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El 500 aniversario de la Reforma, y el anabaptismo El 500 aniversario de la Reforma protestante, Como se verá, mi enfoque para este trabajo se centra en la Reforma protestante del siglo XVI. Si fuéramos a comparar el movimiento anabaptista con las diversas iglesias «libres» (no estatales) surgidas en siglos posteriores —que nos legaron lo que hoy se entiende generalmente por «iglesias evangélicas», los resultados de la comparación serían otros. Tampoco he querido enfatizar aquí algunas coincidencias fundamentales entre los reformadores protestantes y el movimiento anabaptista del siglo XVI, como por ejemplo la salvación por la gracia, por la fe; o la fundamentación de la doctrina cristiana en la Sagrada Escritura. He preferido imaginar que esas coincidencias son comúnmente conocidas, y entrar entonces a otras cuestiones que tal vez sean menos conocidas.
No quiero entretenerme demasiado con esto, solamente mencionar que la Reforma protestante no fue el único movimiento de reforma en la iglesia católica medieval. Para estos efectos, quiero mencionar dos que me parecen especialmente destacados por su cristianismo radical.
Recuerdo de mis años de adolescente en Uruguay, pasar por la población de Colonia Valdense en la carretera entre Montevideo y Colonia, de donde solíamos cruzar el Río de la Plata a Buenos Aires en un viejo avión DC3 de los años 30. Recuerdo que los valdenses eran tenidos por evangélicos. Mi padre sostenía que eran precursores de los anabaptistas y que, por consiguiente, estaban emparentados con los menonitas. En mi clase de instituto había una chica valdense y recuerdo que según ella, solían ver a los protestantes con algo de recelo, como advenedizos demasiado inclinados a querer contarlos entre su número. No se consideraban precursores de nada sino valdenses a toda honra, sin tener por qué vincularse a ningún otro grupo posterior. El movimiento valdense surgió en el siglo XIII y sus predicadores laicos, sin ningún tipo de autorización por parte del clero católico, se extendieron por un muy amplio territorio de Europa en el medioevo. Fueron radicales en el sentido de su deseo de recuperar los valores del evangelio de Jesús, librándose de la corrupción de casi un milenio de fusión entre iglesia y estado, que era lo único que ofrecía el cristianismo oficial. Especial interés despertaba en los predicadores valdenses el bienestar de los pobres y la justicia social. Por su independencia del clero y del estado, los valdenses nunca alcanzaran el grado de repercusión y difusión y poder mundanal que el protestantismo, que heredó del catolicismo todas las palancas del poder de este mundo en los principados cuyos soberanos lo adoptaron. Es cierto, entonces, que en esto, así como también en su pacifismo, fueron los valdenses precursores de los anabaptistas, más que de los protestantes. El día de la Reforma es el 30 de octubre, en recuerdo de Martín Lutero. Objetivamente, sin embargo, sería igual de justo estar celebrando ahora siete siglos y medio de la Reforma valdense, que no cinco siglos de la Reforma protestante. El protestantismo, además de posterior, fue en algunos sentidos menos rupturista con el catolicismo romano.
