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El divorcio en el Nuevo Testamento El divorcio en el Nuevo Testamento Introducción Esta es la tercera versión en que presento este material. Realicé el estudio exegético inicial en 1989. El resultado circuló muy limitadamente, en fotocopias entre algunas personas interesadas. En los años sucesivos algunos insistían en pedirme que publicase un trabajo sobre este tema, cosa que hice en 1996, revisando a fondo la redacción de aquel trabajo inicial y añadiendo algunas consideraciones personales acerca de la aplicación de los principios descubiertos en las palabras de Jesús. La presente revisión revela inevitablemente la propia evolución de mi forma personal de ver la cuestión con el paso de los años. El trabajo exegético de fondo me sigue pareciendo válido. Varía un poco, sin embargo, mi forma de entender las consecuencias prácticas que se derivan de ese estudio bíblico. La ocasión para revisar este trabajo vino de la invitación de una iglesia en las afueras de Madrid, para que hablara sobre el tema en la primavera de 2011. Para que sea más fácil de seguir la argumentación, he suprimido las notas a pie de página, sustituyendo párrafos con letra más pequeña, como la presente introducción. 1. Vocabulario griego pertinente para un estudio del divorcio en el Nuevo Testamento.
Observación: Los conceptos que normalmente manejamos en España no tienen equivalencias exactas en el lenguaje del Nuevo Testamento. Me parece que en España existen fundamentalmente tres tipos de ruptura matrimonial. (1) Hay una ruptura informal, donde la pareja ya no convive pero sin consecuencias legales ni cambio de estado civil. Tal vez compartan la misma casa pero ya sin relaciones sexuales ni afecto. Puede haber mucha tensión y hasta violencia en la relación, de manera que la convivencia se hace muy dura para ellos mismos, para sus hijos si los tienen, y para toda su parentela y sus amistades. También puede que ya no vivan en la misma casa. Sin embargo en el Registro Civil consta que siguen casados. (2) El divorcio en España consiste en la recuperación, para todos los efectos, del estado civil de soltero. Las personas no están casadas. Bajo la tutela de la justicia española, ha habido una separación —que se pretende justa— de los bienes materiales; y también quedan establecidas la tutoría de los hijos y los derechos y obligaciones que conservan el padre y la madre en relación con los mismos. Por cuanto los antiguos cónyuges son ahora solteros, pueden casarse sin infringir la legislación vigente contra la bigamia. (3) Existe también un tercer tipo de ruptura que es necesario mencionar. Hay «parejas de hecho», que nunca habían legalizado su situación. Este tipo de parejas también puede sufrir una separación. Legalmente nunca fueron matrimonio pero emocionalmente sí lo fueron; y frecuentemente todo su entorno social, sus familias y amistades, los aceptaban como pareja antes de que rompieran. Estas separaciones pueden ser tan traumáticas como la disolución de un matrimonio asentado en el Registro Civil. Al observar las palabras griegas empleadas para describir rupturas matrimoniales, observamos que en la sociedad judía/cristiana inmersa en la civilización grecorromana, también existía mucha fluidez en la práctica de la disolución de relaciones de pareja. El vocabulario griego abunda en términos que describen una situación donde el hombre y la mujer ya no conviven o se han ido con otra pareja. Ninguno de estos términos se emplea como equivalente preciso de nuestro término legal «divorcio», en el sentido de separación tutelada por la justicia civil. No existía un Registro Civil donde constaban legalmente los datos esenciales de la persona. La gente se consideraba casada si su entorno social los aceptaba como pareja. El matrimonio se constituía mediante una fiesta donde las dos familias sellaban su alianza. Así las cosas, el único término griego de uso en el Nuevo Testamento que resulta equivalente a nuestra palabra «divorcio», es uno que viene derivado del Antiguo Testamento, que nuestras traducciones dan como «carta (o certificado) de divorcio» (Dt 24,1-4). Aquí sí, como en nuestra palabra «divorcio» en la legislación española, la persona recupera su plena capacidad legal de volver a casarse.
Había una limitación a la capacidad de volver a casarse: la Ley prohibía tajantemente recomponer un matrimonio divorciado. Todas las demás palabras griegas que emplea el Nuevo Testamento, a pesar de que algunas de nuestras traducciones puedan poner «divorcio», sencillamente describen el hecho de una ruptura matrimonial. Podrían traducirse con igual exactitud (en mi opinión, con mucho mayor exactitud) por términos equivalentes en castellano: «echar/marcharse de casa», «separarse», «romper», «volver con sus padres», «irse con otro/otra», etc. 2. Patriarcado y adulterio Patriarcado. En el entorno social donde se escribe el Nuevo Testamento, una mujer sólo podía ser respetable y honrada si pertenecía a un hombre. La mujer que no era de un hombre en particular era sospechosa de ser de todos. Su reputación, con o sin causa, era equivalente a la de una prostituta.
