,33; etc.). Ahora bien, junto a estas afirmaciones decididas de la soberanía de Dios hay que tener en cuenta también la presencia de abundantes textos bíblicos en los que se subraya la libertad y la responsabilidad humanas. La libertad es, desde el punto de vista bíblico, una característica esencial del ser humano, a la que se apela frecuentemente cuando los diversos autores bíblicos, incluyendo al mismo Pablo, exhortan a que nos tomemos en serio nuestra propia salvación (Flp 2,12). Podríamos decir que el problema de la gracia y la libertad comienza siendo un problema de hermenéutica bíblica, en el que entra en juego la necesidad de comprender conjuntamente («canónicamente») textos aparentemente contradictorios entre sí.

La presunta contradicción estaría en que cualquier papel que se otorgue a la libertad humana en el proceso de la salvación implica automáticamente una negación del carácter absolutamente gratuito de la misma. Inversamente, la afirmación de la gratuidad de la salvación implicaría negar la posibilidad de que algún acto libre del ser humano pudiera ser considerado como un mérito para conseguirla. En el tiempo de Agustín, circuló una cierta alternativa al pelagianismo, llamada el «semipelagianismo». Según esta posición teológica, todo el proceso de la salvación sería gratuito, con la única excepción de su inicio. Dios solamente salvaría a aquellos que de alguna manera aceptaran ser salvados, y esta aceptación supondría un acto libre del ser humano, que no podría ser atribuido directamente a Dios. De esta manera, se salvaría un resquicio para un papel de la libertad humana en el proceso de la salvación. Sin embargo, precisamente ese acto libre sería un mérito nuestro, y no una acción gratuita de Dios, con lo que la gracia perdería, al menos parcialmente, su carácter gratuito. Como es sabido, la posición semipelagiana fue rechazada por la iglesia antigua, y en conjunto se impuso la opinión de Agustín, quien insistía en atribuir a Dios todos los méritos en la salvación, incluyendo el «primer paso» de aceptar su gracia [1].

La iglesia antigua tuvo sin embargo bastante cuidado en evitar las consecuencias extremas que se podrían extraer del énfasis de Agustín en la predestinación. Y es que si Dios es el único autor de nuestra salvación, parecería que Dios ya ha decidido de antemano quiénes se salvan y quiénes no. Antes del pecado humano, y antes incluso de la creación, podría haber ya una doble predestinación. Dios desde la eternidad habría destinado soberanamente a algunos a la salvación, y otros a la perdición [2]. Esto no significa que Dios sea injusto: el pecado humano es universal, y la misericordia de Dios con algunos pecadores no es algo que Dios le deba a nadie. Si fuera algo debido, ya no sería gratuito, y la gracia ya no sería gracia. No es claro que esta doctrina se pueda atribuir a Agustín, pero sin duda puede considerarse característica de una tradición teológica que apela a él. Ciertamente, la idea de una «doble predestinación» puede resultar atractiva para explicar la presencia del mal en el mundo, y los aparentes límites de la gracia de Dios. ¿Cómo es posible que un Dios todopoderoso admita todos los daños que los seres humanos se infringen unos a otros? La idea de un perdón gratuito, pero limitado a unos elegidos, podría pretender aportar una respuesta a la paciencia de Dios con el mal. Ahora bien, la doctrina de la doble predestinación, llevada a sus últimas consecuencias, se independiza plenamente del comportamiento humano. La predestinación en último término tendría que ver solamente con la certeza privada de la fe, y no con el propio comportamiento, pues en realidad nuestro comportamiento poco podría afectar a los decretos eternos de Dios. Si lo hiciera, la gracia dejaría de ser gracia. De este modo, la salvación se desliga del comportamiento humano y de las situaciones reales de sufrimiento, injusticia y opresión por las que pasa nuestro mundo.

De nuevo aquí nos encontramos con un problema hermenéutico semejante: por una parte parece haber textos bíblicos en los que claramente se afirma la soberanía de la elección de Dios, e incluso el hecho de que Dios endurece el corazón de quienes se oponen a él (Ex 9,12), al mismo tiempo que otros textos proclaman inequívocamente la voluntad divina de salvar a toda la humanidad (1 Ti 2,4) [3]. Desde el punto de vista de la afirmación de la libertad humana, podría pensarse que hay, por parte de Dios un ofrecimiento universal de la salvación, mientras que la aceptación de ese ofrecimiento depende de la libertad de cada persona. De esta manera quedaría a salvo la voluntad universal de salvación por parte de Dios, al mismo tiempo que se concede un lugar a la libertad humana. También sería comprensible la necesidad de la labor misionera, pues ella parecería ser la mediación necesaria para que el ofrecimiento libre de Dios alcance a toda la humanidad. Sin embargo, aquí reaparece el problema planteado desde el principio. Y es que, si la salvación pende de un acto humano, de nuevo nos encontramos con que ella ya no es plenamente gratuita, sino que puede ser atribuida a nuestros méritos.

Como es sabido, estas discusiones reaparecen periódicamente en la historia de la teología. Con toda su fuerza aparecieron en el siglo XVI, cuando los grandes reformadores retomaron la posición agustiniana con todas sus consecuencias. Zwinglio fundamentó su idea de la predestinación en la providencia absoluta de Dios sobre todo lo que ocurre en el mundo, mientras que Calvino piensa la predestinación más bien como un fundamento de la doctrina de la justificación y como un fundamento de la eclesiología. No obstante, sus énfasis en la soberanía de la gracia de Dios son claros: la predestinación no es sólo el hecho de que Dios sabe de antemano qué es lo que el ser humano va a hacer, y por tanto cuáles son los méritos que va a adquirir mediante sus obras, sino el decreto eterno de Dios por el cual ya está determinado qué es lo que va a hacer con cada ser humano, con independencia de sus obras. Esto implica obviamente una «doble predestinación» [4]. Y también implica que la predestinación, como fundamento de la eclesiología, está abocada a predicar una diferencia entre la iglesia visible y la invisible, ya que la predestinación es en último término independiente de las obras que haga cada uno. Las posiciones de Lutero no eran inicialmente muy distintas, pero Melanchton y otros seguidores moderaron algunas de sus tesis más radicales, subrayando que el ser humano no es un pedazo de madera o de piedra, sino que al menos tiene la libertad de no rechazar ni resistir la Palabra de Dios [5]. De este modo, el énfasis en la predestinación pasó a ser más propio de la tradición reformada, dentro de la cual apareció sin embargo la disidencia de Arminio, quien no aceptaba que la doble predestinación fuera compatible con la justicia de Dios, ni que la muerte de Cristo hubiera sido solamente por los elegidos, y no por todos los hombres. Todavía en nuestro tiempo, es frecuente dividir el campo evangélico entre «calvinistas» y «arminianos», entendiendo de esta manera que no existen más posiciones posibles que estas dos mencionadas.

