Nuestro 45º aniversario
15 de enero de 2020 • Lectura: 4 min.
El 18 de enero Connie y yo celebramos el 45º aniversario de nuestra boda. Un número más o menos redondo, aunque no tan redondo como lo será en 2025. Cuando nos casamos, mis padres llevaban bastantes menos años casados que esto, y a mí me hubiera parecido una cifra imposible de imaginar. Y sin embargo aquí estamos, seguimos juntos, nos seguimos queriendo, y seguimos esperando llegar a viejos juntos. (Admito que no faltará quién nos considere viejos ya hoy.)
He vivido bastante como para darme cuenta que probablemente no haya ningún «secreto» sobre cómo seguir juntos tantos años. Pero puedo contar algunos elementos de lo que ha sostenido nuestra relación todos estos años y nos hace seguir viendo el futuro juntos como algo muy deseado.
Para decorar la iglesia donde nos casamos, hice una especie de estandarte: una tela de más de un metro de ancho y unos tres de alto, con una paloma —reconozco que parecía más un pato— descendente (el Espíritu Santo), los símbolos masculino y femenino entrelazados, y las palabras: «Unidos para servir». Ese lema, que expresaba un propósito ulterior que da sentido a la unión de nuestras vidas, sigue presidiendo nuestro matrimonio y nuestra familia hoy.
Me parece a mí, y reconozco que no soy un consejero matrimonial, que si una relación se centra demasiado en sí misma es más fácil que zozobre. Si esa relación viene a suponer el enfoque entero de su razón de existir, si de ella en exclusiva se pretende hallar propósito y satisfacción y felicidad, es difícil que la relación pueda soportar tanto peso, tanta expectativa desmesurada.
Connie y yo hemos sabido siempre que nuestra relación tiene como propósito servir a la iglesia, al prójimo, y por ende a Dios. En tiempos o momentos cuando la relación pudo padecer alguna turbulencia, cuando no ha satisfecho nuestras esperanzas o expectativas, hemos podido mirar hacia afuera, levantar la vista de «lo nuestro», y entender que había otras muchas satisfacciones que podíamos hallar en esa vocación de servicio. Satisfacciones que podían acabar por volver a unirnos y dar mayor solidez a nuestra relación.
La miopía con que se suelen colgar expectativas tan desorbitadas en lo que ha de aportar el matrimonio a la felicidad de sus dos integrantes es tanta, que no me sorprende el índice tan elevadísimo de divorcio en nuestra sociedad. En otras generaciones se asumía con más o menos naturalidad que todo matrimonio tenía inevitablemente sus dosis o rachas de infelicidad e insatisfacción, que se hacían tolerables por el proyecto no solo de dar estabilidad a los hijos en su niñez, sino el proyecto en general de contribuir a la sociedad como familia de bien. Eso incluso al margen del propósito superior de Connie y mío, de servir a Dios y a la iglesia.
En esta misma línea está la noción que siempre ha presidido mi forma de entender este matrimonio, de que los integrantes del mismo éramos tres. Dios, Connie y yo. De ahí el símbolo del Espíritu Santo descendente sobre nuestra unión.
Ha sido un pacto a tres partes, donde los tres empeñamos nuestra palabra y voluntad a siempre amar y ser fieles con cada uno de los otros dos. Abrir nuestro matrimonio a ese tercer integrante, Dios, ha hecho que la fidelidad de Dios a este pacto presidiese todo lo demás. Dios ama y es fiel con Connie, me ama y es fiel conmigo. ¿Cómo iba yo entonces a faltar a la parte que me corresponde a mí, de amar y ser fiel con Dios, y amar y ser fiel con Connie? No éramos solamente nosotros dos los que hemos luchado por mantener sano y viable este matrimonio. Dios también luchaba, y se ha encargado muchas veces de meter en vereda a uno y otra a reflexionar, ceder, pedir perdón, perdonar…
Podría decir mucho más, pero me voy a limitar a dos aspectos que podrían parecer contrapuestos pero son complementarios. Por una parte, Connie y yo siempre hemos mantenido una amistad entrañable. Y por otra parte, nos hemos concedido mutuamente una enorme libertad para ser cada cual quién es, desarrollar independientemente sus propios intereses y amistades y hasta emprender viajes de larga duración sin la otra persona.
Son realidades complementarias, porque esa independencia personal, ese valorar siempre que la pareja es «otro», otra persona, me parece a mí que es indispensable para una verdadera amistad. No hemos fusionado nuestras identidades en una. Hay, sí, por supuesto, un «nosotros»; pero ha sido siempre un «nosotros» compuesto claramente por un «tú» y un «yo». Tú, con tus intereses, amistades, aspiraciones y ambiciones personales, cualidades y personalidad, gustos, opiniones, espiritualidad, etc. Y yo con todo eso mío personal también.
Por este mismo motivo, por cierto, si Connie fuera a escribir estas reflexiones, el resultado sería muy diferente a lo que he escrito yo. ¿No es maravilloso?
Ese encuentro continuo —cada día— entre dos personas diferentes, hace que nunca desparezca el misterio, la atracción con cierta dimensión de curiosidad y perplejidad (y a veces impaciencia e irritación). Invita a descubrir qué es lo que está pensando y sintiendo la otra persona. Ha cimentado siempre nuestra capacidad de ser amigos y no aburrirnos de esa amistad.
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