16 de diciembre de 2021 • Lectura: 5 min.
Foto: Connie Bentson
Mientras acababa de leer el libro, escuchaba el cuarteto de cuerdas del compositor inglés Frederick Delius. Escrito en 1916 —en plena 1ª Guerra Mundial— tiene pasajes con una armonía oscura y triste que seguramente refleja el sentimiento mayoritario de la época. Ahora estoy oyendo el cuarteto de cuerdas Nº 13 de Mieczyslaw Weinberg, un judío polaco que residió en la Unión Soviética. Compuesto en 1977, este número resulta inquietante, con una sonoridad llena de disonancias y melodías atribuladas, que rayan en la incoherencia sin nunca desembocar del todo en ella.
Piezas que encajan a la perfección con el sentimiento que me embarga al concluir la lectura de la última novela de Ken Follett, Nunca (2021). El título es sin duda la expresión de un anhelo del autor. Anhelo también de todo ser humano que repara en la realidad de que seguimos todos bajo la amenaza de un holocausto nuclear. Siempre es posible que los acontecimientos deriven en una guerra así, de la que nadie puede salir vencedor. Una guerra que aunque no acabe con la humanidad, seguramente sí acabaría con la civilización tal cual la conocemos.
No faltan multitud de novelas, películas y series de televisión que exploran cómo sería un mundo posapocalíptico —hasta tenemos una palabra para ello— posterior a una conflagración nuclear incontrolada.
Esta novela de Follett no entra a eso, sino a imaginar cómo podría nuestro mundo presente, superada la crisis mundial del coronavirus (que apenas merece una ligera mención), acabar a pesar de todos los esfuerzos por evitarlo, en una guerra nuclear.
Follett es de mi generación, nacido el mismo año que yo. A los de nuestra generación se nos quedó grabado imborrablemente en el alma un cierto fatalismo de que la Guerra Fría entre Occidente y el mundo comunista tenía altas probabilidades de desembocar en holocausto nuclear.
Hasta la caída de la Cortina de Hierro y la descomposición de la Unión Soviética en 1991, todos teníamos asumido que el destino de la humanidad entera estaba en las manos de un puñado de señores que tenían a su disposición armas capaces de acabar con todos nosotros.
Procurábamos ignorar ese dato, vivir sin pensar mucho en ello. Mis hijos y los jóvenes de hoy día no pueden entender cabalmente cómo eso marcó a nuestra generación. Supongo que nuestro estado psicológico durante esos años era más o menos análogo al de los judíos de todos los tiempos. Queriendo pensar que era imposible que nada tan terrible nos pueda pasar a nosotros personalmente, aunque sin nunca olvidar del todo que sin tener nosotros ni arte ni parte, el desastre podía caer sobre nuestras cabezas en cualquier momento.
Quizá tenga algo de parecido, lo que sienten los jóvenes hoy día cuando ven que sobre su generación se cierne la probabilidad —tal vez certeza— de una debacle climática que puede acabar si no con la humanidad entera, por lo menos con la civilización. Procuramos ignorar el dato, vivir como si no fuese cierto… Pero es imposible olvidarlo del todo.
Voy a suponer que no faltarán lectores/lectoras de este blog que quieran leer esta novela de Follett, que he visto a la venta —muy promocionada— por todas partes. Así que procuraré no contar aquí nada que no se adivine desde el propio prólogo del libro, donde el autor cuenta cómo, mientras investigaba para escribir su novela sobre la 1ª Guerra Mundial (La caída de los gigantes, 2010), le llamó la atención que nadie quería esa guerra. Los eventos parecieron cobrar vida propia a raíz del asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria, y nadie sabía como frenarlos. Y de inmediato, entonces, Follett nos trae a nuestros propios días.
Aunque nadie hoy amenaza a nadie con armas nucleares como cuando la Guerra Fría, esas armas siguen estando ahí; buena parte de ellas en manos de regímenes autoritarios que no responden a ninguna voluntad popular.
Una verdad profética
En 1978 hubo un Congreso Mundial Menonita en Kansas, EEUU. Recuerdo que alguien hizo circular un folletín, tal vez no era más que una carta abierta, que venía a ser unos pocos párrafos proféticos acerca de realidades espirituales que era fácil olvidar cuando vivíamos ensombrecidos por la amenaza nuclear de la Guerra Fría.
Lo que venían a decir era, más o menos, según lo recuerdo, que el destino de la humanidad, las realidades de guerra o paz, vida o muerte de la humanidad, no obedecían al capricho de unos pocos señores —políticos y militares— que pensaban ser ellos los que lo decidían.
Dios nos ha dicho ya, hace miles de años según la Biblia, que la humanidad acabará destruida por nuestros pecados. No a diluvio como en los días de Noé, sino a fuego. («Fuego» que bien podía ser un holocausto nuclear, por qué no.) Pero el único que tiene potestad para decidir el cuándo y el cómo es el Señor, nuestro Creador y nuestro Salvador. Los hombres se jactan de su poder, se creen quién para controlar el futuro de la humanidad. Pero se engañan. «El día del Señor» se conoce así en la Biblia porque es el Señor quien decide qué día será. Nadie puede adelantarlo ni por una sola hora, ni frenarlo y atrasarlo un solo minuto.
El destino de la humanidad está en las manos de Dios. Y esto vale para la generación de mis hijos y nietos, cuando padecéis pesadillas por el desastre climático que se nos echa encima. Y vale también para este mundo peligroso también por la presencia de armamento nuclear en las manos de unos pocos políticos y militares. Este mundo, esta civilización, esta humanidad, hasta la vida en el planeta Tierra, no son ni serán eternos. Todo lo que somos y tenemos y hemos logrado la humanidad, tiene sus días contados. Pero quien los ha contado es Dios. Quien determina el día y la hora es Dios.
Esto puede sonar a amenaza y apocalipsis por la ira terrible del Señor. Pero también, curiosamente, puede funcionar como consolación y ánimo y refugio mental y espiritual, por cuanto conocemos personalmente la calidad e inmensidad del amor de Dios, que nos tiene a cada cual como hijo o hija, preciosos personal e individualmente ante él.
No conocemos el futuro. Podemos informarnos de algunos de los peligros que corremos. Podemos, por lo menos los que vivimos en democracia, intentar influir en las decisiones que puedan empeorar o mejorar nuestras perspectivas de futuro. Pero no nos engañemos. El destino de la humanidad hay Uno solo que lo controla. En sus manos bien está, y a su buena voluntad nos encomendamos; en sus brazos seguros estamos.
Por muy oscuro que pinte el mañana.