Colección de lecturas
 

PDF Amigos de Cristo

Juan 15,1-16
Amigos de Cristo
Dionisio Byler
Encuentro Menonita Español, 8 diciembre de 2014

¿Qué es la amistad?

Jesús la contrasta aquí con la servidumbre o esclavitud. Esto es interesante entre otras cosas, porque en las sociedades esclavistas —como lo era, desde luego, el Imperio Romano— siempre se ha cultivado la leyenda del amor de los siervos por sus amos.

Se conservan de la época de los romanos, pequeñas novelitas y obras de teatro, que vienen a ser historias edificantes sobre esta relación mutuamente beneficiosa entre amo y esclavo. El esclavo era, naturalmente, un ser inferior, infantil, inmaduro, incapaz de cuidar de sí mismo. Y el amo era, naturalmente, noble y virtuoso, digno de su riqueza personal y de su condición social de privilegio. Era normal, por consiguiente, que los esclavos reconocieran esa superioridad moral, esa nobleza superior, y respondieran con amor y lealtad hasta la muerte.

Esta propaganda interesada que fomentan las clases dominantes de las sociedades esclavistas, entonces, viene a verse cuestionada subliminalmente cuando Jesús nos ofrece este contraste entre la condición de amigos y  la condición de esclavos.

Claro que aquellas sociedades entendían perfectamente la diferencia entre la amistad y la esclavitud, aunque Jesús no lo dijera. El requisito esencial para ser un amigo en la sociedad del Imperio Romano, era ser del mismo rango social. Amigo del amo no podían serlo nunca sus propios esclavos, porque su amor y lealtad no eran gratuitos, sino que derivaban de su dependencia del amo.

Un maestro y sus discípulos tampoco podían ser amigos. Aquí también había un desequilibrio demasiado notable de rango social. El maestro era el que sabía y el que impartía sus conocimientos. Era quien daba las órdenes y disponía las vidas de sus discípulos. Los discípulos eran, en efecto, prácticamente esclavos del maestro. El discípulo no era como el alumno de una escuela o el estudiante de una facultad hoy día. Convivía con el maestro, comía lo que el maestro le dejaba en su plato y cuando el maestro se lo permitía, dormía donde y cuando el maestro le mandaba dormir. Para todo y en todo estaba a las órdenes del maestro, que le enseñaba con su ejemplo y con la propia convivencia, todo lo que el discípulo necesitaba aprender.

Así que cuando Jesús contrasta la amistad y la servidumbre, en efecto está haciendo desaparecer la distinción social entre maestro y discípulos. No considerarlos ahora sus siervos sino amigos, es en efecto renunciar al rango social de maestro de ellos, renunciar a seguir conviviendo con ellos para predicarles con su ejemplo.

En nuestro texto, Jesús da por concluida la relación maestro-discípulos, porque él ya les ha dado a conocer las cosas que ha oído de su Padre. Ahora se dispone a hacer algo que no suele hacer el maestro por sus discípulos. Algo que es más propio de lo que haría un amigo por sus amigos: Dar la vida por ellos.

En el siglo I se consideraba normal y digno de elogio, que los esclavos dieran su vida por sus superiores naturales, es decir, sus amos. No tenía ningún sentido, sin embargo, que un superior social diera la vida por su inferior. Eso sería un disparate. Sería como entregar un kilo de oro por un kilo de bronce. El bronce tiene sus usos, naturalmente, pero desde luego no vale lo mismo, kilo por kilo, que el oro. Ninguna persona en su sano juicio daría un kilo de oro por un kilo de bronce.

Una persona inferior podía dar su vida por su superior: esto tenía sentido. La sociedad entera salía ganando. Lo que nadie podría aceptar ni entender, es que una persona superior diera su vida por su inferior. ¡La sociedad entera salía perdiendo! Que Jesús se disponga a dar su vida por sus discípulos, entonces, es una señal clara —como él mismo indica— de que ya no los ve como sus inferiores sino como sus iguales. Esta decisión de equiparar el valor de sus vidas al valor de la suya, es algo que solamente puede hacer un amigo, un amigo auténtico, un amigo de verdad.

