Nos han incluido
8 de julio de 2019 • Lectura: 6 min.
Foto: Connie Bentson
En mis lecturas diarias de la Biblia, del Nuevo Testamento me tocaron ayer y hoy los capítulos 10 y 11 de Hechos. Estos capítulos relatan —de hecho lo cuentan repetidamente, una vez en cada capítulo— la revelación especial que recibió Pedro acerca de las personas que, como yo mismo, no somos de raza judía. Nos han incluido. ¡En el pueblo de Dios!
Lucas, el autor de Hechos, utiliza esta técnica de repetición aparentemente para enfatizar la importancia de lo que está contando. Repite hasta tres veces, por ejemplo, a lo largo del libro, la experiencia de llamamiento de Saulo/Pablo, que le llevó de oponerse violentamente a “este camino”, a aceptarlo y ser el portavoz especial de la admisión de nosotros, los no judíos.
Tal vez lo que más me llamó la atención al releer estos capítulos una vez más estos días, ha sido que aunque Pedro decidió que, habiendo recibido el bautismo del Espíritu Santo nada impedía administrarles también el bautismo de agua, sin embargo no parece habérsele ocurrido circuncidar a Cornelio y a los otros varones romanos que bautizó.
Quizá se ve aquí que Pedro, aunque en absoluto ignorante acerca de las tradiciones judías y a pesar de pasar tres años como discípulo del rabino Jesús de Nazaret, procesaba las realidades de Dios de una manera más intuitiva que teológicamente razonada. No podía ignorar él que la única forma de aceptar legítimamente a un varón al seno de la religión hebrea, era la circuncisión. Pero en la emoción del momento, al oír a estos romanos hablar en lenguas, lo único que se le ocurrió fue hacer lo que los seguidores de Jesús ya venían haciendo siempre cuando un judío o una judía aceptaban el mensaje de Jesús: bautizarlos. Y nada más.
¿Qué es lo que había en juego con la circuncisión?
El Antiguo Testamento vincula estrechamente la circuncisión y la santidad. La santidad se concebía como separación, como trazar límites claros entre unas cosas y otras, y entre lo que siendo apropiado en un contexto, no lo era en otro. La santidad estipulaba, por ejemplo, que aunque el sexo es bello, sagrado e importante en el vínculo del matrimonio, cualquier relación sexual fuera del matrimonio es una profanación: lo contrario a la santidad.
La santidad constituía el llamamiento expreso de Israel como algo diferente, único, contrario a todas las demás gentes del mundo. Dios consagraba y santificaba a Israel, distinguiéndolo y apartándolo de entre las naciones para que se dedicaran a él en exclusiva. Para que Israel entendiera que no todo es igual, que solamente debían adorar al Señor Dios de Israel y vivir conforme a sus normas y preceptos, la instrucción bíblica les proponía otras muchas normas de santidad: como la prohibición de sembrar dos semillas diferentes en una misma parcela, la prohibición de tejer con hilo que mezclaba lino y lana, la necesaria diferencia entre unos animales cuya carne Israel podía consumir y otros que no.
El tabú de la carne de ciertos animales era tan esencial al sentido judío de la santidad, que fue por ahí que el Espíritu empezó a tratar con Pedro al prepararlo para su encuentro con Cornelio. ¡Pedro reaccionó con tanto espanto ante la idea de invalidar ese concepto de santidad, que Dios tuvo que repetirle la visión tres veces seguidas!
La santidad —esa honda consciencia de ser un pueblo apartado y dedicado a ser santo para Dios así como Dios es santo para Israel— es el sentido, entonces, de la circuncisión. Con la circuncisión los varones llevaban marcado en lo más íntimo de su cuerpo el saberse apartados de entre las naciones para servir y adorar exclusivamente al Señor. La circuncisión los «santificaba», los marcaba como personas «santas», consagradas al Señor.
A lo largo de todo el Antiguo Testamento, si había una queja del Señor con respecto a Israel, era su incapacidad para asumir plenamente lo que significaba ser santos, ser un pueblo escogido y apartado exclusivamente para el Señor.