En el siglo XV la iglesia de Bohemia —hoy República Checa—, liderada por Juan Hus, reivindicaba la participación de todo el pueblo cristiano en ambas especies de la Cena del Señor; el pan, pero también el vino. Parte de este movimiento, el que acusaba mayor influencia valdense y era por consiguiente pacifista y estaba especialmente interesado en los pobres y en la justicia social, se retiró a un lugar que llamaron Monte Tabor, para crear una comunidad de vida. El taborismo se escoró hacia un milenarismo fanatizado, pero en el año anunciado para el regreso de Cristo y el inicio del milenio, lo que apareció fue el ejército del emperador con el cometido de restablecer a los rebeldes bohemios al seno de la iglesia católica. El taborismo abandonó entonces el pacifismo y se alió con los defensores del cristianismo bohemio, consiguiendo unas victorias militares iniciales que parecieron a todo el mundo nada menos que milagrosas. En este contexto de contienda entre diferentes bandos cristianos, Petr Chelčický fue una voz de sobriedad, un anciano considerado como referencia moral en los diferentes bandos bohemios, consultado sobre diferentes cuestiones referentes a la restitución de una iglesia propiamente fundamentada en el testimonio de los apóstoles. Parece ser que no sabía latín. En cualquier caso, sus libros, escritos todos en el vernáculo checo, son hoy tenidos como el primer asomo de la literatura checa y leídos por todos los interesados en la evolución de esa lengua. Chelčický desconfiaba hondamente de cualquier intento de purificar el cristianismo por imposición, desde arriba. Los valdenses habían derivado —sin quererlo ni proponérselo— en ser una iglesia clandestina y minoritaria, que sobrevivía marginada de la sociedad mayoritaria. Ahora Chelčický proponía esta alternativa como la única forma legítima de vivir el cristianismo. Había que automarginarse de las esferas del poder civil y militar y cualquier clase de imposición por la fuerza. Había que constituir pequeñas células de cristianos convencidos, que se edificaran unos a otros y se estimulasen mutuamente a seguir a Cristo consecuentemente. Estas pequeñas células cristianas no tenían por qué intentar obligar a nadie más a seguir a Cristo ni obligar a nadie a seguirlos a ellos en su seguimiento de Cristo. Lo único que tenían que hacer era vivir como Cristo había enseñado a vivir. De todo lo demás —de la sociedad en general— ya se encargaría Dios a su manera, como le viniera en gana. De la prédica de Chelčický nacieron los Hermanos Checos, que sobrevivieron hasta que surgieron las reformas protestante y anabaptista en el siglo siguiente.
El movimiento anabaptista no surgió en un vacío. Encaja necesariamente en la sociedad, las ideas, y los demás desarrollos y movimientos de su era. Todo lo demás que pasaba a su alrededor contribuyó a darle al anabaptismo la forma que tomó.
Ni la Reforma protestante ni el movimiento anabaptista podrían haber tomado la forma que tuvieron, ni haber alcanzado la difusión que alcanzaron, sin el invento, en el siglo anterior, de la imprenta de tipos móviles. Ambas reformas, la protestante y la anabaptista, se difundieron gracias a la influencia de predicadores hábiles, por supuesto. Pero también fueron ambas, especialmente, movimientos literarios, que se difundían por tratados y por cuartillas impresas que circulaban de mano en mano. En esto se diferenciaron ambas reformas, de las anteriores en la Edad Media. La revolución de las comunicaciones que trajo la imprenta explica algunos rasgos sobresalientes del anabaptismo; muy especialmente, su rapidísima difusión por toda Europa central.
La imprenta contribuyó a una expansión sin precedentes del interés en recuperar obras literarias del pasado, que prácticamente habían caído en olvido por lo difícil que era acceder a ellas. El primer libro que se imprimó, la Biblia, ya respondía a ese tipo de interés anticuario en recuperar antiguas obras olvidadas o relegadas por el paso del tiempo. Se acuñó el concepto de Edad Media, para indicar un presunto letargo de muchos siglos, cuando la gloria de civilizaciones pasadas hubo caído en el olvido (si bien nuestra civilización presente debe mucho a las innovaciones propias de la Edad Media). Este interés apasionado en toda Europa por recuperar las glorias de un pasado presuntamente mejor que el pasado más reciente, contribuyó enormemente al prestigio de la Biblia y de los apóstoles como fuente incomparable de inspiración para la iglesia presente. Antes de que pudieran prosperar la Reforma protestante y el movimiento anabaptista, entonces, era necesario ese cambio actitudinal con respecto al pasado. Es porque prosperaba en general la idea de que los sabios de la antigüedad habían sido superiores, más civilizados, más inspirados, más instruidos, mejores en todos los sentidos, que pudo prosperar también la idea de que la iglesia temprana fuera superior a la iglesia católica de sus propios tiempos. Es solamente por este cambio actitudinal en la cultura europea, que se pudo concebir que los escritores cristianos de un pasado remoto tuvieran más autoridad que los teólogos contemporáneos, que tenían a su disposición los resultados de la friolera de quince siglos de reflexión cristiana. Y sin esa presuposición de que la iglesia temprana tuvo que ser naturalmente superior a la presente, el regreso a la Sagrada Escritura que protagonizaron los protestantes no habría podido prosperar y difundirse.
