La enfermedad y la muerte
18 de diciembre de 2019 • Lectura: 8 min.
Hace unas semanas pedí sugerencias de temas a tratar en este blog, ya que no siempre se me ocurre sobre qué escribir. Sigo abierto a recibir sugerencias, y a continuación trato uno de los temas que me llegaron:
Desde la realidad de una larga lucha contra el cáncer, cómo descubrir o desarrollar una eficaz espiritualidad.
Bueno, seguramente lo primero que habría que mencionar es que mi lucha contra el cáncer no fue tan larga. En realidad me da cierto pudor escribir como si fuera alguna clase de experto sobre la lucha contra el cáncer, ya que mi experiencia fue leve y breve.
Para empezar, los médicos describieron el cáncer que padecí en la musculatura del muslo como «muy agresivo» por lo rápido que crecía (yo notaba, con palparme la pierna, el aumento de tamaño del «bulto» de una semana para otra). Sin embargo cuando en cierta oportunidad mientras aguardaba la cirugía oraron por mi sanación, el crecimiento se detuvo durante una semana o diez días, lo cual estoy convencido que o me salvó la vida o evitó al menos que la cosa fuera a mayores.
Después, según la biopsia la cirugía fue un éxito. Pasé a continuación por dos tipos diferentes de radiación y por un tratamiento con quimioterapia. La quimio en particular fue una experiencia muy dura. No recuerdo haber estado nunca tan enfermo como lo que me enfermó ese tratamiento. Todo esto, sin embargo, tenía ya un carácter preventivo, que lo hacía mucho más llevadero que cuando recurren a ello para intentar reducir un bulto inoperable. Lo enfrenté sabiendo que la cirugía había sido un éxito, lo cual naturalmente influyó positivamente en mi estado de ánimo.
De todo aquello ha pasado ya más que un año, y las revisiones que me han hecho desde entonces indican que sigo perfectamente. Aunque me quitaron varios músculos del muslo, para mi sorpresa ando sin tener que apoyarme en muleta ni bastón; y por lo que me dicen, sin la menor cojera.
Así de breve y así de fácil fue mi lucha con el cáncer.
Además, desde el primer momento tuve la certeza interior —que el tiempo confirmó, pero que en su momento me infundía ánimo aunque fuera falso— de que de esta no me moría. Podía estar equivocado, por supuesto, pero esos días lo viví como una promesa de Dios.
Es por todo esto que digo que me produce cierto pudor escribir sobre el cáncer como si fuera un experto. Pero a pesar de ello, allá voy.
Cada cual según quién es
Mi primera observación sería que cada persona tiene derecho a vivir sus procesos de enfermedad —y también la muerte, por supuesto— como le salga. Lo que menos nos va a ayudar, va a ser imaginar que hay alguna forma ideal, algún estándar con el que hay que cumplir, para no defraudar a los seres queridos y demás personas que nos rodean. O para agradar a Dios y lucir nuestra espiritualidad. Yo creo que cada cual afrontamos inevitablemente una enfermedad con peligro de muerte, y la muerte misma, como quien somos. Lo viviremos como consecuencia natural e inevitable de la persona que somos.
Cuando nos sentimos fuertes tal vez consigamos engañarnos a nosotros mismos (bastante más difícil engañar a los que nos rodean) acerca de nuestras debilidades y flaquezas personales. Los que nos quieren, así como los que a duras penas nos toleran, ya tienen asumido cómo somos y nos quieren o toleran a pesar de ello. Eso no va a cambiar cuando estemos enfermos, incluso si desahuciados y moribundos. Supongo que quien es gruñón y antipático y le encuentra pegas a todo, haría bien en tratar de suavizar esa negatividad para hacer más llevadera la vida de los que le rodean. Supongo también que cuanto más débil se encuentre, más imposible se le hará disimular esos defectos que son una parte constitutiva de su identidad.
Es decir que sospecho —sin haberlo vivido, naturalmente— que el lecho de muerte no es el momento adecuado para intentar deshacernos de nuestros defectos personales. Para ello hemos tenido toda la vida. Si somos cristianos practicantes, hemos contado con el poder del Espíritu Santo desde que nos encomendamos a su guía. Pero las aristas más ásperas de nuestra forma de ser que no quisimos o no supimos limar cuando estábamos fuertes, se me antoja muy difícil que consigamos limarlas cuando estemos en nuestra máxima y última debilidad.
Así que lo viviremos como quien somos, según los valores y las virtudes y los rasgos que hemos cultivado toda la vida. Si hay en nosotros algún fruto del Espíritu —amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, dominio propio— echará flor y nos saldrá desde nuestro más hondo interior. Echará flor cuyo perfume grato quedará siempre que nos recuerden cuando ya no estemos. No hará falta esforzarse, por cuanto estoy convencido que a lo último, lo que hay en lo más hondo de nuestro interior ya no se podrá disimular.
Si lo que nos sale de lo más profundo es más negativo que positivo, mal asunto. Pero para remediarlo estamos a tiempo ahora, mucho mejor que esperar hasta entonces. Porque ese entonces llegará, por supuesto. De una manera u otra, pero llegará.
