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Modelos bíblicos de autoridad La familia de Dios: Sobre hijos y esclavos Quisiera empezar mis reflexiones sobre modelos bíblicos de autoridad con un episodio en la vida de Jesús con sus discípulos [2]. Pero antes de poder llegar a ese texto, es necesario hablar sobre la ambigüedad que entraña una palabra griega, porque esa ambigüedad puede en sí misma encerrar el sentido de lo que en esta ocasión intentaba enseñar Jesús. Primero, entonces, es necesario reiterar mi comentario del otro día acerca de la esclavitud como un fenómeno social ampliamente difundido y profundamente aceptado en tiempos bíblicos. Desde una muy remota antigüedad la esclavitud venía siendo una institución tradicional, ensamblada tan plenamente en la sociedad y en la economía, que resultaba invisible. Es decir que aunque todos podían entender que verse reducido a la esclavitud era un destino casi tan oscuro como la muerte —tal vez peor que la muerte— a nadie se le ocurría que fuese posible cuestionar la esclavitud en sí como un hecho siempre presente en la sociedad humana. Por definición el esclavo no existía como persona jurídica, como objeto de derechos humanos. En ese sentido el esclavo y el menor de edad se hallaban en una condición parecida. Así Pablo podía poner a manera de ejemplo de verdades espirituales, en Gálatas 4,1-7, que el hijo del señor de la casa padece la misma falta de derechos que el esclavo hasta que por fin llega a la edad madura, cuando es reconocido como heredero, con todos sus derechos. Pablo describía así la diferencia entre ser esclavos a la ley y ser hijos de Dios por el Espíritu. Pero el ejemplo lo toma Pablo de algo tan cotidiano, la esclavitud, que los propios esclavos resultan invisibles. Su condición —si les es propia la esclavitud por nacimiento— no merece comentario. De hecho, este ejemplo que pone Pablo en Gálatas 4 funciona como enseñanza sobre la importancia de alcanzar la madurez espiritual, porque en la sociedad romana tanto los niños como los esclavos carecían de los derechos humanos propios de un adulto. Ante la sociedad, los niños y los esclavos carecían de humanidad plenamente desarrollada y por tanto carecían también de derechos humanos plenos. Mientras el hijo fuese un menor, el pater familias —el padre de la familia— podía declararlo ilegítimo y venderlo como esclavo. Y podía declarar hijo legítimo suyo al hijo de una esclava y reconocerlo como hombre libre y como su heredero. De ahí la importancia de llegar a la edad madura espiritual y ser declarados hijos de Dios y no esclavos de la Ley. El ejemplo conectaba con los temores y las pesadillas de todos los que habían sido niños en una sociedad esclavista. El idioma griego de la época refleja fielmente esta situación. Las palabras pais y su diminutivo paidíon, pueden indicar un niño, menor de edad; pero también pueden indicar un esclavo y no siempre es posible saber cuál acepción tenía en mente un autor. Daba lo mismo, porque jurídicamente el esclavo, aunque tuviera 90 años, siempre era menor de edad. A efectos legales siempre sería niño, nunca podía ser adulto. ¿Quién es el más grande? Llegamos así al relato bíblico con el que quiero empezar a desentrañar el tema de los modelos bíblicos de autoridad. En Lucas 9,46-48, se suscita una discusión entre los discípulos de Jesús sobre quién era el más importante entre ellos. Nuestro texto dice que Jesús tomó un paidíon y lo puso en medio de ellos. Y les dijo: «El que reciba a este paidíon en mi nombre, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me envió; porque el que es más pequeño entre vosotros, ése es el grande». Quizá la persona que puso Jesús en medio del grupo de discípulos fue un niño. Es así como lo traducen todas nuestras versiones, sin excepción. Pero tal vez fuera un esclavo adulto. El más grande entre los discípulos de Jesús jamás reclama ni presume de derechos, carece de reconocimiento, como un niño o como un