Dios es nuestra esperanza
por Dionisio Byler
Las personas de mi generación podemos recordar perfectamente un antes y después de los inesperados eventos a finales de la década de los 80, cuando cayó el Telón de Acero que dividía Europa en dos bloques militares permanentemente enfrentados en Guerra Fría. Esos eventos dividen mi vida en dos mitades claramente delimitadas, cada una con su correspondiente psicología y «espíritu» en el mundo.
Recuerdo aquella primera mitad de mi vida, llena de todos los sentimientos y vivencias, experiencias, ilusiones y desilusiones normales de la vida humana… pero bajo la sombra permanente de la posibilidad —pensábamos que probabilidad— de que la humanidad desapareciera permanentemente de la Tierra por un conflicto bélico nuclear. Fue posible a pesar de ello crecer hasta hacernos adultos, enamorarnos, casarnos, tener hijos, dedicarnos a la Iglesia y a nuestros trabajos y oficios con satisfacciones y alegrías a la vez que pruebas y dificultades. Pero nunca era posible olvidar que todo esto sólo duraría lo que la frágil paz entre los bloques militares Occidental y Soviético.
El arsenal nuclear que se había acumulado era demencial; y lo era así a propósito. Se pretendía que si uno de los dos bandos lanzaba un ataque nuclear contra el otro, por muy exhaustivo y completo que fuera, siempre tuvieran que sobrevivir intactos los suficientes misiles del bando atacado, como para dispararse automáticamente (aunque ya no quedara nadie vivo) y destruir total y absolutamente al bando atacante también. Bajo esta doctrina de Destrucción Mutua Asegurada, se esperaba que la certeza de la aniquilación absoluta de la vida en el planeta Tierra obligase a los líderes políticos a andarse con cuidado y que la Guerra Fría nunca derivase en guerra «caliente».
Esta doctrina político militar sólo podía resultar tranquilizante si se estaba persuadido de la inteligencia y prudencia de los líderes políticos. Pero durante esos años, naturalmente, hubo líderes en ambos bandos muy hábiles pero también los hubo bastante menos. Hubo quienes buscaban rebajar las tensiones pero también los hubo que, por intereses políticos internos de su país, veían ventajoso calentar los ánimos al rojo vivo. Los jóvenes de hoy no podéis imaginar lo estresante que era vivir bajo la sombra de la inminente destrucción nuclear de la humanidad.
Era fácil desesperar. Era fácil caer en la parálisis de quien se queda petrificado de espanto por la que se nos viene encima. Igualmente fácil rehuir la conciencia plena del peligro, hacer como que aquí no pasa nada, por cuanto nada podíamos hacer para evitar lo que tuviera que pasar. La humanidad estábamos dividida entre los cantamañanas que pensaban en cualquier otra cosa menos ésta, convencidos de que el futuro era inevitable, fuese cual fuese; y los ansiosos que, igualmente convencidos de que el futuro era inevitable, vivían recomidos de preocupación. Un país entero —Suiza— preparó refugios nucleares para toda su población en las entrañas de los Alpes, donde esconderse hasta que pasara la nube de radioactividad y poder salir para volver a poblar un planeta postnuclear.
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En medio de ese pesimismo generalizado, recuerdo un «profeta» que repartió octavillas en el Congreso Mundial Menonita que se celebró en Wichita, Kansas, en 1978. Él venía a decir que ni la parálisis ni la desesperación estaban justificadas, por cuanto la supervivencia de la vida en este planeta no dependía de la sabiduría de los políticos de las grandes potencias nucleares. Ni siquiera dependía de los actos de la humanidad entera. Este profeta anunció como Verdad radical, que quien garantiza la existencia de la vida en el planeta Tierra es Dios, el Creador. Dios tiene fijado desde la antigüedad —bien es cierto— la destrucción de un mundo sumido en el pecado. Pero eso sucederá cuando Dios lo decida; ni antes ni después. Según el apóstol, es por medio del Hijo que todo tiene su existir y subsistir (permanecer) (Col 1,17). Es el Cordero (Ap 5) el que tiene la potestad de abrir los siete sellos del destino de la humanidad. Ningún otro soberano humano, por poderoso que se crea ser o que lo creamos ser sus súbditos, tiene esa potestad.
Esta misma reflexión es la que necesitamos para llenarnos de fuerza moral, energía vital y espiritualidad combativa frente al desastre ecológico que se nos viene encima. No es hora de rasgarse las vestiduras y lamentar. No es hora de parálisis ni pereza para arrimar el hombro a fin de que este planeta siga siendo viable para la raza humana por muchas generaciones. De la Biblia aprendemos que el Juicio Final de la humanidad es seguro. Nada que hagamos puede postergarlo ni impedirlo. El Creador llamará a cuentas a su Creación y hemos de responder del ejercicio que hemos hecho del dominio humano sobre la Tierra. Pero si el Juicio Final es seguro según la Biblia, de la misma fuente aprendemos que quien decidirá el momento y la hora es El que está sentado en el Trono y el Cordero. No nosotros. Nadie personalmente ni tampoco toda la humanidad colectivamente. Sólo el Creador tiene autoridad y potestad para determinar la hora del Fin.