¿Es esta amistad que profesó Jesús a sus seguidores inmediatos, extensible también a nosotros, sus seguidores desde lejos, desde la distancia de dos mil años, que no lo conocimos en la carne ni sabríamos cómo comunicarnos con él en su idioma arameo?

Creo que la intención de Juan al reproducir estas palabras en su evangelio, es dar a entender que sí. Que en la medida que hemos recibido con la mente abierta y con fe las enseñanzas de Jesús y hemos dejado que iluminen nuestro interior y transformen nuestras vidas, Jesús se puede dar por satisfecho de habernos comunicado fielmente, a nosotros también, lo que él ha oído del Padre.

Es más: habiéndonos puesto en comunión personal con el Padre mediante el Espíritu Santo que él, Cristo, ha derramado sobre su iglesia y sobre cada uno de nosotros personalmente, puede darse por satisfecho de que ahora nosotros también escuchamos directamente del Padre lo que necesitamos oír.

La muestra más irrefutable de esa igualdad y amistad que profesó Jesús por sus discípulos fue su disposición a dar la vida por ellos. Pero, por otra parte, hemos llegado a comprender que Jesús dio su vida por las nuestras también. Si esto es así, ¿qué duda podemos tener de que su amistad es algo que nos profesa a nosotros también? La muerte de Jesús por nosotros dignifica nuestras vidas y les da un valor incalculable —la de ser sus amigos, sus íntimos.

Debemos entristecernos sin medida, entonces, ante el panorama de cristianos que malgastan sus vidas, vidas obtenidas a cambio de la vida de Jesús, dedicándose a proyectos de poco o nulo valor, perdiendo años enteros en ambiciones poco nobles, en actividades que en nada se pueden comparar con la vida que sacrificó por nosotros Jesús.

¡Dios mío, que disparate, malgastar una vida en la que Jesús vio tanta capacidad para el bien, que a cambio de esa vida entregó la suya!

Sospecho que Pablo, como toda aquella primera generación de cristianos, se esforzó en largas horas de pensar y meditar, por alcanzar a comprender este trueque aparentemente sin sentido, entre la vida del Mesías y las vidas de sus seguidores. Y me parece que la conclusión a que llega Pablo se puede resumir en varias expresiones que reconoceréis, que aparecen en sus cartas. «Cristo en nosotros». «Nosotros en Cristo». La iglesia como «cuerpo de Cristo». La iglesia que, en su unidad, conforma «un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo».

Creo que a lo que apuntan estas expresiones de Pablo, es a la idea de que si Cristo murió por nosotros, intercambiando su vida por las nuestras, entonces nosotros venimos a estar constituidos como la continuación, viva y presente ahora, de la vida de Cristo. Cristo murió pero no murió, porque sigue vivo en nosotros. Mejor dicho, Cristo murió y resucitó y ascendió al cielo; pero su vida terrenal tiene sin embargo continuidad en las vidas de toda la sucesión de las generaciones de los que salvamos la vida cuando él la perdió. Cada uno de nosotros al final también nos vamos a morir; pero lo que nunca muere es la presencia de Cristo en esta tierra, prolongada por las vidas de las personas que él murió para que nosotros vivamos.

Si esto es así, empezamos a entender qué es lo que viene ya no de considerar qué quiere decir que Jesús sea amigo nuestro, sino de considerar qué es lo que significa que seamos nosotros, a cambio, amigos de Jesús.

1. Lo primero y primordial, va a ser que si amamos a Jesús como Jesús nos amó a nosotros, vamos a querer valorar nuestras vidas como las valoró él.

Yo no sé cuántos aquí han llegado a este retiro con la autoestima por los suelos. Tal vez has hecho cosas que otros te perdonan pero a ti te cuesta perdonarte. Tal vez seas por naturaleza una persona apocada, tímida, echada para atrás. Quizá piensas que estorbas, que molestas, que sobras. Sobre todo eso: Que sobras, que no haces falta.

¡Si tú eres de los que se ven así, no puedes marcharte de este retiro sin que eso cambie!