Es difícil imaginar que surgiera el movimiento anabaptista del siglo XVI, por lo menos no con la forma que tomó, si no fuera como un derivado, un brote propio, de la Reforma Protestante. Seguramente radicalizaron muchas de las propuestas de Lutero y Zuinglio y otros escritores protestantes de su generación, pero por eso mismo dejan ver hasta dónde llega el alcance de su dependencia de ellos. Aunque no hubiera otros motivos para sumarnos a la celebración del 500 aniversario, este bastaría. La Reforma radical, el movimiento anabaptista, tuvo sus propias características y su propia historia posterior hasta hoy. Pero no habría sido como fue sin el caldo de cultivo que supuso para este movimiento, la Reforma protestante.
En su conjunto, los ejemplos que daré a continuación indican una aspecto hondamente inquietante de las diferentes vertientes que asumió la Reforma protestante: Su fácil utilización como elemento de propaganda para consolidar la identidad independiente de las naciones. El protestantismo se demostró, por una parte, en honda sintonía con su entorno sociocultural, respondiendo con sensibilidad a los intereses que se agitaban en el pecho de sus conciudadanos. Es seguramente anacrónico hablar estrictamente de nacionalismo en los siglos XV y XVI. Lo que sí pudo haber fue un sentimiento especial de vinculación con otras personas con que era especialmente fácil comunicarse por compartir una misma lengua vernácula. También una desconfianza creciente con centros de poder que se encontraban tan distantes, que pocas personas los pudieran conocer. Si en un conflicto armado arrasaban sus campos con igual crueldad tropas de un soberano próximo y un emperador distante o el papa, en ambos casos los campesinos se veían igualmente arruinados. Pero con la soldadesca de unos, podían por lo menos hablar y conocían las poblaciones de donde procedían; mientras que con la soldadesca de los otros, se multiplicaba el sentimiento de desesperación al ni siquiera poder hacerse entender con sus quejas. Esto no es exactamente nacionalismo todavía, pero apunta en esa dirección. Ese sentimiento de tener más en común con las personas más próximas, se acentúa si además a la población se le inculca la propaganda de las bondades de la religión local y los defectos de otras formas de cristianismo practicadas en otros lugares.
Ya hemos mencionado al describir el contexto histórico cuando surgió Petr Chelčický, cómo la reivindicaciones reformistas de Juan Hus, y también del taborismo, acabaron alimentando reivindicaciones independentistas bohemias frente al papa —visto como un italiano, no un bohemio— y al emperador —visto como un alemán, no un bohemio—. Esta mezcla de reivindicaciones localista y religiosa, transformó el país en un polvorín frente a la llegada del ejército imperial católico. Vimos que con Petr Chelčický nace la literatura escrita en lengua checa, otro indicador de un nacionalismo embrionario que contribuyó a la guerra sangrienta, que acabó, lógicamente, restableciendo la autoridad imperial y papal en Bohemia.
El luteranismo se hizo fuerte gracias al patronato de diferentes príncipes alemanes —en especial el Elector de Sajonia— que ofrecieron a los predicadores luteranos su protección o se convirtieron expresamente a la persuasión luterana. En los primeros años, bien que hubiera querido el emperador Carlos V reprimir el luteranismo; pero tenía que cuidarse mucho de las ambiciones de la corona francesa a sus espaldas, y del frente abierto desde siempre por el expansionismo turco. En las décadas siguientes, la corona imperial intentaba cumplir como defensora del catolicismo en todo el mundo, a la vez que tenía conflictos abiertos con Turquía, Francia e Inglaterra, y el alzamiento en Flandes que desembocó en la independencia de Holanda. Esto permitió al luteranismo establecerse en diversos territorios alemanes, a la vez que en Dinamarca, Suecia y Noruega, por virtud de la adopción del luteranismo por sus soberanos. En esa adopción seguramente había tanto o más de reivindicación geopolítica contra el poder de Roma y del imperio austríaco, como pudiera haber de conversión espiritual. El caso es que la identificación de la población de Dinamarca y Suecia y de Sajonia como luteranos, que en sus iglesias cada semana oían con el mismo fervor predicar contra los atropellos de los papistas que contra sus errores teológicos, se fue forjando el protestantismo como parte inseparable de la identidad de estos pueblos. No era todavía nacionalismo, por cuanto las fronteras representaban las conquistas militares de sus soberanos más que ninguna otra realidad, pero desde luego sí era el comienzo de un fermento que acabaría desembocando en el nacionalismo de siglos posteriores.