La identidad de la mujer se hallaba definida, entonces, por la cuestión de «de quién» era. Al principio, obviamente pertenecía a su padre, quien podía disponer de ella como bien le parecía. Disponía de ella como mano de obra y como fuente de futuros ingresos y alianzas familiares. Ya púber, su destino era ser «entregada» en matrimonio. Podía ser práctico y humanitario pero nunca era obligado, consultar con la joven respecto a sus preferencias matrimoniales. Normalmente primaban otras consideraciones mucho más importantes desde la perspectiva de la prosperidad y supervivencia de la familia. En cuanto propiedad, el valor principal de la mujer residía en su carácter de reproductora. Como hija, su virginidad, recato y fidelidad a la alianza matrimonial fijada por el padre aseguraba la supervivencia honrosa de su linaje. En cuanto esposa, su virginidad al casarse y su recato y fidelidad matrimonial posterior, garantizaba que sus hijos realmente lo fueran del hombre que la había adquirido. Adulterio. De ahí que el adulterio se concibe casi exclusivamente como cuestión de honor y propiedad del hombre. La mujer no tenía derechos sobre su marido comparables a los que él tenía sobre ella. Así las cosas, en una aventura sexual un hombre no cometía adulterio contra su propia mujer, sino tan sólo contra el hombre a quien la otra mujer pudiera pertenecer. La deshonra que suponía el adulterio, y la violación que era de los derechos de propiedad del marido, tan sólo se podía remediar mediante la muerte de los adúlteros. Normalmente esto tomaría la forma de un «crimen pasional» perfectamente comprendido y aprobado por la sociedad. Quien por temperamento, temor o desinterés no vengaba el adulterio, debía resignarse a hacer el ridículo y ser objeto de cierta lástima, su honor perdido irremediablemente. En nuestra sociedad, el adulterio o aventura sexual es visto más bien como un síntoma de problemática matrimonial. Aunque los crímenes pasionales todavía suceden, ya no cuentan con esa comprensión popular automática de antes. Hoy día ante un caso de adulterio nadie dudaría en sugerir terapia matrimonial y no asesinatos como solución. Por otra parte, la igualdad de derechos que ha obtenido la mujer hacen que para nosotros, un hombre puede adulterar contra su mujer, violando los derechos matrimoniales de ella, tanto como ella puede adulterar contra él. Aquí cabe mencionar la asombrosa modernidad de Jesús y de Pablo, que hablan de mutualidad de derechos y de responsabilidades. Jesús puede concebir de que la esposa (que no tan sólo el marido de la otra mujer) sea la perjudicada en el adulterio. En 1 Co 7 Pablo habla con una estudiada simetría, dando a entender que ambos miembros del matrimonio tienen los mismos derechos, privilegios y responsabilidades. Obviamente, en círculos cristianos practicantes, el adulterio se ve también como un pecado de la carne. Pero hoy día definiríamos de manera distinta que en el mundo del Nuevo Testamento lo que ese pecado supone. Nos parece de relativamente mayor importancia la contaminación moral y espiritual de los pecadores, de relativamente menor importancia la violación de los derechos del marido. Nos parecen relativamente más trágicas las consecuencias eternas para las almas pecadoras, relativamente menos trágicas las consecuencias respecto a la devaluación de la dignidad y el honor del marido engañado. Resumiendo. La enseñanza del Nuevo Testamento respecto al divorcio tiene que ser comprendida primero en su propio contexto cultural y religioso, desde las costumbres y la sociedad cuando se escribió. Entre otras cosas, esto significa que al hablar sobre el divorcio deberíamos considerar en exactamente los mismos términos la ruptura de un matrimonio reconocido como tal en el Registro Civil, y la ruptura de cualquier otra relación de pareja que viene funcionando como tal, aunque «sin papeles». Todas las parejas serían entonces moralmente equivalentes ante Dios, siempre que vengan siendo reconocidas como tal pareja en el entorno social donde viven —especialmente si tienen hijos. 3. El pensamiento de Jesús Hablar de la cuestión del divorcio en el Nuevo Testamento es lo mismo que hablar sobre lo que dijo Jesús al respecto. En el Nuevo Testamento sólo Jesús y Pablo se pronuncian sobre el tema; pero Pablo se limita a citar el pensamiento de Jesús.
3.1. Mateo 5,31-32 Es fundamental, como punto de partida, saber de qué está hablando Jesús aquí. Clásicamente nos hemos dirigido a este pasaje para preguntar qué opina Jesús sobre el divorcio y segundo matrimonio. Lo primero que debemos observar entonces, es que ese no es el tema que ocupa a Jesús en este párrafo. El tema es más bien la ley de Moisés, y la mención de la ley sobre el divorcio no es más que un ejemplo, una ilustración dentro de su disertación sobre la ley en general. Nos hallamos en el Sermón del Monte. Jesús está explicando en qué sentido lleva él a su plenitud la ley de Moisés («No penséis que he venido a abrogar la ley», etc.). Ya ha hablado acerca de la ley contra el homicidio, y aquella contra el adulterio. En ambos casos ha profundizado hasta hallar la voluntad perfecta de Dios, de la que la ley es sólo una sombra: Insultar al hermano tiene la misma raíz de rebelión contra Dios que llegar a matarle; cuando un hombre se deleita en su imaginación con la mujer de otro, es culpable del «deleite de la mujer de tu prójimo» que prohíbe el Mandamiento.
