El Mensajero
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos


Josué / Oseas / Isaías / Jesús
— Un mismo nombre con cuatro varian­tes en su ortografía, que viene a signi­ficar: «El Señor salva» o «El Señor es el Salvador».

Entre los hebreos, como también entre otras gentes de su entorno, figu­ran muchos nombres que se conocen como «teofóricos».  Este es un térmi­no griego que significa «portador del dios».  Son nombres que llevan incor­porado el nombre de un dios, del que la familia se supone que es especial­mente devota.  Pero no siempre.  También podría ser que el nombre venía siendo tradicional en la familia y se siga empleando cuando el dios mencionado ya no inspira esa devo­ción.  Jonatan (cuyo nombre significa «El Señor ha dado»), pone a uno de sus hijos Meribaal («Baal te multipli­que»).  En la misma familia hallamos los nombres Isboset y Mefiboset («Hombre de una vergüenza» y «Por la boca de una vergüenza», respecti­vamente).  Parecería ser que estos hijos del rey Saúl en realidad se lla­maban Isbaal y Mefibaal («Hombre de Baal» y «Por la boca de Baal»).

Josué (y sus distintas variantes, como Jesús) es, entonces, un nombre teofórico: incorpora el propio nombre del Señor, al describirlo como Salvador.

El nombre Jesús —como también Jacobo, Judas, José y Juan— era extremadamente corriente entre los judíos en tiempos del Nuevo Testa­mento.  También Miriam (es decir, María).  Es difícil pensar en una familia con nombres más típicos que los de José y María y sus hijos Jesús y Jacobo (y su primo Juan, «el Bautista»).

Quizá sea por ser tan corriente el nombre de Jesús, que se estila muy temprano entre los cristianos aclarar a cuál Jesús se refieren, añadiendo el apelativo Cristo.  Ya en las cartas de Pablo, Cristo figura como nombre de la persona indicada y no (o no sola­mente) como título de honor y reale­za.  Cuando se emplea como título, se suele añadir el artículo «el»: Jesús «el Cristo» (es decir, el Mesías, el Ungi­do).  Pero es bastante habitual en el Nuevo Testamento hallar Jesucristo, así, de corrido, como el propio nom­bre de la persona.  O incluso solamen­te Cristo, que designa mucho más claramente la persona indicada que el nombre, Jesús, que le habían puesto sus padres.

Estas cuatro personas de la Biblia que comparten ese mismo nombre (con sus variantes de ortografía), resu­men en sí mismos gran parte de la historia bíblica.

Josué, sucesor de Moisés, ejemplifica la idea del Señor como Salvador en un sentido puramente tribal o nacionalista.  De él —con la ayuda sobrenatural del Señor— se cuentan campañas militares importantísimas, por las que Israel se establece en su territorio nacional.  Como discípulo de Moisés, sin embargo, Josué tuvo muy claro que era solamente siendo puros en su lealtad a los términos del pacto con Dios, que la propia existen­cia de Israel podía tener sentido.

Su tocayo Oseas declara al reino de Samaria o Israel, que por abando­nar ese pacto, su futuro como nación y como pueblo con identidad propia, corría un gravísimo peligro de desapa­recer.  A la vez, Oseas declara en términos de una belleza sublime, la grandeza del amor inagotable del Señor por su pueblo.

Isaías se pronuncia en Jerusalén o Judá en términos muy parecidos, una o dos generaciones después que su tocayo Oseas.  Isaías es el gran profe­ta de Sion, de la ciudad de Jerusalén como sede eternamente elegida por el Señor para poner en ella su gloria divina.  Pero Sion no puede ser una luz para las naciones si no se purifica primero de sus muchos pecados.  En los últimos capítulos del libro de Isaí­as, entonces, aparece el Siervo de Dios —el propio Israel— como vícti­ma de un sufrimiento descomunal… hasta la muerte.  Pero incluso aunque Jerusalén sea destruida y el pueblo de Dios parezca haber desaparecido para siempre, el amor de Dios encierra promesas para su restauración, para que toda la humanidad conozca por fin las bondades y virtudes del Señor.

Jesús (Cristo) parece haberse inspirado muy especialmente en las palabras de su tocayo Isaías, entonces, para entender cómo debía desarrollar él el ministerio para el cual había nacido.  Desde luego no venía a cuen­to recurrir a tácticas militares, al estilo de aquel otro tocayo, Josué, para intentar imponer por la fuerza un ré­gimen teocrático.  Dios reinará, natu­ralmente, pero desde adentro, desde el corazón de hombres y mujeres trans­formados; no por la fuerza militar.  Jesús, entonces, basándose en Isaías, comprendió que él debía asumir per­sonalmente, sobre sus propias carnes, todo el sufrimiento que es propio del Siervo del Señor; y así reconciliar a la humanidad por fin, de una vez por todas, con Dios.  Porque el Señor es el Salvador de Israel —naturalmen­te— pero también lo es de todas las gentes de la tierra.  Gentes que necesi­tan, ellos también, conocer que Dios les ama con un amor y un perdón infi­nitos.

—D.B.

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Publicado en
El Mensajero Nº 91


 

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