Como me he extendido más de la cuenta con los países luteranos, me limitaré a indicar aquí que Ulrico Zuinglio fue un patriota suizo a la vez que un reformador protestante de primer rango, que se podía codear con Lutero en cuanto a influencia. Zuinglio se consideraba en primer lugar un soldado de Cristo, en segundo lugar un defensor de la Confederación Suiza, y en tercer lugar un patriota de Zúrich. Murió, en cualquier caso, en batalla a los 47 años de edad, defendiendo Zúrich —y su reforma— contra el ataque de los otros cantones suizos.
La guerra de Flandes supuso muchas humillaciones para los españoles, aunque también otros muchos triunfos. Temprano en el conflicto, la religión protestante calvinista acabó siendo uno de los elementos más duros del enfrentamiento entre los españoles y los holandeses. Aunque un holandés no fuera protestante, al ver la brutalidad y crueldad con que los inquisidores traídos desde España intentaban desarraigar el protestantismo entre sus vecinos, era natural que la religión empezara a verse como uno de los rasgos más odiosos de la soberanía española. De sentir repulsa por los métodos de la inquisición, a renegar violentamente del catolicismo que defendían, y abrazar el protestantismo a la vez que las armas de independencia holandesa, eran pasos muy cortos, que muchos emprendieron. No era necesario, sin embargo, que el rechazo de la inquisición y del catolicismo provocara una reacción de alzamiento en armas. El gran martirologio menonita, titulado El espejo de los mártires, detalla en cientos de páginas a dos columnas, los atropellos terribles de los inquisidores católicos. Solo dejan ver muy de vez en cuando, por sus apellidos, que los inquisidores eran además españoles. Esos mártires anabaptistas nunca tomaron armas contra el emperador; pero aunque no, tampoco es difícil intuir una simpatía por la causa de independencia que iba a traerles también un alivio de la persecución.
El carácter eminentemente político del distanciamiento de la Iglesia de Inglaterra y la Iglesia Católica es tan ampliamente conocido, que me limitaré a solamente indicar que aquí también tenemos un ejemplo de la religión protestante utilizada por los soberanos políticos para cimentar la lealtad de sus súbditos.
La variante de protestantismo calvinista que se hizo fuerte en Escocia con la prédica del reformador John Knox, tuvo la característica particular y curiosa de que se sentía políticamente más próxima a la católica Francia, mientras procuraba por todas las formas posibles conservar la independencia escocesa de Inglaterra, que era protestante. Los rasgos «nacionales» del presbiterianismo escocés son muy diferentes a los del episcopalismo inglés. La descentralización del poder de la iglesia escocesa, repartido entre presbíteros frente al poder monárquico de los obispos ingleses, pareciera hacer eco de un anhelo político parecido, de mantener una descentralización frente a Londres.
En Francia el protestantismo recuerda con especial resquemor la masacre del día de San Bartolomé, cuando toda la cúpula de liderato de los hugonotes, que así eran conocidos los protestantes franceses, perecieron en una redada sorpresiva y repentina. Los antecedentes a esa masacre, sin embargo, fueron una creciente desconfianza y recelo, cada vez más militarizado, entre católicos y hugonotes. Los católicos temían un golpe de estado que cambiara la lealtad religiosa del país. La historia nunca nos permite el juego de imaginar qué hubiera pasado si determinado hecho histórico no se hubiera producido. Bástenos con dar voz a la sospecha de muchos católicos franceses de aquella era, de que, si no se hubiera producido la masacre del día de San Bartolomé, Francia habría acabado sufriendo igual baño de sangre aunque de sentido inverso, con la aniquilación de la cúpula católica del país y la implantación del protestantismo.
Es imposible estudiar el auge del protestantismo en los siglos XVI y XVII, sin espantarse por la extrema violencia, crueldad, guerras, atrocidades, y toda suerte de crímenes de lesa humanidad cometido por ambas facciones de la contienda; los católicos, pero también los protestantes. Los propios textos de las controversias ya rezuman violencia. Cuando se tachan unos a otros de anticristo, de engendro del diablo, de demonios encarnados en cuerpo humano y otras tantas exageraciones por el estilo, es obvio que muy rápidamente cundió la deshumanización del enemigo, donde ya no era posible dialogar con respeto o tratar de llegar a acuerdos, por cuanto con el diablo no se negocia. Esas palabras de vituperio absoluto solamente podían desembocar en ansias de exterminio total del enemigo como plaga y peste que corrompe la humanidad.
