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  Nº 125
Septiembre 2013
 
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos


cielo —Con pocas palabras de nuestro vocabulario cristiano se nota tanto el peso de los siglos transcurridos desde los tiempos bíblicos, como con el concepto de «cielo». Bien es cierto que hoy día también podemos emplear frases como «Padre nuestro que estás en los cielos» o «Mamá ya nunca volverá: se ha ido al cielo» o «Cuando Cristo vuelva en gloria subiremos al cielo con él». Sin embargo es difícil —para mí, confieso que imposible— recuperar el sentido literalista con que antes se decían estas cosas. Pesan demasiado sobre nuestra mente ya no el sistema planetario de las matemáticas claras de Newton sino el universo posterior a Einstein con singularidades, agujeros negros, tiempo que pasa de diferente manera según a qué velocidad te mueves, galaxias distantes en tiempo y espacio…

Es tan fuerte la impresión que deja sobre nosotros el conocimiento del cielo como espacio material y de retroceso en el tiempo, que queda poco o nulo lugar —salvo como metáfora de realidades inefables— para hablar del cielo como lugar espiritual, lugar divino, morada de Dios y de ángeles y de personas como Enoc o Elías, que subieron ahí en carne sin morir por su especial santidad y relación con Dios.

El cielo se nos funde también en la mente con la idea del Paraíso —el Edén perdido— que sin embargo según el Génesis no estaría «arriba» sino aquí abajo en algún lugar de la Tierra. Toda la geografía y cosmología astronómica de la antigüedad, tan apta para infundir esperanza y ánimo y confianza a otras generaciones, se nos queda reducida a metáforas de consolación —y hemos salido perdiendo.

En el mundo donde vivió Israel y se escribe nuestro Antiguo Testamento, el cielo es donde vivían los dioses, que eran más o menos lo mismo que los astros. Los dioses podían materializarse en sus ídolos en cada uno de los templos donde eran adorados sin por ello abandonar el cielo, por cuanto podían estar en ambos lugares a la vez. Mientras que en el mundo de los romanos cuando se escribe el Nuevo Testamento, los astros y constelaciones eran también dioses y toda una configuración de seres espirituales y también —según creían algunos— las almas de los difuntos. Los cielos se numeraban a veces en capas esféricas alrededor de la tierra.

El Apocalipsis de Juan es curiosamente «astrológico». Las batallas entre estrellas de distinto signo en el cielo (el arcángel Miguel y sus ángeles contra el Dragón y los suyos, Ap 12) son esencialmente otro aspecto de conflictos que se viven aquí en la tierra. Los veinticuatro tronos y ancianos que rodean el trono celeste (Ap 4,4) serían las 24 constelaciones que, según se creía, gobiernan cada una de las 24 horas del día y la noche terrestres.

Cuando el salmista afirma que el cielo declara la gloria del Señor o que el sol y la luna y todos los astros del cielo cantan sus alabanzas, esto era mucho más que lenguaje poético de singular belleza. Era una declaración de la soberanía del Señor sobre toda la multitud innumerable de seres espirituales que poblaban el cielo y desde allí influían en la vida de los mortales.

¿Qué hemos de pensar en el siglo XXI sobre el cielo, entonces?

Desde luego, sumarnos a los supersticiosos que hasta el día de hoy se creen que las constelaciones determinan el curso de nuestras vidas no parece en absoluto recomendable. Sea lo que sea ese cielo donde vive Dios, según el Nuevo Testamento él vive también en nosotros, tiene su templo en nuestro interior. Pero aunque «llenos» de su Espíritu, que vive en nosotros, ninguno podemos contener a Dios; habrá que aprender entonces a ver también a Dios en el prójimo, en todo aquel que se deja inspirar para el bien y la misericordia y el perdón y la generosidad.

Y en cuanto a lo que hay más allá de la muerte, «el cielo» no deja de ser un concepto maravilloso para describir nuestra seguridad y confianza de que Dios nos recibirá al otro lado cuando aquí hayamos cesado. Nos recibirá con amor y generosidad y gracia y perdón. Mucho más que la idea de calles de oro en un cielo material, a mí siempre me ha emocionado esa imagen de Dios como madre que enjugará nuestras lágrimas y nos estrechará contra su pecho, brindándonos esa consolación infinita que nos hará olvidar cualesquier malos tragos hayamos padecido. Metáfora también, en fin; aunque sigo convencido que detrás de estas metáforas bíblicas hay realidad eterna de consuelo impar.

—D.B.

 
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