Ahora Jesús toma como ilustración la ley que hallamos en Dt 24,1-4. Allí Moisés establece: «Cuando alguno tomare mujer y se casare con ella, si no le agradare por haber hallado en ella alguna cosa indecente, le escribirá carta de divorcio, y se la entregará en su mano, y la despedirá de su casa. Y salida de su casa, podrá ir y casarse con otro hombre» (vs. 1-2). Luego en los vs. 3-4 Moisés prohíbe terminantemente que estos dos anulen el divorcio: incluso en caso de disolución de sus matrimonios subsiguientes, nunca podrán restablecer su matrimonio original.
¿Cómo se desenvuelve el «cumplimiento» de esta ley en el pensamiento de Jesús? ¿Cuál es el principio profundo detrás de la ley que exige la entrega del acta de divorcio cuando un hombre echa a su mujer de su casa? Según el pensamiento de Jesús, cuando un hombre repudia (apolýō = apartar, separar, rechazar, dejar en libertad) a su esposa sin formalizarlo mediante el acta de divorcio (apostasíon) que manda la ley de Moisés, la obliga a cometer adulterio («hace que ella adultere»). Es necesaria el acta de divorcio, porque si el marido llegara a despedirla sin poner las cosas claras formal y legalmente, la pone a ella en una situación imposible. Su marido legal ya no se ocupa de ella; está desamparada. Este desamparo es real y le afecta en lo moral tanto como en lo material. Recordemos que una mujer sin un hombre es una mujer sin honra ni identidad, ya que su única identidad y honra posible es la de pertenecer a un hombre. Su posición en la sociedad es equivalente a la de una prostituta. Pero la que ha sido echada de la casa de su marido, mientras no obre en su poder el acta de divorcio, tampoco está en libertad para permitir que otro hombre la ampare moral y materialmente y la haga una mujer honrada. Si se junta con otro hombre comete adulterio. Y el hombre que la toma, en lugar de hacer de ella una mujer honrada, en realidad lo que acaba haciendo es cometer adulterio. Esto no es justo. ¿Y de quién es la culpa? No de la mujer desamparada que acepta la protección de otro hombre. No del hombre que está dispuesto a tomarla. Sino del que la despidió sin dejarla en libertad mediante acta de divorcio. O sea que Jesús está aquí estableciendo un principio de responsabilidad moral y ética. Aunque eches a tu mujer de tu casa sigues siendo responsable de ella. Su deshonra y condición inmoral, incurrida por una situación que tú has creado, recae sobre ti. No te puedes lavar las manos de la responsabilidad que asumiste al casarte. No puedes hacer como que tu compromiso no existe. Tu obligación de cubrirla moralmente con tu honor, tu dignidad, tu identidad y el cobijo de tu techo, no ha cesado por mucho que la hayas mandado a paseo. A no ser que aclares formal y legalmente que perjuras de la responsabilidad que has contraído, dejándola así en libertad para recibir todo esto de otro hombre. Para eso está establecida el acta de divorcio. Cuando se cumple esta exigencia ya no hay adulterio, sino una nueva relación matrimonial válida.
La mujer puede recuperar una posición honrosa y reconocida en la sociedad. Existe una excepción a la responsabilidad y culpabilidad del marido ante el adulterio cometido por su esposa si la echa de casa sin acta de divorcio. Esa excepción es bastante lógica. Es el caso de que un hombre repudie a su mujer por causa de inmoralidad sexual (pornía, traducido aquí normalmente como «fornicación») de ella. Como el adulterio ha sido cometido antes de que su marido la echara, evidentemente no se le puede imputar culpa a él. «Pero yo os digo que el que repudia a su mujer, a no ser por causa de fornicación, hace que ella adultere». Esto es, excepto cuando el adulterio es en sí el motivo de la separación, el marido es el que la «obliga» a adulterar. Él es moralmente responsable de la vida irregular que pueda llevar su mujer mientras él no cumple con sus obligaciones hacia ella. De este modo Jesús «cumple» la ley de Moisés, profundizando en ella para observar en acción la voluntad benéfica de Dios. Como en sus ejemplos anteriores sobre este tema (leyes sobre homicidio y adulterio) Jesús halla que la realidad moral que hay detrás de la ley es mucho más profunda que lo que su mera obediencia legalista podía sugerir. Resumiendo. El tema que ha ocupado a Jesús a partir de Mt 5,17 es la nobleza de la ley de Moisés. La legislación sobre el divorcio queda aquí reivindicada como eminentemente moral. Luego, después de este tercer ejemplo, seguirán aún otros tres: la ley contra jurar en falso, la ley de «ojo por ojo» y la ley de amor al prójimo. No podemos entender Mt 5,31-32 sin ocuparnos de su relación con Dt 24,1-4, ya que es ese concretamente el tema que ocupa a Jesús. Observación final. Se verá que Jesús supone que la mujer que haya cometido adulterio sigue con vida y obtiene un divorcio. La ley de Moisés legislaba sin embargo la pena capital por el adulterio y además hemos comentado que la sociedad patriarcal generalmente consiente el «crimen pasional» ya que es así como el marido engañado recupera su honor. Sin embargo la ley de Moisés es pródiga en general en motivos que requieren la pena capital, pero no existe constancia de que la justicia judía fuese tan sanguinaria como esto parecería indicar. El único ejemplo bíblico de pena de muerte por el adulterio es uno frustrado: el de Juan 8, donde