1 de septiembre de 2021 • Lectura: 4 min.
Por la infinita misericordia de Dios, por fin ha concluido la agresión occidental en Afganistán. Bienintencionada, desde luego, proponiéndose acabar con un nido del terrorismo y traer derechos humanos y avances sociales y tecnológicos a la población. Pero en cualquier caso guerra de intolerancia occidental de los valores y las rancias costumbres de un país que ni los británicos ni los rusos ayer, ni ahora los americanos y sus aliados, parecen haber acabado de comprender antes de invadir.
Algunos cristianos, notablemente estadounidenses pero seguramente de otras latitudes también, veían la presencia de tropas occidentales como garantía para el libre ejercicio de la evangelización. No era fácil —al contrario, notablemente peligroso— evangelizar en Afganistán; pero al menos la proximidad de soldados occidentales podía dar una cierta sensación de protección aunque precaria.
Por supuesto que la iniciativa por llevar el evangelio de Jesucristo a cada rincón de la Tierra es loable. No tan loable, sin embargo, la tendencia a escudarse en la presencia de ejércitos, como ha sucedido tradicionalmente desde la Conquista del Caribe y América, y hasta las misiones europeas y norteamericanas en Asia y África desde el siglo XVIII. Una tendencia que no hacía más que actualizar la forma como se produjo la evangelización de muchas de las tribus de Europa en los siglos del declive romano y albores de la Edad Media.
Porque, sí, en efecto, la conversión forzosa de todo un grupo social por presiones militares o por decisión del rey, fue una de las maneras más habituales de cristianización de la población europea.
De la superficialidad de ese presunto auge de la fe cristiana da fe un ejemplo asiático, curiosamente. El cristianismo llegó a la China en diversas oportunidades; la primera vez tan temprano como el siglo VII d.C. Más o menos promovido por el emperador chino de turno, los cambios dinásticos posteriores trajeron como consecuencia la persecución y desaparición del cristianismo chino.
En honor a la verdad, hay que reconocer que la China nos da también un excelente ejemplo de lo contrario. El cristianismo volvió a entrar, esta vez de la mano del poderío británico y la «Guerra del Opio» con que en el siglo XIX los ingleses consiguieron asegurar un mercado chino para la droga que traficaban desde la India. Esta vez, sin embargo el cristianismo consiguió arraigar. Y en el siglo XX las décadas de persecución bajo el régimen comunista no hicieron más que afianzarlo y fortalecerlo como nunca antes, hasta que hoy día son seguramente más los cristianos realmente practicantes chinos, que los que quedamos en Europa.
Y sin embargo es de rigor observar que el éxito del cristianismo chino se debe infinitamente más a la resistencia y fe de los cristianos chinos para aguantar la dura persecución, que al apoyo militar con que contaron los misioneros occidentales allí en el siglo XIX.
Volviendo a Afganistán, ahora empieza lo bueno. Cerradas las puertas —si es que alguna vez de verdad se abrieron— a la evangelización por parte de misiones occidentales, si el cristianismo sobrevive y medra allí tendrá que ser por la capacidad de los cristianos naturales del país para aguantar la persecución. En la medida que lo consigan, surgirá un auténtico cristianismo afgano, forjado de lágrimas, sangre y martirio, que nos inspirará a todos los que seguimos al Señor Jesús.
Si llegan misioneros que sean eficaces para traer el evangelio a Afganistán, ya no serán de Occidente. Vendrán de la China y de la India, de Indonesia y Vietnam; donde los cristianos saben lo que es aguantar dura represión y persecución hasta el martirio. Cristianos asiáticos que puede que hasta comprenden mejor que nosotros los occidentales, el misterio y la salvación de una religión que a fin de cuentas es también asiática desde sus raíces y en su médula.
¿Y qué nos toca a nosotros, entonces? ¿Hay algo que podamos hacer desde estas otras latitudes para promover el cristianismo en Afganistán, una vez que los ejércitos que nos eran más o menos simpatizantes se han retirado?
Nos queda algo que hacer, pero que sin duda va un poco a la contra de lo que solemos entender que significa «hacer algo»: la oración. Quizá, hasta que no dejen de escocer los años de presencia militar occidental, los duros años de guerra robotizada perpetrada con drones desde el aire, con los millares de civiles que se cobró como «víctimas colaterales», no nos quede nada más que aportar que nuestras oraciones.
Pero hay que reflexionar que apoyar con oraciones no es lo mismo que «no hacer nada». ¡Es uno de los actos más poderosos al alcance del ser humano! Es una pena lo rápido que se nos olvida, lo fácil que es dejar de hacerlo porque nos resulta más natural el activismo que la oración.