Desarraigado entonces el excesivo pesimismo de darlo todo por perdido, sí podemos actuar de tal manera que nuestros descendientes nos alaben por prudentes y sabios en el corto turno generacional que nos ha tocado en esta Tierra.
1. La primera y más importante actividad que hemos de emprender los cristianos, así las cosas, es la oración. Durante toda la Guerra Fría y especialmente en las crisis periódicas que estallaban en el escenario internacional, hubo personas que clamaron y rogaron e intercedieron ante el Trono del Altísimo. Oraciones pidiendo sabiduría para nuestros políticos, diplomáticos y generales, para que supiesen evitarnos la hecatombe nuclear. Oraciones pidiendo al Señor que ablandase corazones duros. Que Dios interviniese soberanamente para evitar accidentes y fallos en los sistemas de seguridad. Que Dios nos concediese otro sistema político mundial que el del enfrentamiento permanente de dos bloques en Guerra Fría.
Hubo muchas horas de duro trabajo de clamor e intercesión.
Yo no alegaré que entiendo cómo funciona eso, cómo es que el clamor de los seguidores del Cordero influye en estas cuestiones. Sí sé que la Biblia pone que si el Señor intervino en Egipto para liberar a los israelitas esclavizados, es porque oyó el clamor de su pueblo. Y no me cabe duda de que si el Señor intervino para despejarnos la pesadilla de la hecatombe nuclear, es porque oyó el clamor de su pueblo. El pueblo de Dios tenemos que estar a la altura de lo que nos exige este momento en la vida del planeta Tierra. Tenemos que aprender a defender con dura lucha de intercesión, un futuro de vida y esperanza para nuestros descendientes. Tenemos que aprender a clamar ante el Trono de Dios contra el Hambre y los desastres ecológicos que parecen inevitables. Tenemos que ganar contra el diablo la batalla por nuestro ánimo y nuestra alma, hasta abandonar el pesimismo, la resignación, la apatía y la pereza espiritual —y presentarnos ante el Altar con nuestras súplicas.
2. La segunda actividad que hemos de emprender los cristianos, es la de aliarnos con todo aquel que lucha por la vida en este planeta. Se nos tiene que ver en foros que hasta ahora venimos abandonando a adeptos a la Nueva Era, a supersticiosos neopaganos y tal vez hasta anticristianos. Se nos tiene que oír en Greenpeace, en partidos políticos de alternativa Verde y ecologista, en manifestaciones contra la contaminación de costas, mares, ríos y tierra. Allí donde hay activismo y manifestaciones contra la destrucción de la vida, allí tenemos que estar nosotros. Y tenemos que estar con nuestras propias pancartas y con nuestros propios lemas, dejando bien claro que lo que nos motiva es respeto de la Creación, por amor y lealtad al Creador.
Tenemos que estar, asimismo, en la vanguardia de los que reciclan y enseñan a sus hijos a reciclar. Tenemos que estar en la vanguardia de los que no dejan correr de balde el grifo ni lo dejan gotear sin arreglar, en la vanguardia de los que andan a pie y van en bici y usan transporte público. En la vanguardia de los que reclaman más carriles bici y mejor y más eficiente transporte público en nuestras ciudades. En la vanguardia de los que bajan el termostato y se abrigan más en invierno, de los que están dispuestos a sudar en el verano como nuestros antepasados, en lugar de tirar de aire acondicionado.
Por amor y lealtad al Creador, tenemos que luchar activamente en defensa de la Creación. Porque conocemos al Creador de quien todo depende, no podemos sucumbir a la tentación de la pereza espiritual de resignarnos a no hacer nada. Dios sigue activo sosteniendo la vida; por tanto sus hijos tampoco podemos quedarnos inactivos.
3. Como ya hemos indicado en algún otro de estos artículos, una tercera actividad que podemos emprender los cristianos es la de volver al cultivo —aunque sólo sea simbólico— de algunos de nuestros alimentos. Cultivar una planta comestible aunque sólo sea en un tiesto junto a una ventana que da al sol, nos vuelve a recordar lo estrechamente vinculados que estamos a la vida —a toda la vida— de este planeta. Nos aleja del consumismo descerebrado y pasivo al que nuestro sistema económico mundial nos tiene reducidos. Ama la vida: recupera el placer de comer algo que hayas cultivado tú mismo. |
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