En el campo católico, la discusión se planteó en la conocida polémica de auxiliis, entre dominicos y jesuitas. Mientras los dominicos, con Báñez a la cabeza, insistían en la soberanía de Dios, sin cuyo concurso nada sucede en el mundo, los jesuitas, representados por Luis de Molina, trataron de conciliar la gracia con el libre albedrío. Molina defendía la idea, que después reaparecería en la teología de Rahner, de que nunca ha existido un ser puramente natural, sino que la gracia acompañaba ya desde el principio al ser humano. De este modo, podía Molina afirmar que lo que el ser humano pierde con la caída no es la libertad, sino los auxilios sobrenaturales con los que contaba inicialmente. En el presente, no podemos creer sin la ayuda de Dios, pero esta ayuda está ofrecida a todo el mundo, en la forma de una «gracia preveniente» que le es dada a todo el que hace todo lo que puede por creer y por renunciar al pecado. Aunque la posición jesuita estuvo a punto de ser condenada por el papa, finalmente éste tomó la decisión «política» de prohibir que jesuitas y dominicos se acusaran mutuamente de herejía, y de exigir que toda obra sobre la gracia fuera presentada a la Inquisición antes de ser publicada. Esto no acabó con las polémicas, que duraron varios siglos, y que se volvieron especialmente virulentas cuando Cornelio Jansenio defendió el carácter irresistible e infalible de la gracia de Dios, y formuló una versión católica de la «doble predestinación». En este caso, los jesuitas se lograron imponer oficialmente sobre el jansenismo.

No se trata simplemente de posiciones teológicas clásicas. Podríamos decir que la ilustración, en general, supuso un énfasis en la libertad humana, y por tanto un distanciamiento de todo énfasis en la soberanía de Dios. Desde el punto de vista ilustrado, un Dios que pasa por alto la libertad humana equivaldría a un Dios que ignora nuestra misma dignidad personal. Nada más opuesto a la mentalidad liberal que la idea de un Dios que trata a los seres humanos como marionetas, ignorando su libertad. Nada más opuesto al espíritu ilustrado que el recurso a Dios para justificar nuestros propios fallos morales [6]. Ciertamente, el punto de vista ilustrado enlaza con algunas verdades bíblicas fundamentales, como la idea de que Dios, desde el comienzo, pretende relacionarse libremente con seres humanos libres, al coste de respetar su libertad, y todas las posibles consecuencias negativas de la misma. Ahora bien hay otro aspecto de la concepción ilustrada del ser humano que no enlaza tan fácilmente con el punto de vista bíblico. Es el individualismo de una concepción del ser humano según la cuál éste es verdaderamente humano cuando no debe nada a nadie, y todo se lo puede atribuir a sí mismo. Algo muy lejano a la concepción bíblica del ser humano como creatura (Sal 100,3). El ideal de ser humano «hecho a sí mismo» es parte de nuestra cultura, tanto en sus formas modernas como postmodernas, y en buena parte también de la «in-humanidad» de la misma. No deber nada a nadie, hacerse a uno mismo, y solo responder ante uno mismo son fórmulas que consagran un individualismo cada vez más indiferente ante el sufrimiento ajeno, fácilmente desechado como autoculpable. Es una característica de nuestra cultura individualista entender que las víctimas son siempre de alguna manera culpables de su propio destino. Esto permite la indiferencia ante las desgracias ajenas. El ser humano hecho a sí mismo es el homo incurvatus in se ipsum, el hombre encorvado sobre sí mismo con el que Lutero definía la esencia del pecado. Un ser humano incapacitado para sentir y para valorar aquello que no se puede medir en términos de mérito humano, y en definitiva en términos económicos.

La protesta profética de Karl Barth contra la teología liberal tenía que plantear de nuevo el problema de la gracia. En Barth aparece sin duda la doctrina de la «doble predestinación», pero con unas características radicalmente distintas de las que tenía en sus predecesores reformados. La doble predestinación consiste en que Dios se eligió a sí mismo en Cristo para ser condenado, y de esta manera al mismo tiempo eligió al ser humano pecador para ser bendecido en Cristo y gozar de la vida eterna [7]. Esto plantea por supuesto la cuestión de la universalidad de la salvación, que Barth prefirió dejar abierta. En cualquier caso, esta manera original de entender la soberanía de Dios deja un espacio para la respuesta libre del ser humano. No es que el hombre deba obedecer la voluntad de Dios para ser salvado, sino que puede obedecer la voluntad de Dios porque ha sido salvado. De ahí que el énfasis barthiano en la soberanía de Dios no significara un desinterés por las consecuencias de esa soberanía sobre la vida humana concreta, incluyendo la vida política. Es interesante observar que algunos discípulos de Barth, como Bonhoeffer, tuvieron que enfrentarse al problema de la (desde entonces llamada) «gracia barata». La afirmación de la libre gracia de Dios no implica, como Bonhoeffer trata de subrayar repetidamente, la indiferencia de la praxis humana para Dios. Al contrario, la gratuidad estaría orientada precisamente a hacer posible una praxis humana distinta, según los postulados del Sermón de la Montaña. Todo ello nos indica la aparición, en la teología contemporánea, de la posibilidad de plantear el problema de la libertad y la gracia de formas nuevas, no necesariamente excluyentes. No parece correcto seguir pensando que las dos únicas posiciones posibles sean necesariamente aquellas dos tradicionalmente definidas como «calvinismo» y «arminianismo».

La perspectiva anabaptista

Considerar el problema de la gracia y la libertad «desde una perspectiva anabaptista» no significa hacerlo necesariamente desde un punto de vista «denominacional», al menos en el sentido habitual de la expresión. No pretendemos recurrir aquí a los escritos de determinados personajes pertenecientes a los tiempos fundacionales, y de los cuales derivaría un modo concreto de entender la fe cristiana. Lo que aquí queremos decir sobre la relación entre la gracia y la libertad es algo que no pertenece en forma exclusiva a una determinada familia de iglesias, sino que puede ser apropiado por cualquier grupo cristiano, en cualquier tradición eclesial. Pero entonces, ¿qué quiere decir «una perspectiva anabaptista»? Quiere decir que partiremos de la experiencia práctica de las iglesias anabaptistas en el siglo XVI, para desde ahí tratar de entender adecuadamente las relaciones entre la gracia y la libertad. El radicalismo propio de las iglesias anabaptistas les obligó a lidiar con el texto bíblico de una manera obediencial, donde lo que primaba no era la búsqueda de una doctrina sistemáticamente coherente, sino la experiencia viva y la aplicación de aquello que los anabaptistas encontraban en las Escrituras, sin necesidad del paso previo por el desarrollo de un cuerpo de doctrina completo [8].

