Música clásica y devoción cristiana
7 de septiembre de 2020 • Lectura: 5 min.
Hace casi un año, escribía en este blog de haber asistido en Madrid a la 2ª sinfonía, «Resurrección», de Mahler. Hace un mes, escribí comparando el efecto que me produce la música sacra de Bach y Händel. Hoy quiero contaros de algunas más de las composiciones que me inspiran y elevan mi espíritu a Dios.
Empiezo con un tributo a la Misa alemana, de Franz Schubert. En particular, el Sanctus: «Heilig, heilig, heilig», en alemán. ¡Santo, santo, santo es el Señor! Hay algo en esta combinación de texto y música, que me hace casi imposible oírla si no es cayendo de rodillas.
Las misas de Schubert se prestaban a un uso litúrgico en la iglesia. También las de Haydn, Salieri o Mozart, en el período clásico. En comparación, la Missa Solemnis de Beethoven, por ejemplo, o la Misa en Si bemol de Bach, son obras demasiado extensas. Se ciñen al texto, pero parecen concebidas para concierto. En cualquier caso y volviendo a Schubert, no me resisto a mencionar también la belleza inefable del trío Benedictus, de su Misa Nº 2 en Sol mayor. Algo en mi corazón de creyente exclama, en respuesta: «¡Sí, amén, bendito el que viene en el nombre del Señor!».
Cuando el arte del romanticismo musical del siglo XIX se aplicó a la letra y devoción religiosa, como en la Misa alemana de Schubert, el efecto es francamente sublime. Por muy católico que fuera Schubert, tengo la impresión de que todos los números de esta Misa acabaron engrosando los himnarios evangélicos,. El «Santo, santo, santo», seguro; no podía faltar.
Y sospecho que es de ahí, de su presencia en el himnario evangélico, que me produce tan hondo sentimiento ese número en particular. El caso es que hay algo en esos acordes, con esa letra, que me eleva a los mismísimos portales del cielo. Y sospecho que me viene de hondos recuerdos, olvidados pero vivos aún en mi subconsciente, de momentos en mi peregrinación espiritual cuando me he sentido especialmente cerca de Dios.
He escrito de la efectividad del arte operístico de Händel cuando lo aplicó a la música sacra. Lo mismo podríamos decir de Mozart, afamado por sus óperas, al componer su maravilloso Requiem. O de Verdi, que a su Requiem imprime un dramatismo «secular» que acaba chocando, tal vez, con la sobriedad y solemnidad que parecería requerir el texto. Es sublime, es emocionante, pero es ópera. El himno de resurrección, en la ópera Cavalleria Rusticana, de Pietro Mascagni, merece especial mención. Es un fragmento de una ópera sórdida sobre adulterio, celos y venganza, pero ¡Dios mío, qué himno más extraordinario!
Algún número del Requiem alemán de Brahms, en cambio, concebido para sala de concierto, se canta sin embargo en ceremonias fúnebres. En particular en iglesias protestantes. Gusta mucho en la Iglesia Anglicana, porque recurre a los mismos textos bíblicos que la liturgia funeraria de esa iglesia. Y un coro donde cantaba yo, entonamos los versículos del Salmo 84 (¡Qué bellas son tus moradas, Señor!), de esta obra de Brahms, en un funeral menonita. (A falta de orquesta sinfónica, en esa ocasión se recurrió a órgano de tubos.) Como el Mesías de Händel, gran parte de la efectividad del Requiem alemán reside en el empleo exclusivo de textos de la Biblia.
Guardo un especial lugar en mi corazón y recuerdo para el Requiem alemán de Brahms, porque al igual que la Sinfonía Nº 2, «Resurrección», de Mahler, me infundieron ambas tanto aliento en aquella época hace años cuando pasé una depresión.
Los estilos barroco, clásico, romántico y posromántico, abarcan desde el siglo XVII hasta la 1ª Guerra Mundial, más o menos. Ya el estilo renacentista, desde el siglo XV, venía aportando música sacra de singular belleza. Y qué decir del canto llano, que desde los albores de la Edad Media eleva el espíritu cristiano de manera singular. Siempre se ha atribuido a inspiración del Espíritu Santo; y no me extraña, por lo mucho que se parece a cuando uno se suelta a «cantar en el Espíritu», «un cántico nuevo» que te mana espontáneo desde el alma.
¿Y en estos últimos 100 años? Me he sentido conmovido muchas veces en reuniones, entonando los coritos que se han impuesto desde el último tercio del siglo XX. Solo que no son —obviamente— obras sinfónico-corales, que es el tema al que me he querido dedicar aquí. Desde el principio del siglo XX, la ópera y el sinfonismo optaron por la atonalidad y la disonancia. Fue un estilo musical que al rechazar la belleza como cursilería popular, se prestó poco a inspirar obras que elevan el espíritu a la presencia de Dios. Para esto, me parece que la belleza es indispensable.
Se me ocurre el Requiem de Guerra de Benjamin Britten, como ejemplo de una obra perfectamente expresiva de la tristeza inefable de la 2ª Guerra Mundial, pero que no consigue llevarme a mí, por lo menos, a la presencia de Dios. Y eso que Britten —que también compuso óperas— no es que exagerara tanto como otros la atonalidad y disonancia. Canté hace 50 años su composición para tenor y piano sobre Los sonetos sagrados de John Donne. Una obra muy expresiva, puede ser, y con letra de inmensa sensibilidad cristiana; pero no recuerdo que nadie se llevara un pañuelo a los ojos al oírme…
Para esto último —para tocar el cielo en adoración— para estos últimos 100 años habría que pensar más bien en discos de todo tipo de estilo musical popular cristiana. Las agrupaciones corales góspel, por ejemplo, conmueven; pero no es habitual que canten con orquesta sinfónica.
Quiero terminar volviendo al romanticismo del siglo XIX para mencionar la 2ª Sinfonía, Lobgesang (Himno de alabanza), de Félix Mendelssohn. Fue su única sinfonía que empleó coro y voces solistas, como había hecho ya Beethoven en su novena.
Su padre fue un judío agnóstico, un banquero acaudalado, hijo a su vez del gran filósofo judío-alemán Moisés Mendelssohn. De acuerdo con las ideas agnósticas de su padre, Félix no fue circuncidado al nacer y no se le dio una educación religiosa; y sin embargo se bautizó en la Iglesia Reformada con siete años de edad. Y compuso numerosas obras corales de hondo sentimiento cristiano.
La Sinfonía Nº 2 de Mendelssohn difiere de la Nº 9 de Beethoven, en que es netamente cristiana. Sigue textos bíblicos e incorpora un himno evangélico. Levanta el espíritu de la persona creyente, en adoración y alabanza, con un optimismo, una alegría de vivir, un gozo inmenso por el sabor que te deja en la boca y en el alma alabar a Dios.
En fin… ¡Que disfrutes tú de lo que te eleva a ti el espíritu al encuentro con Dios!