nadie quiso tirar la primera piedra. Y en cuanto a la venganza por cuenta propia del marido engañado, aunque comprensible y requerido para recuperar la honra, sin embargo hemos de suponer que los casos en que realmente sucedía eran más bien excepcionales —igual que hoy. Los maridos engañados no son siempre violentos ni tienen siempre la fortaleza ni la destreza con armas que tal venganza requeriría. Lo más frecuente sería que el hombre deshonrado por la infidelidad de su mujer sencillamente cargara con la ignominia de su condición de «cornudo». De manera que es perfectamente concebible la situación en la que el marido engañado sencillamente echara de casa a la mujer infiel y se buscara otra. Hay que recordar que según la legislación bíblica, el nuevo matrimonio de él sería perfectamente legítimo siempre y cuando la nueva mujer no tuviere otro marido. Un hombre no podía adulterar contra su propia mujer, sino tan sólo contra otro hombre. Y el varón podía casarse con tantas mujeres como sus medios económicos le permitiesen. Es verdad que en general en la sociedad judía la poligamia estaba mal vista. Pero a los nobles y los ricos, esa clase de desaprobación poco les podía importar. 3.2. Mateo 19,1-12 Aquí Jesús responde a dos preguntas y una observación jocosa. Primera pregunta. Los fariseos quieren saber con qué escuela de interpretación rabínica se identifica Jesús. Deuteronomio 24,1 establecía como base para el divorcio, que el marido descubriera en su mujer «alguna cosa vergonzosa» (heb. ‘ervat dabar). ¿Qué es admisible como «alguna cosa vergonzosa»? Aquí es interesante el debate rabínico que recogen los escritos judíos de los primeros siglos de nuestra era. El rabino Hillel y sus discípulos decían que «alguna cosa vergonzosa» admitía muchísimas posibilidades. Si una mujer quema la comida que está preparando, ¿acaso no se avergüenza de ello? Sin embargo el rabino Shammai y sus discípulos opinaban que no. ‘ervat dabar es solamente un acto de inmoralidad sexual. Este es el debate sobre el que se pronuncia Jesús en Mateo 19. Es una situación distinta a la que habíamos hallado en Mateo 5. Allí el contexto era uno de explicar su posición frente a la ley de Moisés. Aquí, sin embargo, los fariseos quieren saber si Jesús es liberal o conservador dentro de la gama de pensamiento religioso de su día. Al poner que le «tentaron» (peirázō) con esta pregunta la idea no es que le propusieron un pecado, sino que le tantearon, le pusieron a prueba, le sometieron a examen para determinar con cuál corriente se identificaba en este debate; si con los que admitían cualquier tipo de motivo para divorciarse o si con los que sólo admitían el motivo del adulterio. —¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa? —le preguntan. Sin embargo Jesús se niega a participar en el debate. La relación matrimonial, según él la ve, no se puede reducir a los legalismos técnicos que definen las condiciones de su disolución. Para entender la naturaleza del matrimonio no es suficiente intentar determinar de qué modo es posible acabar con él. Mejor es volver al acto de creación y ver qué sucedió allí. Adán había exclamado: «¡Al fin! ¡Hueso de mis huesos y carne de mi carne!» reconociéndose en ella, identificándose con ella, sintiendo la posibilidad de comunión, que ninguno de los animales que Dios le trajera antes le podía brindar. Esto es incluso más profundo que Shammai. Shammai entendía que la esencia matrimonial es el sexo y por eso la violación del matrimonio a nivel sexual era motivo para acabar con él. Jesús dice: No, la esencia del matrimonio es comunión. Si sólo fuera cuestión de sexo, Adán podría haber tenido experiencias sexuales con alguna de las hembras animales que Dios le había traído. Otros hombres desde entonces lo han hecho. Pero la comunión matrimonial sólo era posible con Eva. Porque Eva era su igual. Esta comunión ha de ser inviolable. Es sagrada. Dios la creó. El hombre no debe destruirla. «Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre» (Mt 19,6). Segunda pregunta. Ahora los fariseos piensan que al fin le han pillado en una postura contraria a la ley de Moisés. ¿Acaso no había mandado éste la entrega de acta de divorcio cuando un hombre se separa? Pero Jesús vuelve a hacer alarde de sus geniales cualidades para el debate, cuestionando la legitimidad del permiso sin disminuir la autoridad de Moisés. «Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así» (Mt 19,8). A continuación Jesús repite textualmente su propia profundización radical sobre aquella ley, en la que había alegado que el marido sigue siendo responsable por la mujer repudiada hasta no haberle dado el acta de divorcio, que es él quien hace que adultere si tan sólo la echa de casa sin darle también el certificado de divorcio. La observación jocosa. Ahora los discípulos de Jesús se sienten incómodos. Esta palabra ha sido muy dura. Pone a sus seguidores entre la espada y la pared. Con tal de que seas duro de corazón tienes permiso para divorciarte. ¿Pero de qué sirve delante de Dios un permiso cuya condición necesaria es la dureza de corazón? Los discípulos deciden tomárselo como una exageración y le dicen, en broma: «¡Si no existe escapatoria del compromiso matrimonial, más vale no casarse!» (Mt 19,10). Jesús no se ríe. En efecto, les dice, queda esa posibilidad para los que, por su dedicación al reino de los cielos, se verían incapacitados para cumplir con sus deberes conyugales. Pero esto es un don que sólo algunos recibirán. De todos modos no se retracta de lo dicho: Moisés ha legislado reglas para atenuar algunas de las consecuencias cuando alguien vaya a echar a su mujer. Pero esto no significa que Dios apruebe del divorcio. La disolución del matrimonio no es nunca lo que Dios nos había deseado —su Voluntad. 