Respecto a la relación entre la gracia y la libertad, hay que señalar que los primeros anabaptistas tuvieron una conciencia fuerte de la soberanía de la gracia de Dios, concretada en la experiencia del llamado o vocación. Los anabaptistas, al formar iglesias de creyentes, rompían de hecho con la ecuación entre iglesia y sociedad, vigente en Europa desde los tiempos del llamado «giro constantiniano». El rechazo del bautismo de infantes implicaba la aceptación de que, de hecho, no todas las personas nacidas en un determinado territorio eran miembros de la iglesia de Cristo. Ser miembro de esa iglesia es algo que desde una perspectiva anabaptista solamente se puede explicar a partir de la soberanía de un Dios que libremente llama a sus elegidos y los convoca para formar parte de la familia de sus hijos e hijas. La pertenencia a tal familia no era algo que, en el siglo XVI, produjera ventajas sociales a los anabaptistas, sino que más bien acarreaba la persecución y la muerte. Ser miembro de una iglesia así era algo que solamente se podía explicar a partir de un concepto estricto de elección. Era el llamado de Dios, y no los propios intereses o gustos, lo que fundaba la pertenencia a un cuerpo concreto de creyentes, denostado y perseguido por el propio entorno social [9]. Ahora bien, la elección daba lugar a un cuerpo de creyentes, distinto de su contexto. No había solución de continuidad entre la elección y la comunidad creyente. No era necesario, para los anabaptistas, remitir el concepto de elección a algo que acontece de manera privada, al margen del cuerpo eclesial. No era necesario postular ninguna iglesia invisible de los secretamente elegidos por Dios. La eclesiología anabaptista enlazaba coherentemente con su doctrina de la gracia, porque en el fondo la libre elección gratuita por parte de Dios se concretaba en la existencia de un pueblo convocado gratuitamente por él.

Esta continuidad entre la doctrina de la elección y la eclesiología significa indudablemente que en la práctica anabaptista había un énfasis muy importante en la libertad y en la responsabilidad de los creyentes. Ciertamente, los anabaptistas aceptaron la doctrina evangélica de la justificación por la sola fe. Sin embargo, nunca se sintieron a gusto con la idea de que la sola fe justificara la indiferencia teológica ante la praxis moral de los creyentes. La libre gracia de Dios, su elección gratuita no podían ser interpretadas como equivalentes a la idea de que el elegido por Dios ya puede considerarse como «salvo», con indiferencia absoluta respecto a cuál sea su comportamiento. Al contrario: los anabaptistas subrayaron que la práctica de alguien que ha sido salvado se debe corresponder con los parámetros propios del Sermón de la Montaña, incluyendo el amor a los enemigos y la respuesta no violenta ante el mal. Mientras que los católicos consideraban que las prácticas del Sermón de la Montaña eran opcionales, y características propias de la vida monacal, y mientras que algunos protestantes subrayaban que el único propósito de esa radicalización de la Ley era mostrarnos nuestra propia pecaminosidad para que nos entregáramos a la gracia salvadora de Dios, los anabaptistas pensaron que el Sermón de la Montaña era la carta fundacional de la iglesia, y que en cuanto tal describía el comportamiento propio de los creyentes. El seguimiento de Cristo era un aspecto esencial de la salvación, no como modo de conseguirla mediante el propio esfuerzo, pero sí como expresión de la operatividad de la gracia de Dios en nosotros. De ahí la importancia de llamar a otros al seguimiento de Cristo, y el consiguiente énfasis misionero, normalmente descuidado por los protestantes del siglo XVI.

De hecho, si la eclesiología anabaptista subrayaba, por un lado, la libre elección de Dios, por otra parte en esa eclesiología aparecía con todo su relieve, la libre respuesta responsable del ser humano, que optaba por pertenecer a una comunidad en la que se esperaba de él un comportamiento radicalmente distinto del que tenía en el mundo. En el fondo, el bautismo de creyentes conjuga ambos énfasis propios de la visión anabaptista: por un lado el bautismo de creyentes alude inequívocamente al hecho de que las personas, en su vida adulta y consciente, pueden tener una experiencia absolutamente personal y única de encuentro con Dios. Esa particularidad de la experiencia apunta obviamente en la línea de subrayar la libre elección de Dios, que llama a los suyos en un momento biográfico absolutamente puntual y determinado. No es de todos la fe (2 Ts 3,2). Pero, por otro lado, el bautismo de creyentes subraya al mismo tiempo la decisión libre y adulta de la persona, que de una manera adulta y responsable decide, en determinado momento de su vida, seguir al Señor viviendo de acuerdo con sus mandamientos. El bautismo de creyentes sella la libertad del cristiano para pertenecer a la comunidad del Mesías. Gracia soberana de Dios, particularidad de su llamada, y respuesta libre del ser humano quedan anudadas en el bautismo de creyentes, como señal de una nueva práctica personal y como distintivo de una iglesia libre, formada por creyentes.

La perspectiva anabaptista, así considerada, no encajaba con los modos tradicionales de plantear la opción entre la gracia y la libertad. En la experiencia de los primeros anabaptistas hay una gracia soberana de Dios que no es incompatible, sino que enlaza directamente con la libertad y la responsabilidad de los creyentes. De hecho, los primeros anabaptistas no utilizaban el término «gracia» para referirse exclusivamente al perdón del pecador. Consideraron que la gracia ya estaba presente en el poder de Dios que actúa desde la creación del mundo, y en todas sus obras de salvación. La gracia, por tanto, no era solamente una remisión «forense» de las propias culpas, sino un poder que capacita a los creyentes para llevar vidas renovadas. Es algo que va más allá de las alternativas usuales entre «calvinistas» y «arminianos», y que requiere una conceptuación distinta, afortunadamente apoyada por muchos desarrollos recientes de la exégesis y de la teología.

¿Qué es la gracia?