Yo te declaro, en el nombre de Jesús y basándome en el hecho irrebatible de su muerte por ti, que tú vales mucho más de lo que jamás has podido imaginar. Jesús consideró que la humanidad entera salía ganando con tal de que vivas tú. Con tal de que vivas tú aunque muera él. Jesús murió confiando que su legado quedaba en buenas manos. En tus manos —¡Sí, las tuyas!— por cuanto eres amigo o amiga de él. Jesús murió confiando que tú, por cuanto eres amigo o amiga de él, ibas a superar con tu vida y con tus obras, cualquier cosa que pudiera añadir él a su vida y obras en esta tierra.

Eso no lo digo yo. Lo dice su muerte para que tú vivas en su lugar.

2. En segundo lugar, si Jesús murió por nosotros motivado por la esperanza de que nosotros fuéramos a dar continuidad a su obra en esta tierra, ahora nos toca a nosotros vivir así. Que nuestras vidas den continuidad a la suya. Que nuestras obras den continuidad a las suyas.

Nuestros proyectos personales, nuestras obras para obtener reconocimiento personal, nuestra ambición por figurar y destacar, serían un débil y triste sustituto de los proyectos de Cristo, la gloria y el reconocimiento que merece recibir él. Si somos de verdad amigos suyos, como él fue amigo nuestro, le daremos la vida viviendo para él, así como él dio su vida muriendo por nosotros.

Es cierto que hay circunstancias excepcionales de persecución, donde los cristianos pueden tener que morir por Cristo. Pero a la inmensa mayoría jamás nos tocará esto —que tal vez sea lo más fácil— sino que lo que nos toca es vivir por Cristo y para Cristo.

Luego, como Cristo dedicó su vida a amar al prójimo prestándole su ayuda, la única forma de vivir por Cristo va a ser dedicarnos a amar al prójimo y prestarle nuestra ayuda. Esto cuesta tanto que por eso acabo de comentar que tal vez fuera más fácil morir mártir, que vivir como Jesús nos enseñó a vivir.

Y sin embargo, si pretendemos ser amigos de Jesús como Jesús fue amigo nuestro, no hay nada que no haríamos por él, así como no hubo nada que él no hiciera por nosotros.

De manera que si somos amigos de él como él fue amigo nuestro, toca ahora abandonar nuestros proyectos personales de satisfacción y vanagloria. Toca ahora dejar de lado todo lo que no sea volcarse en ser las manos y los pies, la boca y el aliento de Jesús en medio de nuestro mundo. Toca ahora ser… lo que somos: La presencia de Dios hecha carne en nuestra sociedad, en nuestras familias, en nuestros puntos de trabajo o de estudio. Tú llevas contigo a todas partes la plenitud del Espíritu de Cristo. Todos nosotros representamos —queramos o no— la realidad del amor de Cristo que se vuelca en el mundo.

Tal vez protestes: ¡Ah, pero eso se me queda grande! ¡Jamás podré vivir así, amar así, representar a Dios así! ¿Cómo va a pretender Dios que adonde vaya yo, lo que yo hago y digo sea nada menos que Dios mismo actuando y hablando?

Si piensas así, ahí te equivocas, a la vez que llevas la razón. Llevas la razón en que es imposible que ninguno de nosotros dé la talla para algo así. Te equivocas, sin embargo, en que no se pretende que seas tú, por tus fuerzas, sino que dejes actuar al Espíritu por medio tuyo. No que tomes iniciativas, sino que permitas que el Espíritu te mueva. No que hagas tus obras, en fin —con lo cual se frustraría todo esto— sino que dejes que Dios haga las obras suyas con tus manos. Precisamente como reconoció Jesús que vivía él.

Somos nosotros los amigos de Jesús. Hay otros amigos también, por supuesto. ¡Menos mal! Pero nosotros —tú y yo— nos contamos entre esos amigos. Esto no es algo a que aspiramos. Es la realidad. La realidad es que si Cristo se dejó la vida por nosotros, es porque confiaba que nosotros, sus amigos, no lo defraudaríamos.

Así que si mi primer punto que quiero dejar con vosotros esta mañana era que tenemos que empezar a creernos que nuestras vidas valen tanto que a Jesús no le importó morir para que vivamos, mi segundo punto es que tenemos el privilegio y el deber de dejar que el Espíritu Santo nos mueva —como también movió a Jesús— para que aprendamos a hacer las obras de Dios, como Jesús hacía las obras del Padre.