3.3. Marcos 10,1-12 Aquí tenemos un diálogo en dos partes entre Jesús, los fariseos, y los discípulos de Jesús, muy parecido al de Mateo 19. Hay algunas diferencias interesantes con respecto a Mateo 5. Aquí en Marcos no tenemos la frase de excepción, «salvo por causa de fornicación». Esto es bastante importante, porque indica que para Marcos, por lo menos, la frase no es indispensable para seguir el hilo del argumento de Jesús.
En esta conversación Jesús no está hablando de la necesidad de escribir el acta de divorcio. En Mateo Jesús se había limitado a interpretar la ley que la establecía. Pero aquí, en Marcos, Jesús ya no está interesado en esto sino en condenar la separación en sí. El hombre o la mujer que abandona a su cónyuge con el propósito de juntarse con otra persona es culpable de adulterio, o sea de infidelidad matrimonial. Por eso aquí, en Marcos, Jesús menciona que pueda ser la mujer la que abandone a su marido por otro; cosa que la ley de Moisés no contemplaba, pero que en la vida sí sucede. Jesús puede introducir aquí esta posibilidad, porque no está comentando la ley, sino hablando de la disolución del matrimonio en principio, sea esta disolución legal o no. De modo que la diferencia fundamental entre Marcos 10 y Mateo 5 no radica en la presencia o ausencia de la frase «salvo por causa de fornicación». La diferencia está en la temática en sí. En Mateo 5 Jesús se interesaba en establecer la culpabilidad moral del marido que repudia a su mujer sin dejarla en libertad mediante el divorcio. Mientras que en Marcos 10 Jesús habla de la culpabilidad moral del marido o de la mujer que disuelve la unión matrimonial que Dios ha establecido. En resumen, cuando el ser humano deshace su matrimonio, no cumple con lo que Dios hubiera deseado para ellos. 3.4. Lucas 16,18 Tal vez la novedad más interesante aquí en comparación con Mateo 5, es que en Lucas 16 el marido que repudia también incurre en adulterio al volver a casarse. Esto no se había dicho en Mateo 5 ni tiene ningún fundamento en Moisés, por cuanto en la Ley había bastantes precedentes de varones polígamos. Parecería ser, entonces, que esta idea es puramente original de Jesús, que como en Marcos 10 (al suponer que la mujer pueda «repudiar») habla en términos morales, más allá de legalismos formales en torno a lo permitido o no por Moisés. El adulterio, naturalmente, sólo puede ser tal adulterio si el esposo no ha entregado el acta de divorcio que exige la Ley. Tachar de adúltero al esposo que repudia pero no cumple entonces con su obligación de divorciarse, es añadir otra medida de presión; porque si fuera solamente por la Ley, el varón podía ser polígamo sin ser adúltero. 3.5. 1 Corintios 7,10-11 Son raras las ocasiones en que Pablo cita textualmente a Jesús. Esta es una de ellas, por lo que consideramos estos dos versículos como otro texto de Jesús, paralelo a los de los evangelios. Su sentido es idéntico al que hemos visto en los evangelios. Pablo usa, sí, otro verbo que apolýo para describir la acción del marido en la última parte del versículo 11: afíēmi, que aquí significa «abandonar, descuidar, desentenderse, desamparar». Los dos verbos serían prácticamente sinónimos en este contexto. De manera que Pablo ha recogido fielmente el dictamen de Jesús en contra de la disolución del matrimonio (contrario al permiso otorgado en Dt 24). Los cristianos no deshacen sus matrimonios, punto, y por lo tanto no hace falta insistir aquí en la necesidad de otorgar el acta de divorcio. Sin embargo aquí Jesús se extiende con bastante más claridad en cuanto a la posibilidad de que la mujer tome la iniciativa. Esto cuadra con el enfoque moral que vimos en Marcos y Lucas, donde Jesús no entra a debatir sobre tecnicismos legalistas. Existe entonces para la mujer un permiso, concedido a regañadientes, para que se separe si las circunstancias parecen aconsejarlo. Es difícil exagerar la importancia de este permiso. Nos indica la sensibilidad de Jesús frente a las situaciones intolerables de opresión, terror, esclavitud y violencia a la que se ven sometidas algunas mujeres en su matrimonio. Esta separación no es equivalente al divorcio, ni siquiera al repudio o abandono (sin acta de divorcio) que hemos visto hasta ahora. En todos los casos contemplados hasta ahora, formar otra pareja nueva procede automáticamente; es parte de la realidad. Esto es así porque el tema era, precisamente, el divorcio. Y el divorcio es aquello que otorga la posibilidad legal de volver a casarse. En cuanto se retira esta posibilidad de volver a casarse, como sucede aquí en 1 Co 7, ya no estamos hablando de divorcio sino de una mera separación pasajera. En realidad si la separación contemplada aquí fuera divorcio, Pablo estaría en una posición contraria a la ley de Dt 24, que prohíbe terminantemente que la pareja original se vuelva a formar, tipificando eso como una «abominación» en Israel.
