23 de septiembre de 2021 • Lectura: 6 min.
Foto publicitaria de la serie El reino
Mi esposa y yo acabamos de ver la serie argentina El reino (Netflix), que va de un pastor evangélico que acaba como candidato a la presidencia del país.
No voy a hacer una crítica de la serie, que me pareció muy bien conseguida y tiene méritos importantes como entretenimiento. Los guionistas está claro que han investigado el movimiento evangélico y asistido a reuniones, pero sin enterarse de lo que han visto e investigado. Superficialmente todo es perfectamente verosímil, pero ningún evangélico va a sentir que han representado verazmente nuestra fe. Me recuerda a las caricaturas habituales del catolicismo como viene, por ejemplo, en la serie The Young Pope (HBO). Así entretienen, enganchan, con personajes creíbles… Pero en absoluto han de entenderse como reflejo de la realidad del cristianismo. Si acaso, sí representan verazmente la sospecha ampliamente difundida hoy día, de que el cristianismo es moralmente corrupto, malo para la salud mental y malo para la sociedad.
Lo que quiero detenerme a comentar es esto último, la idea de que el cristianismo sea malo para la sociedad y en particular, terrible para la política.
Casualmente hoy he leído Jeremías 23 que vuelve, ya tardíamente varias generaciones después, sobre un tema que ya había ocupado a Elías: la confusión entre el Señor Dios de Israel, y Baal.
La prohibición de pronunciar en vano el nombre Yahvé, que derivó rápidamente en costumbre de no pronunciarlo nunca, al final creó inesperadamente una confusión comprensible. Para evitar pronunciar el Nombre, se dio en decir Adonai, «mi Señor», recurriendo al término secular adón, «señor». Pero baal también es un término secular, y es sinónimo exacto de adón: también significa «señor». (Baal hasta es verbo: «ser señor, dominar, ser esposo». ¡En hebreo una mujer casada está «embaalada»!)
¿Qué más natural, entonces, que imaginar que «el Señor» Adonai (Yahvé), es la misma deidad que «el Señor» Baal? Con la belleza de que «mi Baal» podía significar «mi Dios» y a la vez «mi marido», una expresión de afecto matrimonial que los profetas también atribuyeron a Yahvé. Según los relatos bíblicos, ya desde las primeras generaciones al instalarse en la Tierra Prometida, los israelitas empezaron a confundir ambas deidades: adoraban, amaban y servían a Baal sin darse cuenta que fuera otra devoción diferente que la que profesaban a Adonai (Yahvé).
El rey Saúl, por ejemplo, que Samuel ungió por ser «conforme al corazón de Dios», puso el sufijo Baal al nombre de alguno de sus hijos; mientras que al de otro (Jonatán), el prefijo Yeho. Algún copista de los textos sagrados, horrorizado, acabaría cambiando el sufijo Baal por boshet (vergüenza), y así figura hasta hoy.
El Salmo 18 es el único del entorno de David que la crónica de su reino le atribuye directamente. Las descripciones de la actividad salvadora de Dios que trae el salmo, me hacen sospechar que es un antiguo salmo cananeo (o israelita) a Baal, reconfigurado ahora para Yahvé. Porque la confusión entre ambos no exige que se nombre a Baal. Basta con atribuir a Yahvé los atributos y la forma de actuar que son propios de Baal.
Yo creo que es así como una gran multitud de los cristianos de todas las generaciones también ha confundido adorar, amar y servir a Baal, con el culto al Dios y Padre de Jesucristo.
Veamos los atributos que los cananeos (y por consiguiente también los israelitas que le profesaban devoción) atribuían a Baal. El Señor (es decir Baal) era en primer lugar el dios de las tormentas y de la lluvia. De él dimanaba, entonces, la fertilidad de la tierra. Palestina/Israel se parece mucho a la península ibérica: goza de lluvias suficientes para la agricultura, pero no todos los años. Los años de sequía eran una amenaza constante. De ahí la importancia que tenía allí el dios de la lluvia. Las tormentas, sin embargo, son caprichosas y con cierta frecuencia de una violencia terrible, destruyendo la mies con inundaciones o granizadas. Este aspecto violento hacía de Baal el dios natural de la guerra, versión human de violencia demencial y desproporcionada.