Ya hemos mencionado el Santo Oficio en relación con el alzamiento independentista en Holanda. También es de todos harto conocido como la Inquisición acabó con cualquier tipo de esperanza de que la Reforma protestante pudiera echar raíces en España.
Las reivindicaciones que reclamaban los campesinos de Europa central eran sociales y económicas, pero hubo algunos de los reformadores luteranos —concretamente Tomás Münzer— que se pusieron de su parte con una prédica muy incendiaria acerca de redistribución económica como prólogo a la llegada del milenio. El alzamiento fue violento, y también fue especialmente violenta la reacción de Lutero, que exhortó en una carta a los nobles a defender sus derechos y sus propiedades sin tener ninguna piedad ni compasión, hasta aplastar enteramente las revueltas. La desestabilización social de los propios príncipes alemanes que apoyaban la Reforma, podía tener un efecto terrible para la propagación del protestantismo. Todo el avance conseguido se podría echar a perder ante el rechazo generado por la violencia de los campesinos. Lutero no podía permitir que el catolicismo se presentase como bastión de estabilidad social frente a un comunismo milenarista fanatizado que pudiera achacarse al protestantismo.
Otro ejemplo de comunismo milenarista fanático y violento, fue el protagonizado, en esta ocasión por anabaptistas, en la ciudad de Münster. El movimiento anabaptista era acéfalo; no respondía a la autoridad moral o eclesial de ningún líder en concreto. No tardaron en sumarse, entonces, elementos milenaristas de profetismo fanatizado, que anunciaban el inminente regreso de Cristo a esta o aquella ciudad, para dar inicio al milenio. Aunque tales desmanes no eran un factor más típico ni necesario del anabaptismo que de cualquier otra facción cristiana de aquella era, también es cierto que el anabaptismo vio nacer en su seno el más notorio brote de milenarismo fanático y militarizado. Podríamos mencionar todo tipo de atropellos y crímenes cometidos por el nuevo Rey David y sus secuaces en Münster, pero para el caso presente quiero destacar que si sanguinarios fueron los anabaptistas de Münster, muchísimo más todavía lo fue el obispo y soberano legítimo de la ciudad, en la guerra que emprendió para reconquistarla. La violencia no acabó con que se diera muerte a los cabecillas anabaptistas. Sus cadáveres en descomposición se expusieron en unas jaulas colgadas de la torre de la iglesia de San Lamberto, donde sus huesos todavía se podían ver desde la calle hasta principios del siglo XX. Hoy las jaulas todavía están, aunque los huesos ya no.
El oro traído a España desde América fue un expolio de una violencia que clama al cielo. Pero el caso es que en nada benefició a España, por cuanto las cuentas del emperador estuvieron siempre en deuda con los banqueros de media Europa, para financiar el fanatismo de su combate contra el protestantismo. Tristemente, a católicos y protestantes por igual les pareció perfectamente lógico y natural embrollar a Europa en una sucesión de guerras y enfrentamientos militares en defensa del evangelio según cada cual lo entendía. Lo que queda claro es que ni unos ni los otros se quisieron dar por enterados más que muy superficialmente, de lo que de verdad había enseñado Jesús acerca de cómo tratar al prójimo y hasta al enemigo. Suponiendo, claro está, que Jesús hubiese podido imaginar que sus seguidores se considerasen enemigos entre sí.
Ya se ha dicho bastante, seguramente, como para dejar este caso como un botón de muestra de guerras que mezclaban un cierto fanatismo religioso, con motivaciones de tipo dinástico, geopolítico y de un nacionalismo embrionario. La crueldad con que los cristianos se mataban unos a otros es un testimonio que nos reclama, siglos después, no idealizar en absoluto a ninguna de las facciones cristianas contendientes. Reproches y vergüenza es la única manera legítima de recordar a aquellos presuntos defensores de la fe cristiana mediante las armas, católicos y protestantes por igual.
No consideraba «cristiano» ningún territorio de Europa, sino que veía el continente entero como campo fértil para una evangelización «inicial».
Las persecuciones obligaron una disposición a desplazarse a cualquier lugar donde se supiera que existía tolerancia, debilitando los vínculos del nacionalismo naciente.