Podemos decir que un desarrollo importante en la exégesis y en la teología contemporáneas es el que posibilita nuevas perspectivas sobre lo que sea la gracia. En la teología católica tradicional, la gracia tendía a concebirse como un efluvio divino, con cierta tendencia a ser cosificado en la teología de los sacramentos, donde la gracia era llamada incluso explícitamente res, es decir, «cosa». En la teología protestante predominaba un concepto jurídico de la gracia, con cierta tendencia a ser asociada a los decretos mismos de Dios, especialmente en el sentido de disposiciones legales en las que se expresa un perdón inmerecido. En estos conceptos, la gracia permanece como algo exterior al ser humano, o al menos como algo ajeno a su libertad. O bien la gracia es algo que ya está cosificado en los sacramentos, y que actúa en virtud de la eficacia intrínseca a los mismos, con independencia de la libertad humana; o bien la gracia es un decreto solemne y definitivo de Dios, frente al cual el ser humano poco tiene que alegar. Se trata sin embargo de conceptos que poco tienen que ver con conceptos bíblicos tales como hesed (misericordia) o hen (favor inmerecido). La exégesis contemporánea ha abierto la posibilidad de entender la gracia no como una cosa ni como un decreto jurídico, sino primeramente como una relación misericordiosa de Dios, que se expresa en el pacto que éste establece con su pueblo, y en la tendencia constante de Dios a mostrar su favor y su perdón a Israel.

Si la gracia es primeramente una relación que Dios establece con sus criaturas y específicamente con su pueblo, parecería que en la gracia hay un lugar para la libertad, no sólo de Dios, a quien pertenece la iniciativa en esa relación, sino también con el ser humano, a quien Dios trata como un ser libre y responsable. Dios no sólo aparece en la Escritura respetando la libertad humana, incluso en las decisiones más negativas y terribles de la misma. Dios se presenta como alguien a cuya relación de gracia con Israel pertenece intrínsecamente la libertad de su pueblo. Dios no quiere relacionarse con Israel de forma tal que anule su libertad. En el fondo, sería algo incompatible con su amor. Amar a su pueblo es desear que este pueblo le ame libremente. En una relación de amor, no tiene sentido conculcar la libertad de la otra parte, porque entonces el amor deja de ser amor, para convertirse en tiranía. No se puede forzar el amor, porque esa violencia significaría el fin mismo del amor. El amante quiere que la persona amada responda libremente con amor. Cualquier otra posibilidad es destruir la relación amorosa. Precisamente por ello, la gracia como relación gratuita de Dios con su pueblo no sólo respeta la libertad de Israel, sino que desea potenciarla. Dios quiere un pueblo que le responda libremente. Por eso la verdadera cualidad de la gracia de Dios no se ve en los castigos, sino en el perdón. Un perdón que es inmerecido, gratuito, generoso, sobreabundante. Pero un perdón que nunca conculca la libertad del ser humano ni su posibilidad de volver a apartarse de Dios, porque a su misma esencia pertenece el ser parte de una relación libre, que quiere la libertad del pueblo amado.

Este deseo de libertad nos muestra ya un aspecto muy especial de la gracia, y es que ésta frecuentemente se muestra como liberación. La gracia de Dios no es simplemente un perdón abstracto, que no tiene en cuenta el pecado. La verdadera gratuidad del amor de Dios se muestra en que Dios con frecuencia tiene que liberar al pueblo de las consecuencias del pecado. No son unas consecuencias abstractas, sino situaciones muy concretas de opresión social, política y económica. La teología de la liberación ha puesto de relieve este aspecto esencial de la acción gratuita de Dios. Conviene fijarse en él, porque nos sitúa en una perspectiva en la que la gracia no se opone primariamente a la libertad, sino que, por el contrario, la gracia de Dios tiene que ver precisamente con la potenciación de la libertad. Algo muy distinto de lo que sucedía en las disputas teológicas tradicionales. Aquí hay otra dimensión muy importante, conectada directamente con la teología de la gracia. Y es el hecho de que la Escritura no considera unilateralmente la opresión como algo que el oprimido necesariamente se ha buscado. La libertad y la responsabilidad del opresor es siempre tenida en cuenta, incluso cuando el opresor (Asiria, Babilonia) es visto como un ejecutor del castigo de Dios. No sólo eso, en el caso concreto del Éxodo, que es fundamental para la fe de Israel, la opresión de los egipcios sobre los israelitas no es achacada a ninguna acción previa de los israelitas, sino exclusivamente a la voluntad opresora de los egipcios. Es decir, ya en el Antiguo Testamento se abre paso con fuerza la tesis de la que la víctima no es necesariamente culpable de su propia situación, algo que se reflexiona más detenidamente en el libro de Job, y que llega a su expresión plena en la cruz de Cristo [10].

No sólo esto. La teología contemporánea ha llamado la atención sobre otro aspecto esencial de la gracia. La gracia no sólo es una relación liberadora, sino que es una «autocomunicación» (Selbstmitteilung) de Dios mismo [11]. La gracia, como relación liberadora, no deja a Dios «arriba» y al ser humano «abajo», ajenos uno al otro. Dios mismo quiere acercarse al ser humano, y acercarse en tal manera, que se entrega personalmente a la humanidad. Es algo que ya aparece en el Dios que saca a su pueblo de la esclavitud no sólo por misericordia hacia los oprimidos, sino también porque quiere morar en medio de ellos (Ex 29,46). La liberación divina culmina en la constitución de un pueblo en el que puede ser visible la realidad liberadora de Dios. Esta presencia de Dios en medio de su pueblo llega a su culminación en la convicción neotestamentaria de que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo (2 Co 5,19). Aquí estamos hablando de un amor que no es sólo relación, o de una relación que adquiere un carácter muy especial. Porque en esa relación Dios mismo se entrega personalmente a la humanidad en Cristo. Es el amor, no sólo como relación, sino como entrega personal. Es justamente lo que se trata de expresar cuando se habla de Jesús como Palabra de Dios. Llamar a Jesús Palabra de Dios significa entender que la comunicación de Dios a la humanidad va mucho más allá de la revelación de un mensaje, y llega al extremo de la entrega personal. Una entrega personal que, como sabemos, llega en Jesús al extremo de que Dios se hace presente en lo que aparentemente es lo más alejado de Dios: en el sufrimiento, en la humillación, en la impotencia, en la muerte.

