Conceptos de la Edad del Bronce
7 de julio de 2020 • Lectura: 7 min.
Foto: Connie Bentson
Está muy difundida entre los cristianos la idea de que la Biblia es una colección de verdades eternas, que hubieran tenido la misma validez para los neandertales de la Edad de Piedra, como para nosotros hoy, como para nuestros descendientes dentro de tres o cuatro mil años —que acaso sean cíborgs con implante de chip para aumentar las facultades mentales—.
Bueno, reconozco que es baladí especular acerca de adónde podrían llevar a la humanidad los desarrollos futuros de la tecnología. Pero el caso es que se tiende a pensar que la Biblia es atemporal, que tiene exactamente la misma vigencia hoy que hace tres mil años. Y que si se hubiera redactado a tiempo, habría tenido la misma vigencia en los mismísimos albores de nuestra raza de homínidos hace más de cien mil años. Y que seguirá teniendo vigencia igual que hoy, dentro de otros dos o tres millones de años.
Esto tal vez podría ser verosímil si estuviéramos hablando de cómo el islam concibe del Corán. Para ellos el Corán —en árabe medieval, por supuesto— es la Palabra «increada» de Alá. Es coeterna con Alá, existe desde antes de la Creación, y coexistirá con Alá por toda la eternidad. Más o menos lo que los cristianos decimos acerca de la Palabra —Jesús—, según aprendemos en Juan 1.
No es lo mismo, me parece a mí, alegar esta coexistencia eterna acerca de la Segunda Persona de la Trinidad, que acerca de un documento escrito.
Un documento escrito en idioma humano tiene que tener, obligatoriamente, un origen determinado en la geografía y en el tiempo (donde y cuando ese idioma es hablado). Bueno, en teoría podríamos imaginar que bajase del cielo ya redactado en lengua divina. Aparte de eso, la única forma de que se redacte un libro —todo libro— es que intervenga en ello un ser humano.
Esto es exactamente lo que afirman el judaísmo y cristianismo acerca de la Biblia. Dios se valió de profetas como Moisés y escribas como Esdras, y de los apóstoles, que redactaron los libros de la Biblia en su propio idioma y según su habilidad literaria personal.
Inspirados por el Espíritu Santo, por supuesto, pero autores humanos. No tomaban dictado. Escribían ellos. Recibían de Dios ideas, intuiciones espirituales, la percepción de realidades escondidas, etc. Luego volcaban esto en sus propias palabras, condicionados por su formación personal y el mundo y la cultura donde vivían. Condicionados también por las posibilidades y limitaciones del idioma en que escribían.
Esto es más o menos como me explico yo las cosas, cuando leo los capítulos de Levítico que versan sobre la «lepra» (según algunos traductores) o «enfermedad infecciosa» o «afección cutánea» (según otros traductores). Hay quien cambia a traducir la misma palabra hebrea (tsara’at) como «tiña» cuando llegan a Lev 13,30; pero se suele insistir en traducir «lepra» incluso cuando el texto trata sobre ciertos tipos de mancha o deterioro en la ropa, en artículos de cuero, y hasta en las casas (esto último ya en el capítulo 14).
Está claro que estos capítulos no tratan de lo que la medicina hoy día conoce como lepra, es decir «la enfermedad de Hansen». Están describiendo con la misma palabra hebrea, cosas muy diferentes que parecen tener efectos más o menos semejantes: (1) el cambio de color y deterioro general de la piel o del artículo o edificio que sea; (2) el peligro de que vaya a más y se extienda a otras personas u otros artículos y edificios; y (3) no tenía cura aunque con el tiempo, si había suerte, podía desaparecer.
Lo menos curioso aquí es que el texto bíblico encomiende a los sacerdotes el diagnóstico en todas estas circunstancias. A fin de cuentas, la casta sacerdotal solía saber leer y escribir y por ende tenía conocimientos que superaban los de todo el mundo, que eran analfabetos. ¿Quién más sabio que los sacerdotes, entonces, para consultar ante la duda?
En el caso de los edificios, se podía probar derribar la parte afectada (y deshacerse de los materiales en un lugar apartado) y reconstruir esa parte con materiales nuevos. Con la ropa y los artículos de cuero se podía probar algo parecido: recortar y quemar la parte afectada y poner un parche con material nuevo. Si eso no daba resultado había que quemar la ropa o el artículo de cuero, y derribar la casa entera y deshacerse de los materiales en un lugar apartado.