esclavo. Es socialmente invisible como un esclavo. El otro día recordábamos la ocasión, en Lucas 17, cuando Jesús puso el ejemplo del esclavo que trabaja de sol a sol en el campo; y al llegar a casa todavía le queda preparar la comida y servirla a su amo, antes de poder comer y descansar. En ese caso, Jesús indicó que el esclavo no sólo no espera que se agradezcan y reconozcan su trabajo y su cansancio, sino que tiene interiorizado el sistema de valores y los insultos del amo, hasta tal punto que él mismo acepta y dice que es un siervo inútil, porque sólo ha hecho lo que le mandaban. Al esclavo jamás se le agradecerá ningún servicio pero siempre se le criticará cualquier imperfección. De hecho, la ingratitud y las críticas —el tópico de la torpeza, inutilidad y estupidez de los esclavos— constituía una de las maneras de mantenerlos sumisos. La constancia de los insultos tenía como efecto tal destrucción de la autoestima, que el propio esclavo asumiera como cosa maravillosa el privilegio de servir a su amo, tan culto y poderoso, tan sabio y capaz en comparación con su propia inutilidad y torpeza. Parece ser que muchos esclavos profesaban amar a sus amos, y daban gustosamente sus vidas por protegerlos. Es lo que en psiquiatría se llama el «Síndrome de Estocolmo», por el célebre caso de tres personas tomadas como rehenes durante el robo de un banco, que acabaron identificándose con los ladrones y poniéndose de su parte. En el libro apócrifo de los Hechos de San Andrés, hallamos la historia de Maximila, convertida por la prédica del apóstol contra la corrupción que supone mantener relaciones sexuales. Para evitar los requerimientos carnales de su esposo pagano y deseando entregarse a al vida de castidad y ascetismo, eligió a una de sus esclavas, llamada Euclia, para que la sustituyese en el lecho conyugal, consiguiendo engañar así a su marido durante algún tiempo. El relato exalta la virtud y castidad de la señora a la vez que demuestra la naturaleza baja y lasciva de la esclava. Naturaleza carnal y pecaminosa que, por otra parte, se le presupone natural, puesto que después de todo no es más que una esclava. Es así como vemos que el ejemplo de Lucas 17 sobre el esclavo que jamás espera gratitud y que tiene interiorizado el insulto de ser un inútil, es perfectamente verídico respecto a la realidad de la esclavitud. En el caso de Euclia, el mismo hecho de aceptar las órdenes de recibir abusos sexuales, órdenes imposibles de desobedecer, la convierten en objeto de desprecio y vilipendio por parte de los cristianos que exaltaban la castidad y abstinencia de su señora. Si la esclava se hubiera negado al plan, hubiera sido castigada por insolente y desobediente: ¿Qué? ¿Acaso se creía demasiado fina como para yacer con el amo? Y sin embargo en la obediencia es insultada como voluptuosa y carnal. Los esclavos reciben siempre, en efecto, insultos y desprecio donde las personas libres esperarían escuchar palabras de gratitud y reconocimiento por los servicios prestados. He comentado que en nuestro texto, en Lucas 9,46-48, las traducciones ponen siempre niño. Esto se debe a la forma diminutiva de la palabra, paidíon, que parecería indicar o un niño pequeño o un esclavo muy joven. Pero el vocabulario del desprecio tiende a adoptar el diminutivo como una de las maneras de menoscabar la dignidad de la persona despreciada. No faltan comentaristas que opinen, por ejemplo, que el diminutivo Priscila que leemos en el libro de Hechos, deja ver los prejuicios del autor, Lucas, respecto a una mujer cuyo ministerio fue muy altamente valorado por Pablo y por Apolos. Pablo en sus cartas, por cierto, la llama siempre por su nombre, Prisca, sin diminutivo [3]. En castellano es habitual referirse a personas adultas de razas no europeas con un diminutivo. Resulta natural contar un chiste sobre un negrito o sobre un chinito. Cuando he protestado se me ha dicho que ese diminutivo no indica racismo sino afecto. Pero a nadie se le