bandera
PortadaQuién somosImprimirNúmeros anterioresSuscripciónDiccionarioContactarblank
  Nº 129
Enero 2014
 
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos


superstición — Credulidad exagerada; la atribución de una conexión de causa y efecto entre dos eventos o cosas que suceden, donde no existe realmente tal conexión en un sentido material y constatable.

En el vocabulario de los romanos, la superstición era un exceso, una desmesura en la atribución de lo que nos pasa en la vida, a la intervención de los dioses. Una cosa era la religión: una forma ordenada y ritualizada de relacionarse con los dioses; otra cosa era la superstición: el imaginar que los dioses y demonios intervenían caprichosa y habitualmente en el orden natural de las cosas.

La superstición (como contrario del sentimiento religioso justo, o como exceso de credulidad respecto a la actividad sobrenatural) depende bastante de quién sea el que opina. Los romanos, por ejemplo, consideraban que los cristianos eran supersticiosos, porque atribuían a la actividad de un tipo que ellos habían crucificado y dejado bien muerto, toda clase de intervención en sus vidas: curaciones, protección, prosperidad, etc. Mientras que los cristianos considerarían, seguramente, que eran los paganos los supersticiosos, por adorar lo que no eran dioses de verdad sino fábulas estúpidas.

Hoy día los ateos consideran que no existe distinción entre la religión y la superstición, sino que es todo ello igualmente fabulación y credulidad sin ningún fundamento en la realidad. Para ellos, ese exceso de credulidad sería cualquier tipo de fe religiosa.

El cerebro humano es un instrumento maravillosamente evolucionado para hallar conexiones. Ya desde niños nos entretiene unir los puntos numerados en una hoja de papel con el trazo de un lápiz. Es rara la vez que el resultado sorprenda. Ya nuestra imaginación había visto la conexión entre esos puntos sueltos dispuestos en la lámina y sabíamos qué era lo que dibujaban.

Esta capacidad de inferir conexiones es muy útil. En las relaciones interpersonales, por ejemplo, podemos adivinar que si tratamos a la gente de determinadas maneras, reaccionarán de formas previsibles. Y la ventaja de saber esto de antemano, por nuestra capacidad de hilar la relación de causa y efecto en las relaciones, es enorme para el ser humano.

Luego también nuestro cerebro al juntar una cosa con otra y organizarlas, lo hace con una narrativa, con una historia continua que procede ordenada y lógicamente. Si vemos un banco en una plaza, imaginamos con cierta facilidad la narrativa de su fabricación en un taller y de su colocación en la plaza por obreros municipales.

Pero no siempre acertamos ni en la conexión de una cosa con otra, ni en la narrativa que nos inventamos para explicarnos el porqué de las cosas. En la antigüedad la gente veía salir y ponerse el sol y les podía parecer verosímil contar historias sobre su muerte y resurrección cada 24 horas. Seguimos haciendo esto hoy. No saber algo es muy poco inconveniente: somos perfectamente capaces de imaginar explicaciones razonables, narraciones de causa y efecto que nos lo expliquen satisfactoriamente. Explicaciones en todo caso falsas; tan falsas como las «leyendas urbanas» que circulan en nuestra sociedad. Tan falsas como esos emails tan molestos que nuestros amigos nos reenvían sin comprobar si lo que ponen es cierto.

Observo que entre los cristianos —como entre la gente en general— hay diferentes niveles de fe y de credulidad. Observo que la fe acrisolada de unos, a otros les parece poco menos que incredulidad rebelde contra Dios y su Palabra. Mientras que a aquellos, la fe sincera de éstos les parece pura superstición y credulidad descerebrada.

Yo —¡Ay de mí!— confieso igual impaciencia con la credulidad supersticiosa de quienes se creen gigantes espirituales por tragarse cualquier disparate —cuanto más disparatado mejor— que con ateos incapaces de ver nunca la mano de Dios. No son fáciles de convencer, ni los unos ni los otros. Pero no pienso que creer en el Dios y Padre de Jesucristo y adorarlo, me obligue a inventarme toda suerte de conexiones donde no las hay.

Realmente no sé si es posible distinguir entre la fe y la credulidad supersticiosa. Yo me imagino ser un hombre de fe, aunque no supersticioso. Pero en ese equilibrio personal de que presumo, unos seguramente opinarán que soy un descreído con poca fe, mientras que otros, al contrario, seguramente piensan que soy perdidamente supersticioso por el mero hecho de creer en Dios. Y por atribuir a la guía del Espíritu Santo las decisiones más importantes de mi vida.

Quizá este tema se nos tenga que quedar así, entonces: En un respeto de las creencias sinceras de cada individuo, por una parte. Y en la admisión, con cierto sano sentido de humor, que lo que cada uno creemos, otros inevitablemente tacharán de superstición.

—D.B.

 
Otros artículos en este número:

Portada Nº 129


imprimir

Descargar para imprimir


Ver números anteriores de
El Mensajero


Suscripción (gratis)


Copyright © diciembre 2013 - Anabautistas, Menonitas y Hermanos en Cristo - España