Evidentemente, la gracia adquiere entonces un significado muy distinto. Porque la gracia ya no es una relación que de alguna manera queda externa a Dios mismo. La gracia es Dios mismo, comunicándose a las criaturas, y especialmente entregándose a su pueblo. Estamos, obviamente, ante un concepto de gracia que no se puede expresar de forma meramente «monoteísta», mediante la afirmación de la existencia de un Dios que, ulteriormente, entre en relación con sus criaturas. Esta concepción de la gracia solamente se puede expresar de forma trinitaria. La teología de la gracia no es separable de la teología de la Trinidad. La razón es que la autocomunicación de Dios, entendida como autoentrega, incluye la afirmación de la presencia trinitaria de Dios en Jesús, y la afirmación de la presencia misma de Dios en ese Espíritu que nos hace capaces de llamar a Dios «Abba, Padre», tal como Jesús también lo llamaba (Ga 4,6). La gracia cobra ahora la forma de Dios mismo incluyéndonos en la relación de Dios con Dios. La gracia, lejos de ser un efluvio divino, o un decreto eterno de Dios, es Dios mismo haciéndonos participar de su misma vida trinitaria. El redescubrimiento del Espíritu en la teología occidental, no sólo por influjo de la teología ortodoxa a lo largo del siglo XX, sino también por el desarrollo de las tendencias carismáticas y pentecostales en el seno del pueblo de Dios, abre posibilidades muy importantes para entender de manera renovada la gracia de Dios. Una gracia que ya no es algo ajeno a Dios, sino Dios mismo entregándose a nosotros e incluyéndonos en su propia comunión trinitaria.

¿Qué es la libertad?

Démonos cuenta que aquí aparecen importantes perspectivas para entender la misma libertad. Donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad (2 Co 3,17). Pero, ¿de qué libertad se está hablando? La teología clásica pensó la libertad con ciertas categorías filosóficas usuales, que entendían la libertad como una capacidad más entre las muchas cualidades específicas del ser humano, normalmente unida a su racionalidad, y deducibles de ella. Ser libre era la posibilidad humana de no estar determinado por los apetitos naturales, sino por la propia racionalidad. Y esta racionalidad es la que descubre el bien como objeto natural de la voluntad. De ahí la capacidad humana de no ser influido por circunstancias externas, normalmente incidentes sobre nuestros propios apetitos naturales, sino de elegir racionalmente entre distintas posibilidades [12]. De esta libertad así entendida era de la que se hacían consideraciones sobre la posibilidad humana de optar por la propia salvación, o sobre la necesidad del auxilio divino para recibir la salvación. De esta libertad era de la que normalmente se hablaba cuando se hacían consideraciones sobre su compatibilidad con la gracia de Dios: si el hombre elegía su salvación, era mérito suyo, y no gracia de Dios. Porque en el fondo tal elección no era otra cosa que la puesta en obra de sus propias capacidades naturales, y por tanto un mérito atribuible a sí mismo, y no a Dios.

Las cosas son afortunadamente más complejas, y una teología de la creación lo pone en seguida de relieve. Fijémonos por un lado en el significado que la historia del pecado de Adán y Eva tiene para la comprensión de la libertad humana. Entiendo que la historia bíblica habla de «Adán», es decir, de todo ser humano, y no sólo del primero. La historia nos presenta a un Dios dispuesto a asumir las consecuencias más lúgubres de la libertad humana, incluso cuando estas consecuencias suponen una alteración de sus planes sobre la creación. Porque, en la perspectiva bíblica, el pecado humano afecta a la bondad entera de la creación, que queda trastocada por la violencia humana, por la sangre derramada sobre la tierra, por el afán humano de producción sin descanso hasta el extremo de destruir el entorno natural, por la manipulación de lo religioso con el afán de obtener resultados productivos, por las pretensiones humanas de poder que se plasman en las ruinas desoladas de sus múltiples construcciones imperiales (Gn 3-11). La creación de Dios queda afectada por el pecado humano. Aparece incluso la frase terrible que afirma que Dios se arrepiente de haber creado al ser humano (Gn 6,6). Y, sin embargo, Dios no anula la libertad humana. Esto pone de relieve un aspecto esencial de la libertad. Y es que ésta es para Dios el bien supremo de la creación, o al menos uno de los aspectos del mismo. Hasta el punto de que Dios prefiere la libertad humana a cualquiera de los otros bienes de la creación que esa libertad destruye en sus pretensiones de autojustificación. La libertad no es simplemente una capacidad más del ser humano, sino el bien supremo de la creación [13].

Hay otro aspecto esencial de la libertad, que puede entenderse a partir de la mortalidad del ser humano. En la dogmática clásica se solía entender que el ser humano era inmortal en su creación, y que comenzó a ser mortal debido al pecado de Adán y Eva. Sin embargo, desde el punto de vista exegético, esta afirmación presenta algunas dificultades. Cuando Pablo afirma que por una persona entró la muerte en el mundo (Ro 5,12), no se está refiriendo simplemente al final cronológico de la vida, sino a la muerte como un poder opuesto a Dios, y que gobierna al ser humano. De hecho, Pablo parece afirmar el carácter mortal del ser humano ya desde su creación (1 Co 15,44-50), y en la carta primera a Timoteo se afirma que sólo Dios posee por sí mismo la inmortalidad (1 Ti 6,16). La afirmación del Génesis de que el día en que Adán coma del árbol prohibido morirá (Gn 2,17) tiene que ver más bien con la amenaza de un castigo inmediato sobre el trasgresor, castigo que después no se cumple, debido a la misericordia de Dios, que el texto subraya repetidamente (Gn 3,21; 4,15). La muerte a la que Adán queda abocado por el pecado no es simplemente la muerte biológica, sino la muerte como último resultado de una vida dedicada a una producción de resultados, y carente en el fondo de sentido. Todo esto tiene que ver con la libertad. Porque si el ser humano es mortal por su misma creación, su libertad tiene un carácter muy especial. La libertad no sería primeramente la capacidad de decidir siempre de otra manera, cambiando indefinidamente las propias decisiones, y probando indefinidamente todas las posibilidades, sin que ninguna fuera definitiva. Para un ser mortal, la libertad es la posibilidad de tomar decisiones definitivas, hasta la muerte. Paradójicamente, esta libertad sitúa al ser humano muy cerca, «a imagen y semejanza» de la libertad de Dios. Porque la eternidad no es un tiempo muy largo, sino la ausencia de tiempo. En un ser eterno, todo es definitivo, aunque no podamos hablar de esa eternidad más que con un lenguaje que es necesariamente temporal. El ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios, es un ser capaz no sólo de revisar sus decisiones, y de arrepentirse de ellas. El ser humano es también capaz de decisiones definitivas y, en ese sentido, «eternas». La libertad no es simplemente una capacidad más del ser humano, sino aquél bien supremo que nos capacita para tomar decisiones definitivas, incluso decisiones definitivas contra Dios.