ocurriría contar un chiste sobre un blanquito o un españolito. ¿Acaso tendría sentido profesarle afecto a un hombre blanco adulto, desconocido salvo como protagonista de un chiste? No, entenderíamos perfectamente que un chiste sobre «un blanquito» sería esencialmente injurioso e insultante. Entonces, es posible —quizá incluso probable— que la persona que tomó Jesús y puso en medio de sus discípulos para enseñarles quién entendía él que era el más grande entre ellos, haya sido un niño pequeño. Pero me sigue pareciendo posible que la persona en cuestión haya sido un esclavo adulto, tratado con el diminutivo, paidíon, precisamente para subrayar la importancia de lo que Jesús establece como su primer y único metro con el que medir la estatura de las autoridades entre sus seguidores. De cualquiera de las maneras, Jesús nos exige un esfuerzo enorme, un vuelo de la imaginación sin igual, para comprender que el concepto de autoridad tal como él la entiende, pone el mundo entero patas arriba. Los últimos serán los primeros. El más pequeño será el más grande. Y los esclavos reinarán juntamente con Cristo —un judío crucificado— a la diestra de la Majestad en las Alturas. Por cierto, esta misma idea la confirma el texto más o menos paralelo que tenemos en Marcos 10,42-44, donde Jesús dice: «Sabéis que en todas partes los que tienen la consideración de autoridades son unos privilegiados, y que los más grandes se dedican a dominar a sus súbditos. Pero este no es el caso entre vosotros. Al contrario, el que quiera llegar a ser grande entre vosotros acabará por serviros, y el que quiera llegar a ser el primero entre vosotros acabará siendo vuestro esclavo» [4]. Aquí la palabra es doulos, un término sin ambigüedades, que solamente puede significar «esclavo» [5]. He terminado aquí con Lucas y quiero pasar a Pablo, pero para seguir insistiendo, de momento, con el símil de la esclavitud y la autoridad en la Iglesia. Pablo, esclavo de Jesucristo Tenemos un problema importante con algunas de nuestras traducciones habituales de la Biblia al castellano, porque utilizan casi siempre, por sistema, palabras que esconden la realidad de la esclavitud. Las palabras «siervo» y «criado» en castellano significan lo mismo que «esclavo» pero suenan mucho más dulces, mucho menos violentas. No suena igual llamar a alguien «un siervo de Jesucristo» que «un esclavo de Jesucristo». Y mucho menos si recurrimos a un latinismo y lo llamamos «ministro»; o si recurrimos a un vocablo griego y decimos que alguien es un «diácono» en su iglesia. ¡Qué bien suena que te llamen «ministro»! Al fin de cuentas, ministros los hay hasta en los gobiernos… y de esclavo no tienen ni un pelo. Pero cuando leemos en Romanos 1,1 que Pablo se llama a sí mismo «esclavo de Jesucristo», la frase suena tan chocante, tan ofensiva, tan descalificatoria, que desde siempre —desde los albores del cristianismo— se ha dado en pasar por alto el significado literal de esas palabras para sustituirlo con un sentido figurado; un sentido exaltado, cargado de privilegio eclesiástico. El caso de Pablo, incuestionablemente un apóstol de Jesucristo, es harto interesante. Leyendo con detenimiento sus cartas, acabo preguntándome hasta qué punto llamarse a sí mismo un esclavo no será una manera de reprochar a sus hermanos y hermanas en las comunidades cristianas lo poco que tenían en cuenta sus opiniones y su «ministerio» —es decir, su servidumbre o esclavitud a Cristo. Aquí es importante leer las cartas de Pablo y no solamente el relato de Hechos. En la opinión de Lucas, naturalmente, Pablo era una especie de culminación de los propósitos de Dios para la expansión geográfica del cristianismo. Apóstol de singular y especial autoridad y estima, en Hechos los únicos que no aman a Pablo y aceptan como divinamente inspiradas cada una de sus palabras, son los judíos incrédulos y las autoridades gentiles paganas. La correspondencia de Pablo que conservó la Iglesia, sin embargo, nos pinta una