Si Pablo (citando a Jesús) pretendiese en 1 Co 7 que una pareja divorciada vuelva a reconstituir su antiguo matrimonio, entonces estaría recomendando añadir una infracción de la Ley como pretendida solución al presunto pecado del divorcio. Este permiso de separación que se está otorgando no es pecaminoso, desde luego; pero tampoco es divorcio. Y esto lo sabemos precisamente porque deja la puerta abierta, por parte de la mujer cristiana, a la reconciliación.
En la esperanza de reconciliación, entonces, ella renuncia a otra relación matrimonial.
Aquí en 1 Corintios 7, entonces, Jesús tampoco aprueba que se disuelva definitivamente el matrimonio. Aunque Pablo no recoge aquí la frase, hay que entender que él también recuerda que para Jesús, el divorcio indica siempre la existencia de una condición tipificada como «la dureza de vuestro corazón» (Mt 19,8; Mr 10,5). 4. Algunas conclusiones sobre divorcio y volver a casarse, a la luz de la enseñanza de Jesús. 4.1. La enseñanza positiva sobre el matrimonio. Jesús insiste en hablar positivamente del matrimonio cuando los que le preguntan están interesados sólo en las condiciones de su posible disolución. La relación matrimonial, opina Jesús, es una de reconocimiento incondicional de comunión y mutualidad entre un hombre y una mujer. Jesús resume esta enseñanza positiva con la expresión «una sola carne», que recoge del relato de la Creación en Génesis 2.
4.2. Existe legislación para los duros de corazón. Los duros de corazón muchas veces serán incapaces de mantener una relación de comunión, igualdad, mutualidad y entrega total como lo que estableció Dios en la creación. Por este motivo acabarán separándose y formando nuevas parejas. Según el espíritu de la ley de Moisés, el hombre que abandona a su mujer sin legalizar la situación, será responsable no sólo del pecado propio, sino del que pudieran cometer los que por su culpa quedan al margen de la legalidad matrimonial. Este acta de divorcio tiene el efecto claro e indiscutible de otorgar a las personas la libertad para contraer un nuevo matrimonio. Según Jesús, hacer uso de la ley que permite divorciarse es demostrar dureza de corazón. Tomar la iniciativa en el divorcio desagrada a Dios, porque «separa lo que Dios ha juntado», disolviendo definitivamente esa unión, deshaciendo formal y legalmente el pacto conyugal contraído en la boda. Evidentemente, a la persona que ha sido «repudiada» no ha de imputársele culpa automáticamente. Es posible que en realidad sea de ella (o de él, según el caso) gran parte de la culpa de que la situación haya llegado a tal extremo. Pero ser una persona divorciada no es automáticamente señal de ser duro de corazón. La dureza de corazón puede haber sido el problema de su antiguo cónyuge. El divorcio puede haber sido la gran tragedia de su vida —algo que le hicieron— y no su gran pecado. También puede ser algo que les ha pasado a los dos, sin que sea necesario culpar a nadie en particular de pecado. Tal vez haya que reevaluar qué es lo que entendemos por «dureza de corazón» y hasta qué punto ésta es tipificable como pecado. Volveremos más adelante al tema de la dureza de corazón, por cuanto ésta —y no la fornicación, como he explicado ya detalladamente— parecería ser según Jesús la condición que siempre da lugar a las rupturas matrimoniales definitivas. 4.3. Normalmente los divorciados se vuelven a casar. Jesús siempre supone que la gente divorciada ejercerá su derecho a casarse.