Por supuesto, esta libertad adquiere una nueva dimensión cuando es vista como la obra del Espíritu de Dios en nosotros. Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Claramente, la gracia no es entonces algo que se opone a la libertad, sino más bien todo lo contrario: una potenciación de la misma. La vida en el Espíritu es una vida libre de las pretensiones adámicas de alcanzar una autojustificación mediante los frutos de sus propias acciones, mediante el árbol del bien y del mal. La vida en el Espíritu es por tanto una vida libre de aquellos poderes que, fundados en la libertad humana, la esclavizan y la someten. Una vida libre de la necesidad de alcanzar la propia justificación mediante los resultados de las propias acciones. Una vida libre de la necesidad de entrar en competencia con los demás en función de lo que cada uno puede obtener. Una vida libre de la necesidad de utilizar a otros o de ser utilizado por ellos para producir resultados. Una vida libre del miedo a una muerte prematura que impida la obtención de los resultados esperados en esta vida. Una vida que ya no está sometida al miedo a la muerte, para acabar siempre obteniendo esa muerte como último resultado de la pretensión adámica de autojustificarse por los frutos de las propias acciones. Una vida libre del temor a un Dios entendido como aquél que evalúa nuestros propios resultados. Una vida libre de tener que manipular la verdad para no ver la propia desnudez. La gracia de Dios, entendida como Dios mismo entregándose a nosotros en su Espíritu es potenciación de una vida en la verdad y en la libertad, como primicias de una creación restaurada.

No hay en el fondo una contradicción entre gracia y libertad. La vida en Espíritu es la vida en la gratuidad de Dios. Una vida donde la justificación se obtiene por la fe, y no por los resultados de las propias acciones. Pero entonces, precisamente entonces, una vida que está liberada de las más nefandas dimensiones adámicas, y que puede hacer el bien de una manera nueva. El bien ya no es el cumplimiento de una norma que permite la propia autojustificación. El bien es más bien la sobreabundancia de la gracia de Dios en nosotros. Esta sobreabundancia tiene precisamente el carácter de la superación del esquema adámico de las retribuciones, y en definitiva de toda pretensión de autojustificación. Es una sobreabundancia que nace de la justificación por la fe sola. Pero esta justificación, lejos de ser meramente externa, inicia una transformación de la vida humana, que ya no se rige por su propia justicia, sino por la justicia gratuita de Dios. Hay un texto bíblico, frecuentemente mal traducido, donde esto se expresa de un modo sintético. Y es por cierto un texto que claramente enlaza con algunos énfasis anabaptistas. En el evangelio de Lucas, Jesús dice:

«A vosotros los que oís os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, ni aun la túnica le niegues. A cualquiera que te pida, dale, y al que tome lo que es tuyo, no pidas que te lo devuelva. Y como queráis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué χάρις tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué χάρις tenéis? Porque también los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué χάρις tenéis? Porque también los pecadores prestan a los pecadores, para recibir otro tanto. Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad no esperando de ello nada, y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es benigno para con los ingratos (ἀχαρίστους) y malos. Sed, pues, misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,27-36).

La palabra que hemos dejado en griego es traducida frecuentemente por mérito: «¿qué mérito tenéis?» Sin embargo, literalmente χάρις significa lo contrario del mérito; significa gracia. ¿Qué gracia tenéis si sólo amáis a los que os aman, o si sólo hacéis el bien a los que os lo hacen, o si prestáis para recibir algo a cambio? [14] El actuar sin recibir nada a cambio es un actuar que precisamente no busca apuntarse méritos. Es un actuar sobreabundante, que da donde no espera recibir. Es la gracia de una praxis que no busca justificarse, porque ya está justificada gratuitamente por Dios. De hecho, el término «gracia» no sólo indica en nuestra lengua aquello que es gratuito, sino también aquello que se hace «con gracia». Alguien canta con gracia, o baila con gracia, cuando no sólo se limita a cumplir mecánicamente los pasos requeridos para el ejercicio de su tarea, sino cuando su tarea es algo que brota naturalmente, sin esfuerzo, como por una sobreabundancia de la propia capacidad para ejecutarla. En realidad, el texto une ambas dimensiones de la gracia: la gracia como ausencia de retribución, y la gracia como una sobreabundancia que viene del mismo Dios, que nos ha hecho sus hijos. Y es que, en primer lugar, la gratuidad es el carácter mismo de Dios, que da y se da sin medida, sin esperar resultados. En segundo lugar, la gratuidad es el carácter de la praxis de los hijos de Dios, nacidos de su Espíritu, a diferencia de un mundo que no está regido por la gratuidad, sino por la retribución, la venganza, y los sistemas de expectativas recíprocas. En tercer lugar, la gratuidad es justamente la liberación de los esquemas propios de ese mundo, y la constitución de un grupo de personas distinto a su entorno, que actúa con criterios distintos a los habituales. El término «pecadores», en el texto citado de Lucas, no designa primeramente una cualidad moral de las personas, sino que era una designación habitual para los paganos, y sirve precisamente para llamar la atención sobre las características propias del Israel mesiánico, a diferencia de su entorno. El pueblo del Mesías es un pueblo donde se hace visible el amor a los enemigos, el perdón, y por tanto la paz. En cuarto lugar, esa gratuidad presente en el pueblo de Dios no es aislamiento del mundo, sino actuar en el mundo con criterios opuestos al mundo: justamente amando a los enemigos, dando sin esperar recibir, bendiciendo a los que nos aborrecen.

La libertad no es un «siempre poder decidir de otra manera». La libertad es poder vivir, no según los esquemas de retribución, vigentes en el mundo, sino según el Espíritu gratuito y sobreabundante de Dios. La libertad, así entendida, es algo cada vez menos presente en los países llamados «libres», donde la praxis humana está cada vez más sometida a la medición y al cálculo. La libertad no es la ausencia de compromiso, sino una entrega gratuita que no espera nada a cambio. La libertad no es hacerse a uno mismo, sino perderse a uno mismo. La libertad no es conservar la autonomía de la propia vida, sino poder entregar la vida en lugar de vivir como esclavos del miedo a la muerte (Heb 2,15). La libertad no es disponer de tiempo para uno mismo, sino perder el propio tiempo en una donación gratuita, no retribuida, de uno mismo a los demás. Imagen de la libertad es David danzando medio desnudo ante el arca de Dios (2 S 6,14). Imagen de la libertad es Jesús perdonando a los enemigos, devolviendo bien por mal, entregando la vida por los amigos. La esencia de la libertad no es la autonomía de la voluntad, sino la gratuidad. La libertad y la gracia no son categorías opuestas entre sí, sino dos nombres para un mismo acontecimiento, que es el Espíritu de Dios actuando en nosotros. Sí, allí donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad, verdadera, plena libertad.