Por convicción, por coherencia con Jesús y los apóstoles, y por su carácter no estatal. La única excepción sonada fue la de Münster, que destaca precisamente por ser tan absolutamente excepcional.
Todo el mundo sigue viendo como «secta» a los ámish y los huteritas. Los menonitas probablemente no consiguieron por fin alcanzar la consideración de «denominación» cristiana —que no secta— hasta el siglo XX.
Esta popularidad se veía especialmente en las ciudades. Sin embargo, por la propia dinámica de persecución y la consiguiente clandestinidad, en las generaciones posteriores acabaron recluyéndose en el campo, primero en Prusia Occidental y Bohemia, después en Ucrania y Pensilvania. La excepción fue Holanda, donde siguieron siendo un fenómeno fundamentalmente urbano bajo el régimen protestante, que resultó relativamente tolerante con los anabaptistas.
Es posible que tanto como un tercio de la población de Europa Central fuera en cierto momento o anabaptistas bautizados o simpatizantes. Sin embargo la inmensa mayoría, con el paso del tiempo, acabaron reincorporándose sumisamente a la religión estatal donde vivían. Se acabaron persuadiendo de que Dios tenía que estar de parte de quienes ostentaban un poder tan mortífero, tan unánimemente reconocido por todos sus vecinos.
Es solamente en el siglo XX que, con la creación de un número de centros universitarios en Estados Unidos y Canadá, empezaron a aparecer primero historiadores, después teólogos y biblistas que empezaron a dar a conocer entre el pueblo cristiano en general, de otras tradiciones, algunos elementos de la fe que venían sosteniendo sus antepasados, junto con nuevas propuestas originales, derivadas de aquellos. En cualquier caso, las iglesias anabautistas seguimos siendo tan minoritarias en el panorama cristiano, que es normal que se nos siga ignorando.
Desarrolló una forma de entender ambos testamentos de la Biblia desde la perspectiva de las palabras y el estilo de vida de Jesús. No eran más bíblicos que los protestantes y los católicos, pero eran bíblicos de otra manera diferente:
Si en la doctrina de la salvación y en su defensa de la autoridad de la Escritura se parecían más a los evangélicos que a los católicos, en su vivencia comunitaria se parecieron mucho más al movimiento monacal católico, en particular el monaquismo «terciario» medieval, el de hermanos y hermanas casados y con hijos. Considérese, especialmente, la tradición celta irlandesa. Pero también hay que tener en cuenta, en todas partes, a todos los que entraban al monasterio como siervos de monjes nobles y como campesinos de las tierras del monasterio: Eran parte de la comunidad, debían obediencia a la comunidad, no tenían propiedad privada y estaban perfectamente ensamblados en la vida y economía y espiritualidad del monasterio; pero no asumían el voto de abstención sexual ni eran ordenados como sacerdotes. En muchos monasterios eran más numerosas estas familias que los hermanos ordenados. El compromiso fraternal mutuo anabaptista se pareció bastante más a esas comunidades, que al individualismo típico de los protestantes.
Los reformadores protestantes tacharon estos movimientos nacidos en sus márgenes, de «entusiasmo», que ellos creían ser algo negativo. Desconfiaban de ese fervor personal y popular, lo que ellos entendían ser un sentimentalismo incontrolado —de suyo incontrolable si es que, como alegaban estos «entusiastas», lo que lo inspiraba era la unción del Espíritu Santo—. Las manifestaciones de profecía y visiones, el fervor ardiente en los corazones que movía inexplicablemente a laicos «profanos» sin estudios teológicos, todo esto fue, sin embargo, una de las señas de identidad del movimiento anabaptista. Esto contrastaba con la Reforma protestante como recuperación de verdades bíblicas eternas, predicadas con erudición por el clero debidamente ordenado, desde los púlpitos de catedrales e iglesias parroquiales, con la autorización y protección de la nobleza local. Sería interesante estudiar si el «luteranismo» en lugares como España, donde se vio reducido a la clandestinidad perseguida, no se parecía tal vez más a los anabaptistas en este particular de fervor e inspiración personal.
