Racismo y empatía
9 de junio de 2020 • Lectura: 5 min.
Estos días, inevitablemente, me hallo meditando sobre la cuestión del racismo. No solo el racismo asesino sino el racismo de fondo, de actitudes, que alimenta esos asesinatos.
El ser humano, creado a imagen de Dios pero proclive a prestar oído a las tentaciones de la serpiente, somos capaces de bondad sublime y maldad espantosa. Podemos ser extraordinariamente solidarios y altruistas, capaces de sacrificarlo todo, hasta la vida, por los demás. Podemos ser también egoístas, manipuladores y crueles para utilizar a los demás para complacer nuestros propios deseos y aspiraciones.
En mi opinión, una de las claves de la bondad de la que somos capaces, es la capacidad de empatía, de ponernos en la piel del otro, imaginarnos en su situación, y sufrir por hacer nuestro el sufrimiento que vive el otro. Para que eso sea posible hace falta imaginación, por supuesto, pero una forma específica de imaginación. La de imaginar que lo que vive y siente el otro, importa.
Todos podemos darnos cuenta por qué una mosca da piruetas evasivas en su vuelo. Comprendemos que en algún sentido teme la muerte y quiere prolongar su vida. También podemos imaginar que si una oveja se diera cuenta que apartamos de su lado a su corderito con la intención de comérnoslo, sentiría tristeza. Pero hemos decidido que es más importante librarnos del incordio de la mosca, y que es más importante alimentarnos con la carne de cordero. Entendemos que otros seres tal vez sufran o quieran vivir, pero no valoramos esos sentimientos tanto como valoramos matar la mosca o comer cordero.
La crueldad del racismo es un buen ejemplo de empatía condicionada: comprender que en teoría el prójimo vive y siente lo mismo que uno, pero decidir que no tiene la misma importancia.
Cuando primero surgió en Estados Unidos el lema Black Lives Matter, «la vida de los negros importa», hubo entre algunos una reacción negativa. «Pero si es que todas las vidas importan, no solo las de los negros», respondían.
Por supuesto que importan. Pero el problema es que al reafirmar algo tan obvio como que mi vida como hombre blanco importa, estoy restando importancia a la queja de aquellos que cada día experimentan que sus vidas y las de los que son como ellos no importan. Es decir, que no nos importan a los demás, a la sociedad en general. No tanto como nos importan las vidas de los que son «como nosotros».
No es necesario ni importante declarar que mi vida importa, entonces, porque la sociedad entera ya lo tiene asumido. Sí es necesario, sin embargo, declarar en España que la vida de los inmigrantes subsaharianos sin papeles, que lo han arriesgado todo para cruzar el Mediterráneo y presentarse en nuestras costas, también importan. Sí es importante afirmar que las vidas de los gitanos importan tanto como las de la población mayoritaria.
Es importante declarar en EEUU que las vidas de las minorías que sufren discriminación racial —afroamericanos, hispanos, asiáticos, etc.— importan tanto como las de los descendientes de europeos. Es importante en Israel declarar que las vidas de los palestinos importan tanto como las de los judíos. En cada lugar y sociedad, es importante declarar que aquellos que viven vidas marginales, relegados porque son considerados «diferentes» a la mayoría, importan tanto como las de esa mayoría.
Este es el poder de la empatía, el poder no solo de meternos en la piel del otro, sino de dar la debida importancia a lo que descubrimos cuando nos imaginamos en su situación. Cuando comprendemos lo mal que nos sentaría vernos marginados y despreciados por el color de la piel o por la religión o por la orientación sexual o lo que sea, dar el paso añadido de decidir que eso importa. Que eso nos va a importar a nosotros, personalmente, hasta el punto de querer involucrarnos en el esfuerzo por conseguir que las cosas cambien.
En estas cuestiones siempre tengo que volver a la experiencia de Jesús en la región de Tiro con una mujer que le pide que sane a su hija. En Mateo, el evangelio recurre a un anacronismo. Echa mano de un término tomado del pasado histórico de Israel para describir su raza. La llama «cananea». Marcos la describe como «gentil, sirofenicia». Tildarla de cananea, sin embargo, presenta a Jesús con un dilema religioso de máxima importancia. Los cananeos eran según la Biblia, según el legado espiritual de Israel desde los tiempos de Moisés, el «otro» excluido, marginado, indeseable. Para los cananeos la Palabra de Dios solo admitía una solución: el exterminio y genocidio total.
Eran tal vez humanos, pero sus vidas no importaban. Más bien habría que decir que sí importaban, pero en un sentido negativo. Importaba eliminarlos, importaba matarlos, importaba borrarlos de la tierra para siempre.
Cuando esta mujer pide a Jesús que cure a su hija él se ofende, como es natural. Y la ofende a ella, tachándola de perra. Ella le recuerda que a los perros, por lo menos, se les permite comer las migajas que caen de la mesa de los comensales. Entonces Jesús hace lo impensable para el Hijo de Dios, segunda Persona de la Trinidad: se arrepiente, cambia de opinión y parecer. Sana a la hija de la cananea.
Confrontado con la realidad del racismo con que ha sido educado desde la cuna, racismo con plena justificación religiosa en la Palabra de Dios, Jesús lo reconoce y decide cambiar. Decide tratar a ese «otro», esa persona a quien sus convicciones religiosas restaba importancia, como trataría a cualquier «hijo legítimo» del reinado de Dios.
Aunque no es hoy día típico del racismo, si hay otros colectivos que la buena gente religiosa y con amparo en la Biblia, considera justificado marginar y ningunear. Es muy fácil señalar con el dedo a Estados Unidos por su racismo, aunque estas semanas estamos recapacitando también sobre el racismo que padecen ciertas minorías étnicas e inmigrantes en Europa. Pero confrontados con nuestro pecado personal y colectivo de considerar menos importante la vida de los que son diferentes a nosotros, debemos seguir el ejemplo de Jesús.
Como él, a mitad de la conversación deberíamos tener la integridad personal de dar un giro de 180 grados, un vuelco total en nuestra actitud. Y considerar al «otro», a quien es «diferente», con la misma consideración que sentimos por los que son «hijos» de pleno derecho, que no «perros».