3. En tercer lugar, quiero hablar de intimidad y sentimiento. Este es un elemento esencial de toda relación de amistad. Y esa intimidad y sentimiento propios de la amistad solamente se consigue pasando ratos juntos. Hay muchas personas en la vida con quienes sentimos cierta simpatía personal, hemos descubierto al instante una enorme afinidad, hemos congeniado… Pero para lo que es amistad, para ser amigos de verdad, algo más allá de esa simpatía pasajera, hay que pasar tiempo juntos. Desarrollar actividades compartidas. Encontrarnos una y otra vez en diferentes situaciones y formas.

Para ser amigos de verdad, tienen que bajar las barreras de reserva personal. Tenemos que atrevernos a confesarle lo que nos duele, admitir cuando nos sentimos débiles o frágiles y estar dispuestos a recibir su apoyo. Y a la inversa, tenemos que interesarnos en sus problemas y dificultades y estar ahí cuando nos necesita. Sin invadir su intimidad sino esperando que se abra a nosotros; pero sin tampoco rechazar ese sinceramiento ni negarnos a prestar el apoyo que nos pide.

Jesús ya no está aquí materialmente en la carne como hace dos mil años. Estos vínculos afectivos de amistad forjada con el tiempo y los encuentros reiterados, se tienen que crear de otras maneras. Tenemos que explorar otras formas de comunión que las habituales entre dos personas de carne y hueso.

Me refiero a la oración. A la alabanza y adoración. A la meditación. A la lectura de la Biblia y el aprendizaje de memoria de versículos escogidos. Me refiero a pasar largos ratos llenando nuestra mente del reconocimiento de la presencia personal de Dios, aceptando su amor y su aceptación del amor nuestro. Me refiero a aprender a mirar con recogimiento hasta lo más íntimo y medular de nuestra existencia, para descubrir que allí, en nuestro interior —en lo más infinitamente íntimo de nuestro interior— allí está presente Dios como la luz de nuestra vida.

El Espíritu Santo, el Aliento de Santidad, es, como ya lo describió Jesús, como un manantial que mana y mana y fluye ríos imparables y sin fondo de agua pura y maravillosa, que sana nuestras heridas. Nos hace sentirnos amados como nadie aparte de Dios nos puede amar. Un amor sin fondo y sin límites. Un amor que nos inunda y nos llena, que hace brotar lágrimas de nuestros ojos y cura todas nuestras dolencias del alma. Un amor, también, que nos motiva para actos de solidaridad y altruismo a favor del prójimo. Él, todas esas posibilidades de intimidad, él, Dios, está aquí dentro, solamente aguardando que nos dispongamos a reconocer su presencia, para entonces fluir, inundar, lavar, purificar y llenar nuestras vidas de gracia y favor.

No podemos aspirar a vivir como amigos de Jesús sin cultivar a la vez esa comunión, ese estar juntos. Estar juntos, muchas veces, en el más absoluto de los silencios —habiendo alcanzado una comunión que supera todas las palabras, cuando ya las palabras sobran.

Si no conoces esa intimidad con Dios, nunca es tarde para empezar. Empieza a abrirte ahora mismo a su presencia. No hace falta subir al cielo ni bajar a las profundidades de la tierra para buscarlo. Hace falta solamente mirar para adentro, reconocer tu propio interior, hasta hallar allí esa llama que te infunde su calor y te ilumina con el rayo puro de su resplandor. La Presencia inseparable de tu amigo Jesús. El mismo que cambió su vida por la tuya. El mismo que murió para que tu vivas, y que por eso mismo vive ahora en ti.

4. Y por último, ya que somos todos amigos de Cristo, somos todos amigos entre nosotros. Con esta  idea de la amistad entre nosotros —sobre la que no me voy a explayar— quiero invitaros a tomar la Comunión. Esta celebración, a la que es frecuente entre los evangélicos referirnos como «Santa Cena» o «Cena del Señor», siempre fue conocida entre los menonitas, igual que entre los católicos, como la Comunión. Porque en ella celebramos nuestra común unión con Cristo. Y en ella celebramos a la vez nuestra unión unos con otros en Cristo.

Porque somos todos nosotros, amigos de Jesús.

 
 
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