Él parte de la base de que los solteros normalmente se casarán. En realidad él supone que, con divorcio o sin divorcio, la gente separada siempre acabará formando una nueva pareja. Existe una posible excepción. Hay quienes reciben el don del celibato para facilitar su ministerio por el reino. Pero estos serán los menos. En ese sentido Jesús está claramente en la tradición bíblica. Para la Biblia el matrimonio es algo bueno, algo deseable. Es parte del legado de la creación: «No es bueno que el hombre esté solo». Cuando una persona soltera se une a otra con votos de amor y fidelidad para formar un hogar estable, hace bien. Esto es cierto para todos los solteros. Es cierto para los que nunca se han casado. Es cierto para los que han enviudado. Y también es cierto para los que han sufrido la destrucción de un matrimonio previo porque en él se manifestó la dureza de corazón. Prohibir a alguna persona casarse, por sistema, es torcer el sentido de las Escrituras. Es cargar a la gente con una carga pesada que frecuentemente no podrán llevar. En algunos casos conducirá a la perdición de la persona, creando en su conciencia una ley innecesaria que acabarán violando. Porque como sabía muy bien Pablo algunos, si no se casan, arderán. Prohibir que los divorciados se casen es un miserable legalismo heredado de la iglesia medieval y su obsesión enfermiza con la presunta pecaminosidad del sexo. Pablo se expresa sobre este tema con palabras extraordinariamente severas: «En los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios; por la hipocresía de mentirosos que, teniendo cauterizada la conciencia, prohibirán casarse» (1 Ti 4,1-3). Me parece importantísimo tener en cuenta esta condenación de Pablo contra cualquiera doctrina que sistemáticamente excluya del matrimonio a ciertas personas. Pablo es el gran defensor bíblico del celibato. Él opina que todo el mundo haría bien en seguir su ejemplo y permanecer solteros para estar libres para un apostolado de proclamación del Reino de Dios. Si a él —a Pablo— le parece tan nefasto prohibir casarse que lo califica de apostasía de la fe cristiana, debemos escuchar con atención. En la enseñanza de Jesús, el divorcio es contrario a la voluntad de Dios. Luego también es adulterio (legal) la relación conyugal posterior de la mujer «repudiada» a la que no se le haya concedido el divorcio. Pero la culpa (moral) no es nunca de ella y su nuevo marido, sino del marido que no la divorció cuando la echó de casa. En ningún caso constituye esto una prohibición de formar un nuevo matrimonio. Es muy concretamente, una prohibición de echar a la esposa de casa sin divorciarla para que pueda rehacer su vida con honradez y dignidad. 4.4. El problema no parece ser de naturaleza sexual Ahora nos vamos a apartar unos instantes de la enseñanza expresa de Jesús y el Nuevo Testamento, para abordar otra cuestión diferente aunque relacionada. Concluida mi presentación de esta ponencia en la primavera de 2011, en la sesión de diálogo y coloquio una hermana me preguntó si me constaba algún ejemplo bíblico de divorciados que se volvieran a casar. Tuve que reconocer que no se me ocurría ninguno; y sigo sin que se me ocurra ni un solo ejemplo en toda la Biblia —ambos Testamentos— donde se vuelve a casar una persona divorciada. Conversando de ello con mi esposa en el coche volviendo a Burgos, ella comentó que, admitida la posibilidad de la poligamia, los varones no necesitaban el divorcio. ¡Es decir que tenemos ejemplos bíblicos de varones que se vuelven a casar, claro que sí, pero conservando intacto su primer matrimonio! Tampoco son muchos esos varones, aunque son todos muy emblemáticos, como los patriarcas Abraham y Jacob, o los reyes David y Salomón. Estos cuatro practicaron además el concubinato, que es la trata sexual de esclavas. Una conducta que hoy día nos resulta tan moralmente repugnante, que nuestras leyes la condenan severamente con largos años de cárcel. Hay un cierto tímido reproche de los excesos de Salomón —la friolera de mil mujeres— pero no por excesiva «carnalidad». El reproche de sus muchas mujeres se limita solamente a que como algunas eran extranjeras, desvirtuaron el compromiso exclusivo del rey con el Dios de Israel. Si como su padre David se hubiera limitado a esposas y esclavas israelitas, su promiscuidad exagerada no parecería merecer ningún reproche de tipo «espiritual» en el testimonio bíblico. Pensando en David, nos acordamos de Mical su primera esposa, hija del rey Saúl. Cuando David huyó de la corte por los intentos reiterados de asesinarle, el rey la casó con otro. Todo parece indicar que este segundo matrimonio fue considerado válido por todo Israel. Parecería ser que en una sociedad patriarcal y monárquica, los derechos del padre y rey a disponer de sus hijas, tenían más valor que los derechos matrimoniales del esposo original. Cuando David se hizo fuerte, reclamó que Mical le fuera devuelta como legítima esposa, por cuanto él nunca la había divorciado. Es decir que con Mical tendríamos un ejemplo bíblico de una mujer polígama; casada legítimamente con dos hombres a la vez.
