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Diccionario de términos bíblicos y teológicos
esperanza — El sentimiento de esperanza es universal en el ser humano y si aquí lo tratamos como un término teológico o bíblico, es porque figura tan preeminentemente en el mensaje de los profetas bíblicos. El desespero no es propio de quien confía en Dios, cree en Dios y se sabe amado y aceptado por Dios.
En su sentido más básico y terrenal, la esperanza es un mecanismo necesario para nosotros como seres biológicos animales, que nos ayuda a motivarnos para emprender las acciones necesarias para nuestra supervivencia y la de nuestra especie en primera instancia, luego también para otros objetivos que nos parezcan razonables y deseables como seres humanos. Es difícil imaginar que el árbol posea esperanza, puesto que no le serviría para nada ya que no hay nada que pueda hacer. Incapaz de desplazarse a lugares con mejores suelos o más agua, depende —con o sin esperanza, da lo mismo— del azar de dónde fue a caer la semilla desde la cual germinó, las lluvias de las que depende para sobrevivir y el viento, los insectos, murciélagos o aves de las que depende para polinizar sus flores y así reproducirse…
Pero los seres humanos hemos desarrollado, junto con el habla y la complejidad de nuestras interacciones unos con otros, la esperanza como reacción ante las promesas de aquellos en quienes hemos aprendido por la experiencia a confiar. Estas promesas y esperanzas se pueden frustrar reiteradamente hasta que a veces nos acaba invadiendo la desesperación; pero es asombrosa nuestra capacidad de volver a recuperar la esperanza ante el más leve indicio de que las cosas puedan cambiar para mejor. Y a veces hasta somos capaces de seguir esperando hasta el final —hasta la muerte— cuando ya nada indica que sea razonable mantenernos esperanzados.
El apóstol Pablo, al final de 1 Corintios 13 (el capítulo donde se explaya en la descripción del amor cristiano) cierra observando que hay tres cosas que permanecen para siempre: la fe, la esperanza y el amor. En relación con Dios, estas tres están muy vinculadas entre sí. Es el amor a Dios y el amor de Dios por nosotros, lo que nos inspira a creer en él y a serle fieles como respuesta a esa fe. Porque la fe y la fidelidad son siempre dos caras indivisibles de una misma moneda. Se es fiel con Dios porque se cree en él, y creemos en Dios porque él ha demostrado ser fiel con nosotros.
La esperanza está tan vinculada con la fe que son casi un mismo concepto. Y en nuestra relación con Dios, es también un aspecto de lo que significa amarle y ser amados por Dios.
Es por su amor que Dios nos promete su acompañamiento, su guía y su misericordia y perdón para la vida presente y la resurrección y vida eterna más allá de la muerte. Estas promesas no siempre generan automáticamente fe en nuestro corazón. Pero aunque no alcancemos del todo a creérnoslas con convencimiento total, sin embargo seguimos siendo capaces de esperar que (ojalá) sean ciertas. Aunque no estemos del todo convencidos (no tenemos mucha fe) de que Dios nos acompaña hoy y nos dará un futuro mejor, es posible seguir esperando que así sea. Y esa esperanza nos puede inspirar a conductas de fi-delidad con Dios y con sus mandamientos, que son en efecto la misma fidelidad que es en sí misma inseparable de la fe. Es decir que por la fe —por creer— podemos esperar que Dios cumpla lo que ha prometido. Pero también al contrario, por la esperanza (aunque sin creérnoslo del todo) podemos ser fieles —lo cual es lo mismo (aunque sólo sea por los efectos prácticos) que tener fe.
¡Así entra la fe por la ventana, cuando halla cerrada la puerta de nuestros pensamientos! ¡Bendito sea Dios, entonces, por el maravilloso don de la esperanza! Aunque dudamos, no perdemos del todo la esperanza. Y quien espera en Dios jamás será defraudado.
La esperanza cristiana está también vinculada estrechamente con la virtud cristiana de la paciencia. La paciencia es esa capacidad humana ya no de motivarse para la acción sino todo lo contrario, de descansar en quietud y reposo. La paciencia es el don de no sentirse obligado a intervenir ni reaccionar cuando las cosas van mal. Quien espera en el Señor sabe que Dios es fuerte y poderoso para salvarnos. Sabe, por consiguiente, renunciar a sentirse responsable, afanándose y estresándose en luchas vanas e inútiles. Atribuyendo al Señor la justa responsabilidad de emprender las acciones que sean necesarias, entonces, esta esperanza que se expresa como paciencia permite a Dios tomar la iniciativa y ejercer de Dios y de Salvador —que al fin y al cabo es lo suyo.
—D.B. |
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Publicado en
El Mensajero Nº 87
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