Salvación para todos

Esto nos permite entender de una modo nuevo la salvación. La teología clásica entendió la salvación primeramente en términos de la «otra vida». Ser salvo significaba superar, tras la muerte, el juicio divino, y así «ir al cielo». La justificación mediante la fe se entendía como el pasaporte que aseguraba el juicio favorable de Dios y la vida eterna. Sin embargo, la exégesis y la teología moderna han descubierto otros acentos importantes. Recordemos, por ejemplo, que unas de las expresiones favoritas de Juan, la «vida eterna» no alude exclusivamente a la «otra vida» después de la muerte, sino a una realidad que ya comienza en esta vida. Recibir la vida eterna es recibir una vida que, precisamente por ser eterna, afecta a esta vida, y no sólo a la vida después de la muerte. Y esto tiene importantes consecuencias para entender las relaciones entre la gracia y la libertad. Porque la gracia, entendida como la entrega personal y liberadora de Dios, es algo que ya está presente en esta vida, y que se concreta como una vida en la gratuidad. Aquí tienen todo su sentido las objeciones «anabaptistas» contra la idea de una gracia que no se expresa en obras, o contra la idea de una iglesia invisible, cuyos miembros verdaderos sólo Dios conoce. La libertad que trae el Espíritu es algo que por su propia naturaleza requiere la expresión en una comunidad que no se rige por le principio adámico de autojustificación, sino por la gratuidad sobreabundante de Dios.

Desde este punto de vista, es importante recordar un aspecto esencial de la salvación, normalmente olvidado a causa del constantinismo primero y del individualismo después. Es el carácter esencialmente colectivo de la salvación, tal como es testimoniada en los escritos bíblicos. Dios ha querido siempre congregar un pueblo en el que se hagan visibles las primicias de la salvación. Dios no sólo quiere enviar almas al cielo, sino restaurar una creación caída, y sometida a los poderes del pecado, de la ley, y de la muerte. No es algo que se pueda decir solamente de la Biblia hebrea. También el Nuevo Testamento incluye esencialmente la última llamada de Dios a Israel para que forme una comunidad nueva, en la que se hacen visibles las bendiciones de los tiempos finales, incluyendo la incorporación a ella de todos aquellos que son llamados de entre las naciones. Una de las características de esta nueva comunidad es que en ella comienzan a ser superadas las barreras que han separado a judíos y gentiles, a amos y a esclavos, a varones y mujeres. No se trata simplemente de una igualdad jurídica o política, sino de una gratuidad que emerge de la misma gratuidad sobre la que se funda la iglesia. La parábola de los jornaleros de la última hora (Mt 20,1-16), nos recuerda el carácter de la justicia gratuita de Dios. Idealmente, la justicia de este mundo daría a cada cual lo que le corresponde en función de sus propios méritos. Es algo que no sucede desde luego en un mundo injusto como el nuestro, pero que incluso en el caso de suceder no crearía igualdad real, sino diferencias basadas en el mérito. La igualdad jurídica no es igualdad real, sino solamente la pretensión ideal de que las diferencias se basen exclusivamente en el mérito. Solamente la gratuidad que trasciende los méritos crea verdadera igualdad, y solamente ella introduce por tanto una radical novedad en la historia humana.

Démonos cuenta de la índole de esta novedad. La novedad de la salvación no es una distinción arbitraria de Dios entre un sector de la humanidad, elegido para ser salvado, y un el resto de la misma, que sólo puede merecer el antiguo calificativo de massa damnata, de una masa condenada. No hay sin embargo ninguna masa excluida por principio de la salvación divina. La salvación de Dios no es otra cosa que la expansión gratuita de su vida trinitaria, para restaurar a toda la humanidad. Si la esencia de la salvación de Dios es la gratuidad, la salvación divina no puede consistir en una doble predestinación. La gratuidad por su propia esencia es un bien sobreabundante que no pretende excluir. La salvación es la pretensión divina de restaurar la creación entera, y no solamente una parte de la misma, elegida de forma arbitraria o indiscernible. Hay que afirmar inequívocamente la voluntad salvífica universal de Dios, tal como la testimonian las Escrituras. Al mismo tiempo, afirmar la gratuidad es afirmar la libertad de Dios, y el carácter particular de su elección. El encuentro absolutamente personal y único del encuentro humano con Dios no puede ser sustituido por ninguna consideración teórica que convierta este encuentro en una oportunidad abstracta y universal. En el fondo, los intentos de universalización abstracta desconocen el carácter esencialmente histórico, y por tanto particular, no sólo de la condición humana, sino también de la forma en que Dios ha elegido relacionarse con la humanidad. En realidad, si Dios es verdaderamente Dios, su relación con la humanidad tendrá siempre el carácter de lo particular, porque lo particular pertenece esencialmente a lo inmanipulable. Una universalidad abstracta no es más que una norma para la propia justificación, y no el carácter absolutamente particular de la actuación histórica de Dios.

Lo que sucede es que la particularidad no está reñida con una universalidad históricamente entendida. Esto es algo que filosóficamente viene siendo claro desde los tiempos de Hegel. En la historia, cualquier universalidad es siempre una universalidad concreta. Y esto es perfectamente aplicable no sólo a la elección de Cristo de la que nos hablaba Barth, sino también a la elección de la iglesia. Dios no elige un pueblo para excluir a otros, como sucedería en la concepción clásica de una doble predestinación. La elección particular de Dios no tiene el fin de excluir a otros, sino al contrario, es una elección absolutamente particular con el fin de alcanzar a todos [15]. Si se quiere hablar de «doble predestinación», hay que decir que ésta consiste en que (1) Dios llama a algunos para (2) poder alcanzar a todos, pero sin imponer nunca nada a nadie. La elección de Dios tiene el fin de constituir un pueblo absolutamente nuevo y especial, pero no con el fin de excluir a otros pueblos, sino con el fin de atraerlos hacia sí. Por eso, la iglesia es aquel pueblo en el que se hace ya visible la voluntad de Dios para toda la humanidad. De nuevo, aquí una gratuidad correctamente entendida no excluye en modo alguno la libertad. Porque la gratuidad de Dios, lejos de ser un decreto jurídico o un efluvio cosificado, es Dios mismo viviendo en medio de su pueblo, y haciendo posible una vida humana caracterizada, no por la autojustificación, sino por su opuesto, que es justamente la gratuidad. Esa gratuidad es la que desafía a los pueblos, contrasta con ellos, al mismo tiempo que los atrae. Ser una alternativa significa siempre la dualidad irrenunciable entre ser distinto y ser, al mismo tiempo, atractivo. Pues bien, lo atractivo del pueblo de Dios es precisamente una gratuidad que supera el esquema de las retribuciones. Una gratuidad que no devuelve a cada uno su merecido, sino que bendice a todos sin retribución ni resentimiento. Una gratuidad en la que la humanidad puede encontrar aquello a lo que aspira, aquello que ella es verdaderamente en ese fondo de imagen de Dios no contaminada por la pretensión adámica de autojustificación.