realidad muy distinta. Uno acaba sintiendo vergüenza ajena al leer algunos de sus pasajes donde, puesto que nadie parece reconocer libre y voluntariamente su autoridad y sus opiniones, es Pablo mismo el que tiene que reclamar que se le tenga en cuenta. Pablo tiene que seducir a sus lectores con profesiones de su amor, recordándoles sus desvelos y sus oraciones de gratitud por ellos. Tiene que recordarles lo mucho que sufrió y se sacrificó para traerles el evangelio. Tiene que insistir en que aunque les parezca que él es débil y vale poco, sin embargo es un auténtico portavoz de la voluntad del Señor —incluso más que otros, que son impostores cuyas opiniones son engañosas. Y cuando ninguna otra estrategia da resultado, alguna vez Pablo acaba amenazando con presentarse en persona y hacer callar a los que se atrevan a plantarle cara. Pero sabemos que sus amenazas son un tigre de papel. Él mismo admite que otros le superan en capacidad para la oratoria, en señales y prodigios, incluso en presencia física. Su debilidad es desesperante y respecto a esa debilidad confiesa que ha clamado a Dios en sus oraciones. Hasta que por fin el Espíritu le ha convencido que acepte de una vez por todas que es así como él es; y que es precisamente en su debilidad que Dios manifestará su poder. Un poder que es independiente del poder humano, contrario al poder humano y por tanto sólo visible donde los humanos son especialmente débiles, vulnerables y tal vez hasta patéticos. Si yo hoy me diese a mí mismo el título de «esclavo de Jesucristo», probablemente sería entendido como una estrategia para que se me respete como representante de Dios. Pero en medio de una sociedad esclavista, donde la esclavitud no es una metáfora sino una terrible realidad cotidiana, que Pablo se llame a sí mismo «esclavo de Jesucristo» en Romanos 1,1, indica una honda resignación ante la realidad cotidiana de quedar relegado y desplazado en las comunidades cristianas, por otras personas que parecían líderes mucho más naturales y mejor dotados y más bendecidos por Dios. La pluralidad, consecuencia de la insignificancia Una de las cosas que quizá descubrió Pablo a raíz de su experiencia de la dificultad para hacerse respetar y oír en las comunidades cristianas incipientes —es decir su debilidad social equiparable a la de un esclavo— fue que el Espíritu Santo, sabiamente, distribuye los dones para la Iglesia entre una pluralidad de personas distintas [6]. El Espíritu, en la experiencia de Pablo, ha repartido entre una diversidad de personas, cada una de ellas débil y más o menos insignificante, las funciones y la capacitación para realizar plena y eficazmente la obra de la Iglesia. ¿Y cuál es la obra de la Iglesia? Como cuerpo metafórico del Cristo resucitado, su obra consiste en continuar la obra de Jesús, es decir, anunciar la buena voluntad y el perdón de Dios a pesar de la rebeldía de cada ser humano; y guiar a los que entran en una relación filial con el Padre, a conducir sus vidas como hijos dignos de Aquel que ama y perdona. La obra de la Iglesia comprende, entonces, cada aspecto de la vida humana y es infinitamente más que lo que puede hacer ninguna persona en particular. Las listas de dones, funciones o ministerios en la Iglesia que hallamos en el Nuevo Testamento no coinciden claramente entre sí, sino que parecen cada una de ellas ser un muestreo representativo, jamás exhaustivo, del tipo de cosas a las que guiará el Espíritu de Cristo. Actividades, funciones y servicios que siempre tomarán una configuración especial e irreproducible en cada discípulo de Jesús, lo cual hace que todas las personas sean necesarias, aunque cada uno sea más o menos insignificante, débil, pequeño y vulnerable. Si el Espíritu de Dios habilita a cada discípulo de Jesús para una función única y especial —aunque más o menos insignificante— en correspondencia con el hecho de que cada persona es única y especial —aunque más o menos insignificante— ninguna de esas