En cuanto a las personas con estos brotes infecciosos, tenían que vivir como reclusos, lejos de todo el mundo. Si alguien se le acerca, está obligado a avisar: «¡Inmundo, inmundo!»
Todas estas medidas tienen cierta lógica razonable que hoy, tres mil años después, nos resultan comprensibles. Incluso por cruel que parezca el destino de las personas infectadas, lo comprendemos. Ninguno de nosotros hoy día, si enfermara de la COVID-19, se negaría a tomar todas las medidas necesarias —incluso avisar: «No te acerques, que tengo coronavirus»— para evitar contagiar a nadie más.
Hoy seguramente tendríamos otros conocimientos con los que distinguiríamos con diferentes palabras todas las posibles causas y afecciones que describían los hebreos con una sola palabra, tsara’at, y ensayaríamos diferentes tipos de solución según el caso. La ropa es además tan barata hoy día, que quemar una camisa no nos va a suponer tener que pasar algunas semanas o meses a pecho descubierto. Nos desprendemos de la ropa deteriorada sin preguntar a ningún experto si acaso valdría la pena intentar ponerle un parche. Pero podemos imaginarnos en la situación de aquella gente hace tantísimo tiempo, y nos resulta comprensible lo que hacían.
No me pasa lo mismo, sin embargo, en relación con todo el ritual estrafalario con que se purificaban cuando desaparecía la enfermedad en cuestión, y purificaban los artículos o las casas una vez resuelto el problema.
Para el «leproso» que se curaba, por ejemplo, había que matar un pájaro, mojar un hisopo y un pájaro vivo con la sangre del pájaro muerto, y esparcir gotitas de esa sangre sobre la persona (con el hisopo y también sacudiendo el pájaro vivo). Después había que soltar el pájaro vivo en el campo, y sacrificar un par de corderos (o de palomas o tórtolas si uno era pobre). Con la sangre de uno de los corderos o aves, el sacerdote mojaba el lóbulo de la oreja derecha del curado, y el pulgar de mano y pie derecho. En fin, los rituales completos vienen descritos en Levítico 14, así que no me extenderé con ello aquí.
Uno al fin se queda considerando —inevitablemente— que han pasado muchos siglos desde que estas cosas tuvieran ton ni son. Han pasado muchas generaciones desde que fuera verosímil pensar que Dios mismo ordenó estos rituales, para «purificar» con la sangre de animales —que nada tuvieron que ver— las vidas de personas cuya «culpa» o «pecado» por haberse contagiado tampoco resulta nada clara.
Estos capítulos tienen, por supuesto, un muy elevado valor como curiosidad histórica. Nos ayudan, por ejemplo, a entender la cultura y las ideas y prejuicios y presuposiciones de los protagonistas de las historias bíblicas, incluso en el Nuevo Testamento. El ritual descrito tuvo sentido, seguramente, en cuanto a escenificar públicamente la salud del individuo y del artículo o casa, para su readmisión en sociedad. Aunque para esos efectos sociales, cualquier otro ritual habría surtido el mismo efecto.
Se puede afirmar, indudablemente, que a toda la Biblia, con estos capítulos, no le falta «inspiración» como la inspiración literaria de La Odisea de Homero, La Divina Comedia de Dante, o El Quijote de Cervantes. ¡Qué pobres nos quedaríamos sin estas joyas «inspiradas» de la literatura humana!
Pero los particulares que se describen en Levítico 13-14 se quedaron en la Edad del Bronce, donde y cuando tuvieron sentido para aquellas gentes. Pertenecen a un pasado remoto. No hay ningún sentido en que permanezcan vigentes hoy, ni tengan vigencia eterna.
Hay algunos conceptos bíblicos que sí tienen vigencia eterna. Por ejemplo aquello de amar a Dios y amar al prójimo. Pero para otros muchos particulares sería absurdo insistir que conserven hoy y eternamente ningún sentido más allá del histórico. O el estético literario.
Disfruto mucho con la lectura de la Biblia. Edifica mi fe, mi confianza en Dios y mi amor a Dios. La leo a diario y la empleo regularmente como punto de partida para la predicación cristiana. La mayoría de mis reflexiones en este blog —como todos mis libros— versan sobre diferentes particulares de la Biblia y su aplicación a nuestras vidas hoy día.
Es por la intimidad de mi conocimiento de los textos bíblicos, que nace esta reflexión presente, de que hay cosas allí aptas para la Edad del Bronce y únicamente para la Edad del Bronce, o para la Edad del Hierro y únicamente para la Edad del Hierro.
En la doctrina cristiana, la Palabra eterna de Dios es el Hijo, Jesús.