Aquí debo hacer un paréntesis, por pura sensibilidad y respeto, acerca de esa debilidad ulterior cuando no es física sino producto de un proceso que carcome el cerebro, como el Alzheimer. Sobre cómo seríamos si nos ataca algo así tampoco merece la pena especular ni sufrir. No me cabe duda que nuestro Señor y Salvador nos acogerá al fin en su seno recordando cuánto le amamos y adoramos cuando estábamos lúcidos, y por supuesto sin reprocharnos cómo fuimos cuando nos faltó algún tornillo de la sesera. Y me parece que algo similar sucedería con nuestros seres queridos.
Nada tiene esto que ver con lo que aprendí de haber afrontado un cáncer, pero me parecía un paréntesis que había que incluir.
La realidad de la muerte
La segunda cosa que diría, recordando cómo viví afrontar el cáncer, ya la he mencionado en un artículo que escribí para El Mensajero en junio de 2018. Tiene que ver con el temor a la muerte; en mi caso, la ausencia de temor a la muerte.
He pensado sobre esto otra vez esta mañana, cuando en el desayuno mi esposa me contaba sobre una iglesia que se encontraba en campaña de oración para que el Señor resucite a uno de sus difuntos. La Biblia cuenta que el propio Señor Jesús, como también los apóstoles, efectuaron alguna resurrección.
No puedo dudar de los relatos bíblicos, naturalmente. Ahora suponiendo que fuera a dar crédito a historias de resurrección hoy, tendría que pensar que se trata de algo excepcional, que responde a algún plan ulterior que tiene el Señor para esa vida o para quienes hayan sido testigos de esa resurrección.
No estoy seguro, pero me parece que nunca he pedido a Dios que resucite a nadie. No veo la muerte como algo que haya que rechazar en principio, como algo que ofende, sino más bien como el único final posible a la existencia de todo ser vivo en este planeta Tierra. Me he rebelado, eso sí, contra el dolor que nos provoca a los que seguimos vivos, la ausencia definitiva de un ser amado. Pero de ahí a pedir a Dios que dé marcha atrás, no.
Según el refrán, el cobarde muere mil veces. Es decir que quien vive temiendo la muerte probablemente se figura en innumerables situaciones que ahora podría morir, y por consiguiente experimenta infinidad de veces el sufrimiento mental propio de la muerte. En teoría y por contraste, quien no teme la muerte tendrá que afrontarla una sola vez; jamás antes de tiempo en su imaginación.
Yo no sé si soy cobarde o no.
Sí que me he imaginado, por empatía, en la piel de algunos que mueren a destiempo. Todavía me asalta por ejemplo la pesadilla de algo que leí hace años. Parece ser que un armero de Damasco en la Edad Media solía templar el acero de cada una de sus espadas clavándola en el cuerpo de un esclavo. La espada, según su teoría, se hacía así con el alma del esclavo, que la hacía invencible. Yo me imagino el horror de ser un esclavo cuya vida vale menos que lo que le van a pagar al armero por esa espada, teniendo que entregar la vida, sacrificar toda aspiración personal y esperanza de futuro para que mi alma quede atrapada en un instrumento de muerte, y me entra una desazón y tristeza inefable.
Me parece, sin embargo, que eso no es cobardía ni temer la muerte, sino comprender la tragedia terrible de tanta muerte inútil que nos provocamos unos a otros. Es lamentar la condición humana de rebeldía contra nuestro Creador, contra el dador de la vida.
Pero me parece que los que tenemos fe en nuestro Creador, en el dador de la vida, podemos asumir con naturalidad que un día u otro, antes o después, en la juventud o en la vejez, repentinamente o tras un largo y doloroso declive, acompañados o en soledad, respiraremos nuestra última bocanada y dejará nuestro corazón de latir.
Enfrentarme con la muerte como algo posible a corto plazo, por el diagnóstico de un tumor maligno, fue experimentar la certeza de la seguridad que siento por saberme en relación filial con Dios. «Si hijos, también herederos», dice Pablo, pero a mí lo de heredar siempre me ha tenido sin cuidado. Yo lo único que quiero es saber a quién voy, a quién regreso, y confiar que lo que me espera será paz y armonía.
Seré sincero: la idea de resucitar no creo que me infunda mucha consolación al morir. Más me importará, me parece, que el amor de Dios que ilumina mi vivir, ilumine también mi morir. Nada de lo que he vivido en relación con Dios me lleva a dudar que así será. Siempre me ha encantado el cuadro en el Apocalipsis del Señor secando las lágrimas de nuestros ojos, con la ternura de mi madre con un pañuelo en la mano y rodeándome la espalda con el otro brazo. Es así como me figuro la muerte y el encuentro culminante con Dios. ¡Todos los malos tragos de la vida consolados por fin!
Gracias por tratar este tema y compartir tu experiencia muy interesante y bendiciones
Puri paso por ello, sabiendo que al final estaría con su salvador.
Tu mujer en una visita pregunto a Puri:
¿Que tal?
Y respondió con una sonrisa:
Aquí estoy conviviendo con la muerte.
Con mucha tranquilidad sabiendo que Dios estaba con ella.
Bendiciones
Me ha encantado!!!..Gracias Dionisio por tu sensibilidad, humor y claridad.
Un abrazo