funciones o servicios destaca o sobresale. De hecho, ninguna persona con su aportación única y especial es absolutamente indispensable. Esto lo atestigua el hecho de que la Iglesia existió y fue perfectamente válida antes de que se adhiriese ninguno de nosotros en particular a ella; y seguirá existiendo y siendo perfectamente válida cuando cada uno de nosotros hayamos desaparecido. No sé si es por los años que empiezo a tener, pero cada vez soy más consciente de que soy un pequeño e insignificante eslabón en una cadena de la fe cristiana que empieza con Jesús y existe en esta tierra hasta que Cristo vuelva. ¿Soy una autoridad o tengo autoridad? Puede ser, no lo sé. ¿Importo? Desde luego que importo, porque Dios me creó y me ama y derramó en mí su Espíritu Santo. ¿Eso me otorga capacidad de mando sobre las vidas de otros? No si mi ministerio tiene algún parecido con el de Pablo o incluso el de Jesús. A Pablo parece que lo ignoraban hasta los que recibían sus cartas. Y a Jesús lo abandonaron todos sus seguidores; a pesar de todos sus intentos por enseñarles, prepararlos e influir en su manera de entender la vida… No le quedó ni uno solo dispuesto a colgar de una cruz a su lado. Pero la metáfora del eslabón en una cadena no es adecuada para la idea que quiero trasmitir, de la pluralidad de las funciones y de los servicios que desempeñamos la plural y diversa comunidad de los seguidores de Jesús. Más que un eslabón, soy una hebra en una soga. Cada hebra de la soga abarca unos pocos centímetros. La soga es infinitamente más gruesa, más fuerte y más larga que cada una de sus hebras. ¿Son importantes las hebras, cada una en particular? Desde luego que sí: sin hebras en particular no habría soga en particular. Pero ¿qué pasa si una hebra en particular falta de una soga? Nada. No pasa nada. La soga es mucho más, es infinitamente más. Empezó muchos metros antes y sigue muchos metros después de cada hebra en particular; y su fuerza —las toneladas que puede levantar una soga— no disminuye porque falte o se rompa una hebra en particular. Débiles y reemplazables a la vez que únicos y fuertes en nuestra unidad; insignificantes pero necesarios; invisibles aunque indispensables como lo eran los esclavos en la sociedad y en la economía de Roma; llamados cada cual a aportar lo que el Señor nos ha dado para aportar, constituimos entre todos ese maravilloso proyecto de Dios que es la Iglesia que se prolonga hasta ahora veinte siglos y sólo Dios sabe cuánto más. Otros modelos bíblicos de autoridad ¿Cuál es la naturaleza de la autoridad, entonces? ¿Qué es lo que hace o es la autoridad en la Iglesia según la Biblia? En el transcurso de los más de mil años que narran los relatos que componen nuestra Biblia, el pueblo de Dios ensayó todo tipo de experimentos de autoridad humana en representación de la autoridad divina. En determinado momento la autoridad de Dios podía ser equivalente a la autoridad del patriarca del clan. Ahí está Abraham, con autoridad de vida y muerte sobre sus hijos; incapaz de entender, como entenderíamos nosotros hoy día, que sacrificar a Isaac en un altar es un crimen espantoso, por el que hoy cualquier padre pasaría décadas enteras en prisión, abandonado y odiado por toda su familia. Y sin embargo durante cierto tiempo la autoridad patriarcal pudo ser entendida como fiel representación de la autoridad de Dios mismo. En determinado momento la autoridad de Dios podía ser equivalente a la autoridad esgrimida por un profeta poderoso: Moisés, lleno del poder del Señor para generar pestes, pestilencia y muerte entre los egipcios, hacer cruzar en seco a Israel y ahogar al ejército de Faraón. Moisés habla cara a cara con Dios como un hombre conversa con un amigo, recibe mandamientos grabados por el mismísimo dedo de Dios… aunque todo esto tiene que ser lenguaje figurado a no ser que al fin y al cabo resulta que Dios tiene rostro y dedos como cualquiera de los dioses paganos que se pueden representar con esculturas