Por consiguiente, aunque Pedro en el momento tomara decisiones digamos que intuitivas —sería más apropiado describirlas como inspiradas directamente por el Espíritu—, las consecuencias teológicas reales de marginar como innecesaria la circuncisión parecía poner en entredicho cualquier reclamo de legitimidad que pudiera tener el cristianismo incipiente. Podían alegar que los estaba guiando el Espíritu «Santo», pero su falta de «santidad» al ignorar la exigencia de la circuncisión, delataba lo contrario según la tradición bíblica a que se ceñían los judíos.
En el capítulo siguiente (cap. 11) de Hechos, sin embargo, viéndose cuestionado por los creyentes en Jerusalén, Pedro defendió esa decisión y argumentó que era inevitable por virtud de la visión de animales «inmundos» que le había inspirado el Señor. Más adelante sería Pablo, formado en la escuela estricta del fariseísmo, quien presentaría argumentos más razonadamente teológicos para este cambio radical de enfoque con respecto a la santidad.
Dos mil años después, y siendo nosotros «gentiles incircuncisos» en relación con los judíos, no debemos ignorar la revolución que supuso todo esto en el concepto de santidad predicado por la Biblia.
Curiosamente, los apóstoles en el Nuevo Testamento no renuncian al concepto de santidad en sí. Lo que sí habían hecho, sin embargo, es transformar radicalmente lo que viene a ser la santidad. Abandonaron normas milenarias de tradición desde Abrahán y de revelación bíblica desde Moisés, y argumentaron que sigue siendo posible ser «santos» aunque invalidando algunos de los preceptos más rancios y aceptados y consagrados de lo que eso viene a suponer.
Este tipo de giro en cuanto a los conceptos de santidad no se puede hacer a la ligera. Siempre que se propone abandonar antecedentes bíblicos y una larga tradición histórica de conductas que hemos entendido que son constitutivas de la santidad, debería haber una honda reflexión sobre las consecuencias y un claro sentimiento de ser guiados irresistiblemente por la «fuerza mayor» que viene a ser el impulso soberano del Espíritu Santo.
Pero no es imposible. En estos dos mil años que ha existido el pertenecer al pueblo de Dios en el seguimiento del Mesías Jesús, ha habido muchas conductas aceptadas o prohibidas por la iglesia apelando al imperativo «Sed santos como Yo Soy santo», pero que a la postre cambiaron de signo.
Ciñéndose al sentido de la carta de Pablo a Filemón, poseer esclavos no se entendía reñido con la santidad cristiana hasta que en el siglo XIX el Espíritu llevó a la iglesia a la convicción contraria.
En los años de mi propia vida, he visto caer prohibiciones bíblicas que entendíamos esenciales para la santidad. La mujer no debía vestir pantalón, por la prohibición de vestir prendas varoniles. Debía cubrirse la cabeza en el culto por expreso mandamiento del apóstol Pablo. Por expreso mandamiento de Jesús, era imposible disolver un matrimonio cristiano. En mi niñez como evangélico en Argentina, asistir a una misa católica era un pecado tan impensable como ir al cine.
La exigencia de santidad es esencial para el pueblo de Dios. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Y sin embargo a veces el Espíritu Santo se mueve a lo ancho de la iglesia —empezando siempre en algún foco reducido como el caso de Pedro en casa de Cornelio— para impulsar cambios en la definición exacta de qué es lo prohibido y qué se puede hoy admitir sin profanar la santidad del Señor y de su pueblo.
Pablo enuncia un principio con admirable sencillez y claridad en 1 Corintios 10,13: «Todo me es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica». Es decir que el Espíritu puede, soberanamente, hacer lícito mañana lo que hoy no lo es. Y sin embargo no todo conviene, no todo edifica. Entonces hará falta la guía del Espíritu, precisamente, para discernir la necesaria conveniencia y edificación que son propias de la santidad.La Biblia será siempre, por supuesto, nuestra guía orientadora. Pero a la hora de la verdad, como pasó con Pedro y con la iglesia en Hechos 10 y 11, será el Espíritu el que nos moverá soberanamente para adoptar cambios que una nueva hora hacen esenciales para redefinir la santidad.