Admitida (aunque nunca alabada ni recomendada) la poligamia y el concubinato en la Biblia, entonces, el problema espiritual de fondo no parece ser de naturaleza sexual. El problema no es algún tipo de mancha espiritual en el alma humana que viene de estar teniendo relaciones sexuales con una persona mientras sigue vivo otro cónyuge anterior. El problema es siempre uno de desorden legal. Concretamente, tiene que ver con el usufructo de derechos patrimoniales que adquiría un varón mediante el matrimonio. Ni la Ley de Moisés ni la moral de Jesús admitía que en aquella sociedad patriarcal, una mujer sobre la cual tenía derechos un hombre, pudiera estar sexualmente disponible para otro. La única solución viable, entonces, era la abrogación documental de los derechos del primer varón, lo cual dejaba despejada la vía para que otro pudiera disponer legalmente de ella. Desde el principio hemos estado viendo que en todo esto hay unas presuposiciones de desigualdad de derechos y condición de la mujer y el varón, que de tan repugnantes que nos resultan hoy día, nos cuesta admitirlo como instrucción moral y espiritual. Como en otros muchos temas, es necesario tomar constancia sin asustarnos, de los milenios que han transcurrido desde que se escribieron los escritos sagrados de los cristianos. Sería injusto exigirles que se hubieran adelantado miles de años, hasta entender la vida y la igualdad de género y los derechos de la mujer, tal como por fin lo estamos empezando a entender hoy. ¡No es ningún defecto de estos escritos el no haber sido redactados por contemporáneos nuestros! Y sería pura necedad y soberbia negarnos a aprender de esta sabiduría antiquísima solamente porque es antigua. A pesar de tanto que nos separa de aquella época y sus presuposiciones morales, podemos aprender cosas como lo siguiente de Jesús: 4.5. El problema de la dureza de corazón. Hay situaciones irreversibles, que por más que luego la persona reciba «un corazón de carne», ya no pueden cambiar. Lo hecho, aunque debido a la dureza de corazón, hecho está. El asesino que se arrepiente no puede resucitar a los que mató. Lo separado por el hombre en su dureza de corazón, separado queda, aunque Dios mismo lo haya unido al principio. Cuando se han tomado pasos para impedir que dos personas puedan seguir siendo «una sola carne» en comunión y mutualidad, ya no queda ninguna obligación moral. Esto significa que la persona que se ha vuelto a casar no «vive en adulterio». Dios «aborrece el repudio» (Mal 2,16) porque separa lo que Dios ha unido (Mt 19,6). No deja por ello de ser un acto, como muchos otros, del que se puede arrepentir una persona pero cuyas consecuencias son irreversibles. Por cuanto el divorcio es, por su propia naturaleza, una medida que arregla el desarreglo de la ruptura de la relación matrimonial, dando a ambos la oportunidad de volver a empezar con otra pareja, no es el divorcio en sí lo que desagrada a Dios. Lo que desagradaba a Dios es que las cosas hayan llegado al punto donde el divorcio sea necesario. Esto nos trae otra vez a la dureza de corazón. Jesús no explica qué viene a ser la dureza de corazón. En cuanto a este particular, entonces, cabe la posibilidad de interpretaciones muy diferentes. Por lo que pueda interesar, puedo compartir lo que me parece a mí que pudo haber tenido en mente Jesús al pronunciar esta frase: Me parece que la frase «dureza de corazón» es extraordinariamente sugestiva de la realidad de ruptura definitiva de una relación afectiva. Indicaría una situación donde ha desaparecido la ternura. Donde antes la ternura era el rasgo esencial y característico de la relación entre estas dos personas, ahora lo único que queda es dureza, callo, costra, posiciones solidificadas en un enfrentamiento constante. Han desaparecido la amistad, la complicidad, la identidad compartida, el deseo de siempre agradar a la otra persona, y otro sin fin de rasgos que son característicos de la relación afectiva de pareja. No me refiero a los sofocos y fiebres pasajeras del enamoramiento, sino a una predisposición favorable hacia la otra persona, que nos hace desear anteponer sus necesidades a las necesidades propias, anteponer a todo lo demás el proyecto común de ser una familia armoniosa, un hogar que es un refugio y remanso de paz en medio de un mundo estresante y a veces hostil. A nosotros hoy día, hablar de ternura de corazón en lugar de dureza de corazón, nos lleva a considerar la realidad de los sentimientos, el afecto —o la falta de afecto—, esas emociones que describimos como amor, cariño, querer. O al contrario, sentimientos de desprecio, aborrecimiento o de aburrimiento y hastío en la compañía de esa persona. En el mundo bíblico, el corazón era sin embargo el órgano donde residía el raciocinio, la inteligencia y la fuerza de voluntad. Para Jesús, entonces, sospecho que el énfasis de la frase caería en el hecho de que las personas ya carecen de voluntad o deseo o capacidad para seguir luchando por sacar adelante la relación. Están totalmente desmotivados. Han perdido toda esperanza. Y en su desesperanza de nunca poder recuperar nada de esta relación, la única salida que ven es la de romper definitivamente y buscarse otra pareja. Desde luego, va a ser la purísima verdad el hecho de que es, efectivamente, esa dureza en la relación de pareja, el único motivo que da lugar a que las parejas se deshacen en divorcio. «Por la dureza de vuestro corazón permitió Moisés el divorcio» —aunque no era éste el plan cuando la Creación. |
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