y pinturas. En fin, poderoso en batallas sobrenaturales Moisés, capaz de matar a sus propios súbditos desobedientes con pestes divinas o con la espada justiciera o la lapidación. ¿Es así la autoridad de Dios? ¿Es esa la autoridad que entendemos que debe funcionar en la Iglesia hoy? Sólo podemos guardar en silencio nuestras dudas y admitir que, en determinado momento, es así como Dios escogió desarrollar la autoridad en medio de su pueblo. En determinado momento la autoridad de Dios podía ser equivalente a la de los reyes que reinaban en Jerusalén, en Sion, la ciudad de David, donde se hallaba el Templo consagrado por Salomón y al que había descendido y llenado la Gloria del Altísimo. Cualquiera de aquellos reyes sería tenido hoy día por tirano insoportable y despiadado. ¿Es así la autoridad que desea Dios para su pueblo? Los mejores reyes fueron a la vez los peores tiranos. Inspirados por su devoción religiosa impusieron desde arriba, por la fuerza y por la espada, la preeminencia del culto al Señor que se celebraba en Sion. Hoy día sabemos que los políticos más fanáticamente religiosos son los más enemigos de los derechos humanos. ¡Dios nos libre de políticos que creen escuchar la voz de Dios para traer rectitud y santidad a la población que gobiernan! ¡Que se queden para siempre en un pasado remoto! Y sin embargo seguimos y seguiremos cantando con gusto los salmos de Sion y las alabanzas de David. Pero quizá la autoridad que desea Dios para su pueblo debe tomar el ejemplo de los profetas y sacerdotes que predicaban y enseñaban la justicia y la santidad desde las márgenes de la sociedad, en poblaciones levitas como Anatot, de donde vino Jeremías. Quizá la autoridad de Dios debe tomar el modelo de Amós, que negó rotundamente ser un profeta —aunque lo era— y despreció el privilegio de los presuntos portavoces divinos que pululaban en la corte y en los templos de Dan y Betel, Samaria y Jerusalén. Quizá la autoridad deba seguir el modelo del Siervo Sufriente de Yahvé cuya breve vida acabó violentamente, según el libro de Isaías, en medio de la incomprensión y el rechazo de sus contemporáneos. Pero, ¿y si la autoridad de Dios se manifiesta, al contrario, en personas como Sadrac, Mesac y Abed Nego, como Daniel, dispuestos a pagar con sus vidas su fidelidad al Dios de Israel, pero reivindicados no en un futuro lejano sino en esta misma vida por el poder de Dios, influyendo con su testimonio para traer piedad y reverencia del Dios Altísimo a las cortes de los tiranos paganos? ¿O Como Mardoqueo y Ester, legislando a última hora la venganza que deshará, en un baño de sangre, los planes de los que odian al pueblo elegido de Dios? La autoridad de la Palabra Puede ser, pero quizá prefiramos opinar que la autoridad de Dios se manifiesta no en seres humanos sino en el poder persuasivo de las palabras y en textos sagrados. Quizá no debemos buscar nuestra autoridad en las personas sino en la Torah, la Ley de Dios —o en la Biblia cristiana. Como supongo que sabéis, he escrito un libro sobre La autoridad de la Palabra en la Iglesia, que está ya en su segunda edición, muy mejorada y ampliada con respecto a la primera [7]. Desde luego, en la tradición protestante o evangélica hemos querido entender que la autoridad de la Biblia está por encima de la de cualquiera de nuestros líderes y que es por las palabras de la Biblia que estaremos siempre evaluando incluso al más carismático y superdotado de nuestros pastores. Pero como expliqué en aquel libro, al atribuir autoridad a un libro no hacemos más que dar un rodeo para recalar en el mismo punto y el mismo problema. Porque todo texto necesita que alguien lo lea y lo interprete. Y para que un Texto Sagrado pueda funcionar como auténtica autoridad para la Iglesia, es necesario que una interpretación concreta se imponga sobre todas las demás interpretaciones posibles, hasta que todos entendamos a una que esto y no aquello, es lo que el Texto Sagrado nos quiere decir