La religión de Israel atribuía al Señor Yahvé, sin embargo, ser el que manda la lluvia oportuna a su tiempo. «La ira de Dios» era también conocida como tormentosa en Israel. La frase «Jehová de los ejércitos» indicaba que el Señor capitaneaba las guerras sagradas, cuya característica principal era no dejar ningún sobreviviente ni humano ni animal: todos ellos consagrados al Señor (es decir, a muerte violenta).
Aquí también está clara, entonces, la influencia del baalismo en la religión hebrea.
Elías se levantó contra los adoradores de Baal para denunciar que el auténtico Dios de lluvia y tormenta era Yahvé; pero al matar a cuatrocientos profetas de Baal en el monte Carmelo, demostró que sus nociones de cómo es Dios tenían más de violencia demencial a lo Baal, que de conocimiento del Dios y Padre de Jesus y los apóstoles. Elías salió espantado de ahí, y huyendo a pie tuvo dos encuentros con Dios que le ayudaron a enderezar sus ideas. Primero conoció la providencia del Señor, que sin armas ni violencia se valió de unas aves para alimentarlo con pan. Después, en el monte Horeb, descubrió que Dios no será hallado ni en el viento huracanado ni en el incendio destructor, sino en «un silbido apacible» que solo se manifiesta desde la quietud interior.
Esto sí es reconocible como el Dios que amaron y sirvieron Jesús y los apóstoles. En cierta ocasión algunos discípulos de Jesús quisieron exterminar con fuego del cielo —«como Elías», dijeron— a una población que no recibió a Jesús. Jesús les recriminó que «¡No sabéis de qué espíritu sois!».
Poco después de Pentecostés los apóstoles tuvieron que hacer frente al intento de un matrimonio, Ananías y Safira, de hacerse pasar por más generosos que lo que eran. Pedro los fulminó muertos con una maldición. Lo curioso es que no vuelve a suceder nada ni remotamente parecido. Aunque no lo pone, se deduce claramente que los apóstoles recapacitaron y oraron, y llegaron a la conclusión de que no es así —con maldiciones y mortandad— como se ha de infundir disciplina a la Iglesia.
A partir de ahí el testimonio del Nuevo Testamento es clarísimo que la disciplina ha de conseguirse con amor, paciencia, benignidad, bondad, amabilidad, ternura, apelaciones a la buena voluntad y las mejores aspiraciones de los oyentes, aguantar desaires y faltas de respeto… Así es el Espíritu Santo del Señor, que no se parece en absoluto a Baal.
Esto me trae entonces a la cuestión de la candidatura de un pastor evangélico a la presidencia de un país. En la serie El reino, el discurso del pastor candidato está lleno de expresiones de bendición, dar gloria a Cristo, restaurar los valores morales decaídos. Aunque sin llegar necesariamente al extremo de querer ungir un pastor evangélico como presidente, la tentación del poder político está siempre presente entre los cristianos. Pareciera sernos instintivo. Y también solemos escudarnos en que nuestra meta es traer la bendición del Señor a nuestras naciones, aunque sea por la fuerza y obligando.
Esto es lo que a mí me parece culto a Baal. Es las ansias de controlar la conducta de la ciudadanía desde arriba, desde el poder, teniendo en las manos la fuerza estatal y amenaza de castigos violentos —leyes, policía, ejércitos— para obligar a todo el mundo a comportarse «como Dios manda». Se prefiere así un «Jehová de los ejércitos» al estilo de Baal, antes que el sacrificio personal hasta el martirio, la humildad y sencillez de corazón, al estilo de Jesús. Se rechaza así servir al prójimo desde abajo, desde el «sin poder y sin sabiduría», como dice Pablo que presentó él el evangelio a los corintios.
Los evangélicos denunciamos instintivamente los atropellos de la Inquisición y el poder persecutorio de las autoridades católicas a lo largo de los siglos. Pero pareciéramos denunciarlo por envidia, más que por rechazar en principio recurrir al poder para imponer valores y espiritualidad.
Es asombrosa la capacidad para la transigencia con el mal que manifestamos los cristianos cuando nos autoconvencemos de que nuestra finalidad última es «bendecir».