Conclusión

En el fondo, las contraposiciones clásicas entre gracia y libertad obedecían en buena medida a presupuestos no discutidos en los mismos conceptos de gracia y de libertad que eran usados por la teología. Una comprensión más radicalmente bíblica y teológica de la gracia y de la libertad posibilita una comprensión más armónica de las mismas. La esencia de la gracia es la entrega misma de Dios a nosotros, para hacernos participar en su vida y en su libertad. La esencia de la libertad que Dios nos entrega no es la simple capacidad de optar entre dos alternativas, o de volver siempre a optar de nuevo, sino la participación en su misma gratuidad. La gratuidad es la estructura misma de una vida liberada de la pretensión humana de autojustificación. En el fondo, la libertad no es una capacidad abstracta de la naturaleza humana, sino una liberación gratuita que Dios ejerce y que nos posibilita vivir según su misma gracia. Por eso, la libertad no se opone a la gracia, sino que en su plenitud teologal, la libertad es el resultado de la gracia de Dios. Para la libertad nos ha liberado Cristo. Esta libertad no es algo otorgado a una parte de la humanidad para excluir a otra. La libertad que tenemos en Cristo nos ha sido otorgada para alcanzar a toda la humanidad, liberándola de la lógica humana de autojustificación, y posibilitando así una igualdad en cuya esencia está la gratuidad. Es la gratuidad de quien ya no vive para justificarse, sino que vive en la fe de un Dios que nos ha amado y se ha entregado por nosotros.

Si tomamos la perspectiva anabaptista, no como un chauvinismo confesional, sino como remisión a las opciones básicas que tomaron algunos grupos de cristianos cuando en el siglo XVI trataron de seguir radicalmente a Cristo, podemos decir que algunas de sus intuiciones fundamentales pueden recibir una fuerte corroboración teológica en la actualidad: la idea de un pueblo libremente elegido por Dios, no con una pretensión exclusiva, sino para alcanzar a toda la humanidad; la idea de que en ese pueblo se inicia ya una práctica nueva, caracterizada por la ausencia de retribución, y por tanto por la gratuidad; la idea de que ese pueblo no está llamado a encerrarse sobre sí mismo, sino a alcanzar a todos para participar en una nueva vida que a todos interesa; la idea de que la oferta gratuita de Dios requiere necesariamente la experiencia personal de salvación, y la opción libre por seguir a Cristo. No se trata, a mi modo de ver, de particularidades denominacionales, sino de un legado que hoy en día pertenece a todos los cristianos. El legado de una comprensión de la gracia a partir de la experiencia de una elección de Dios, no basada en nuestros méritos, sino en su amor. Pero la experiencia de una elección que hace posible una nueva forma de vida que, por su naturaleza misma, concierne a toda la humanidad. Es la experiencia de una nueva creación. En cuanto nueva, no ha alcanzado todavía todos los ámbitos del viejo mundo; pero en cuanto creación de Dios tiene la pretensión de alcanzar a todos, y de hacer nuevas, radicalmente nuevas, todas las cosas.

 


1. Cf. Agustín de Hipona, De gratia et libero arbitrio, 15. Esto no quiere decir que Agustín negara la libertad humana. Agustín entendía que nadie es salvado contra su voluntad: «ni la gracia de Dios sola, ni él sólo, sino la gracia de Dios con él», cf. De gratia et libero arbitrio, 5.

2. El concilio de Arlés en el año 473 se pronunció contra seguidores extremos de Agustín (Fausto, Lucidio), que al parecer defendían la doble predestinación.

3. En los textos del Éxodo, es interesante observar cómo en ocasiones Dios es el que endurece el corazón del faraón, mientras que otras veces es éste mismo el que endurece su corazón (Ex 8,28). Es como si, de forma narrativa, ya se estuviera planteando el problema teológico del «concurso divino» con la voluntad humana.

4. Cf. Calvino, Institución de la religión cristiana, III, 21-24.

5. Cf. Ph. Menlanchton, Loci communes rerum theologicarum, 60.

6. Puede verse, por ejemplo, I. Kant, «Der Streit der Fakultäten», en sus Werke (ed. de W. Weischedel), vol. XI, p. 337, donde considera que la doctrina paulina de la elección implica la predestinación a la condena de personas que ni siquiera han nacido, y es por tanto contraria a la razón, y por tanto un simple error de Pablo.

7. Cf. K. Barth, Kirchliche Dogmatik, II, 2, Zollikon-Zurich, 1948, pp. 101-214.

8. Un panorama de algunas interpretaciones de la teoría anabaptista de la gracia puede verse en R. Friedmann, Teología del anabautismo, Bogotá, 1998, pp. 60-74.

9. Puede verse W. Klaasen, Selecciones teológicas anabautistas, Guatemala, 1985, pp. 73-87.

10. He expuesto esto más detenidamente en mi Teología de la praxis evangélica, Santander, 1999.

11. Se trata de algo que aparece muy explícitamente en la teología alemana contemporánea, especialmente en teólogos como K. Rahner, W. Pannenberg o E. Jüngel. En todo ello es visible, por supuesto, el magisterio de K. Barth.

12. Es una idea común, que encontraos con distintos matices en autores tan diversos como Tomás de Aquino (Summa theologica, I, q. 83, a. 1) o Kant (Kritik der praktischen Vernunft, A 52-53).

13. Cf. X. Zubiri, El problema teologal del hombre: cristianismo, Madrid, 1997, pp. 215-220.

14. «¿Qué gracias aureys (tendréis)?» era como traducía Casiodoro de Reina (y después Cipriano de Valera) desde la primera versión de 1569 hasta la revisión de 1960, donde la gracia fue sustituida por el mérito.

15. Es una idea desarrollada por W. Pannenberg en su Systematische Theologie, vol. 3, Göttingen, 1993, pp. 477-501.

 
 
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