y nos exige. Entonces quien controla la interpretación, la persona o el colectivo de personas que interpretan las Escrituras para la Iglesia, son al fin y al cabo mediadores entre las Escrituras y la Iglesia y hacen las veces de autoridad, por mucho que esto se quiera negar. En tiempos de Jesús la Ley de Moisés era el referente sobre el que descansaba la autoridad del sacerdocio saduceo en el Templo, así como de los escribas y fariseos que hacían de guías de la conducta de los judíos. Al sacerdocio saduceo le bastaban los libros del Pentateuco, porque lo que les interesaba era sencillamente el ritual del templo basado más o menos exactamente en las disposiciones levíticas. Pero los escribas y fariseos manejaban otro aspecto de la Ley, que era el de las tradiciones orales que ofrecían la interpretación necesaria y obligada de las disposiciones mosaicas. Al dar el mismo valor a sus tradiciones que a las disposiciones escritas no era su propósito infravalorar estas últimas —todo lo contrario— sino sencillamente admitir que ningún texto es suficiente por sí solo, como texto escrito, para gobernar la vida de una comunidad viva. Pero sabemos que Jesús se impacientó frecuentemente con ese estado de la cuestión. Los propios oyentes que escuchaban a Jesús vieron en él una autoridad distinta, una autoridad que brillaba con luz propia y que era muy distinta a la prédica de los escribas y fariseos. Era la frescura de una interpretación de la Escritura que no se limitaba a repetir las ideas de siempre sino que se atrevía, con una capacidad otorgada por el Espíritu Santo, a profundizar en lo esencial, lo medular de la Escritura como revelación de la voluntad de Dios. Aunque Jesús dijo claramente que él lo que ofrecía no era un sustituto de los Textos Sagrados sino su pleno sentido y cumplimiento. La vida y la enseñanza de Jesús, enseñanza que él a la postre rubricó con su muerte indefensa a favor de nosotros que éramos los enemigos de Dios, marca claramente un antes y un después de la autoridad en el pueblo de Dios. Ninguna disquisición sobre la autoridad en la Iglesia puede ignorar el testimonio de Jesús. Y no me refiero especialmente, no en este contexto y sobre este tema, a su autoridad como Salvador sino a su autoridad como Palabra de Dios encarnada en un ser humano perfectamente obediente a la voluntad del Padre. Si declaramos a Jesús nuestro Maestro y nuestro Señor —y si declaramos nuestra convicción que en él no hubo pecado sino que encarnó en cada instante a la perfección la voluntad de Dios para la vida humana— su manera de vivir y comportarse entre sus semejantes, en cuanto autoridad, es nuestro máximo y más excelente modelo bíblico de autoridad para la Iglesia. Y en Jesús descubrimos una persona extrañamente desinteresada en manipular y forzar la obediencia de sus oyentes. Jesús predicaba a las multitudes pero no esperaba nada de las multitudes. Dice el evangelio de Juan que cuanto más enfervorizadas se manifestaban las multitudes que le aclamaban, menos importancia les daba Jesús, porque él sabía lo que había en sus corazones. En lugar de intentar controlar la conducta de esas multitudes, Jesús escogió a doce discípulos a los que dedicar su enseñanza. Pero luego los cuatro evangelios nos muestran que ni siquiera con ellos tuvo éxito Jesús, si por éxito se entiende el conseguir que la gente se comporte al pie de la letra tal cual uno manda. Durante tres años Jesús se hizo acompañar por estos doce, cuya comprensión al final seguía siendo superficial. Y aunque alguna vez Jesús muestra algún destello de impaciencia por la torpeza de los doce, sin embargo en general nos llevamos la impresión de que tampoco es que le importase conseguir que sus seguidores le obedecieran ciegamente. Mucho más parecía importarle enseñarles a pensar por cuenta propia, en relación con el Padre y bajo la guía del Espíritu. Y menos mal que fue ese el estilo de su enseñanza y de su autoridad, porque las cartas de los apóstoles