Por todo lo visto hasta aquí, hay una tendencia entre los historiadores y teólogos menonitas y de otras agrupaciones anabautistas hoy día, a entender que constituimos una tercera vía histórica, una tercera variante del cristianismo occidental. Equiparables en ese sentido al catolicismo y al protestantismo (y a las iglesias ortodoxas orientales), aunque admitiendo que somos infinitamente más minoritarios. Existe una tendencia entre muchos católicos a desear recuperar la realidad de una iglesia única bajo la autoridad benévola y paternal del papa, una realidad que imaginan que existió en algún momento del pasado. Y existe una tendencia entre muchos evangélicos, a imaginar que después de la Reforma protestante hay una unidad fundamental y existencial entre todos los que no son católicos, de tal suerte que sea posible enunciar la fe evangélica para todos, en unas pocas doctrinas universalmente aceptadas. Ni una cosa ni la otra es cierta. Una enorme diversidad —la libertad del Espíritu para explorar formas alternativas de ser cristianos— ha sido siempre la realidad histórica del movimiento cristiano. Veamos la historia de esa diversidad, para esbozar el lugar relativo del protestantismo y el anabautismo en esa diversidad:
Es útil explicar esto a personas de otras tradiciones cristianas. Les resulta esclarecedor entender que además de nuestras muchas afinidades con el protestantismo, también nos quedan algunas afinidades con ciertas corrientes del catolicismo, y otros muchos rasgos particulares desarrollados independientemente en el transcurso de medio milenio de existencia propia. Cualquier explicación de esta tradición propia debería incluir la mención de que algunas de las controversias que fueron de importancia capital para otras tradiciones, a nosotros nos pasaron de largo sin casi enterarnos, porque nosotros íbamos a lo nuestro, tratando las cuestiones que suscitaba el Espíritu entre nosotros, que no era necesariamente lo mismo que discutían ellos. A mí me han confesado a veces que no saben qué hacer con mi pensamiento, porque les resulta inclasificable. No saben si soy teológicamente liberal o conservador, si soy calvinista o arminiano, es decir, si creo en la predestinación o en el libre albedrío; si soy fundamentalista o modernista, pre-, pos-, o amilenarista, etc. Bueno, en algunas de estas cosas es verdad que he desarrollado opiniones; pero el caso es que desde la tradición anabautista muchas de estas cuestiones y otras tantas más, se ven de una manera propia, desde una perspectiva propia. Y lo que desde fuera puede parecer un popurrí incoherente de posiciones dispares, tiene que poder explicarse desde quién somos, desde la tradición propia que hemos desarrollado en medio milenio de existencia en paralelo con las otras tradiciones cristianas.
En el siglo presente se ha producido un diálogo fértil y estimulante con la comunión mundial de iglesias luteranas. Esto ha desembocado en la derogación de los anatemas luteranos históricos contra los anabaptistas, petición de perdón, actos simbólicos de reconciliación y reconocimiento fraternal mutuo. Todo esto sin obviar, naturalmente, nuestras diferencias sociológicas, teológicas, hermenéuticas y éticas, que todavía subsisten.
El Congreso Mundial Menonita ha entablado un diálogo ecuménico con otras comuniones cristianas. Que yo pueda recordar ahora, esto incluye: bautistas, adventistas, Iglesia Católica Romana, y la participación en cuerpos ecuménicos como el Concilio Mundial de Iglesias. Me parece que la Iglesia Menonita de EEUU también ha sostenido foros de diálogo con los presbiterianos. Es digno de mencionar el presente diálogo «trilateral» de CMM con católicos y luteranos sobre el bautismo, que está tocando a su fin. La particularidad del diálogo ecuménico es que en él se asume la imposibilidad de una reincorporación de todos los cristianos a una única organización eclesial y una única jerarquía de gobierno eclesial. Lo único que se pretende es que nos reconozcamos unos a otros como hermanos y hermanas a pesar de nuestras innumerables diferencias.
1. Ponencia presentada en el Retiro de pastores y líderes de AMyHCE (Anabautistas, Menonitas y Hermanos en Cristo - España), los días 3-5 de marzo, 2017. Texto ligeramente revisado, para tomar en cuenta el diálogo que suscitó su presentación. El punto 6.e., por ejemplo, añade una cuestión sugerida por la intervención de Antonio González. |
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Copyright © 2017 Dionisio Byler |
En esta cueva en Suiza se reunían clandestinamente algunos anabaptistas. |