y el libro de los Hechos, y el Apocalipsis, nos muestran una iglesia que rápidamente se encontró en otros contextos y haciendo frente a otras situaciones que poco o nada tenían que ver con la rústica Galilea donde se desenvolvió Jesús. El entrenamiento de Jesús no para una obediencia ciega a su autoridad sino para hacer frente creativamente a cada situación, guiados imprevisiblemente por el Espíritu, fue el secreto de la supervivencia del cristianismo. Esto significa que el cristianismo de las primeras generaciones fue marcadamente plural en sus doctrinas y preceptos. La selección de determinados libros y epístolas para añadir a la Biblia hebrea con el fin de que toda la colección hiciese de orientación fundamental para la doctrina cristiana, alejó de la comunión de la Iglesia a algunas de las alternativas doctrinales más estrafalarias o marginales. Sin embargo, la diversidad casi infinita de las ideas que sostienen los cristianos y de las conductas que aprueban y desaprueban, sigue siendo hoy una de las marcas de identidad del cristianismo. Y hoy también, las personas que ejercen su autoridad en la Iglesia en mayor sintonía con el estilo de autoridad que ejerció y sigue ejerciendo Jesús, se preocupan más bien poco por mandar o por imponer su voluntad. Lo que de verdad les inspira es servir de maneras casi invisibles, sin afán de protagonismo ni de poder, cosechando muchas veces indiferencia más que reconocimiento; quejas o insultos, más que gratitud. Y hoy también el más grande entre nosotros sigue siendo como un esclavo con el que se cuenta para las tareas más arduas, mientras que la gloria y el reconocimiento y el poder de mando y la obediencia se lo llevan otros. Al final, en el libro de Apocalipsis, observamos que la autoridad de Jesús es autoridad eficaz. Al final el Cordero derrota a todos los reyes de la tierra. Pero la espada con que les presenta batalla es la que sale de su boca —son las palabras que pronunció. Palabras de persuasión, palabras que convencen que es mejor amar y perdonar que sumirse en resentimientos y odios, palabras que inspiran fe y confianza en Dios. Palabras con poder para dar vida, no para quitarla. Palabras que sugieren y que invitan, en fin, más que mandar o manipular.
1. Conferencia para el Congreso Anabautista del Cono Sur, Uruguay, enero de 2007. 2. Esta conferencia —y todo este ciclo de conferencias— hubiera sido muy distinta si no hubiera leído recientemente Jennifer A. Glancy, Slavery in Early Christianity (Oxford: University Press, 2002). Probablemente habría llegado más o menos al mismo fondo, pero siguiendo un camino bastante distinto. La lectura de Callahan, Horsley, Smith y Jobling, editores, Slavery in Text and Interpretation (Semeia Nº 83/84 – Society of Biblical Literature, 1998) fue lo que primero me sensibilizó acerca de la presencia (e importancia) de esclavos en el texto bíblico. 3. Cf. Dominika A. Kurek-Chomycz, “Is There an ‘Anti-Priscan’ Tendency in the Manuscripts? Some Textual Problems with Prisca and Aquila”, Journal of Biblical Literature, 125, Nº 1 (2006), pp.107-128. 4. Aquí y en general, si no indico lo contrario, las traducciones del texto bíblico son mías. 5. Ya estaba básicamente escrita esta conferencia cuando leí Sharyn Dowd and Elizabeth Struthers Malbon, “The Significance of Jesus’ Death in Mark: Narrative Context and Authorial Audience”, Journal of Biblical Literature 125, Nº 2 (2006), pp. 271-297 —donde me volvió a llamar la atención la importancia del servicio (o «esclavitud», traduciría yo) en el concepto (invertido) de autoridad que manejaba el Jesús de Marcos. 6. Sobre la importancia de la pluralidad de ministerios en la Iglesia, es difícil tener nada que añadir a lo ya escrito en John H. Yoder, El ministerio de todos: Creciendo hacia la plenitud de Cristo (CLARA y SEMILLA, 1995). 7. Dionisio Byler, La autoridad de la Palabra en la Iglesia (Terrassa: CLIE, 2ª ed. 2002). |
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