25 de junio de 2021 • Lectura: 7 min.
Foto: Connie Bentson
Algunas personas sienten con relativa facilidad la presencia, el amor y el acompañamiento de Dios, mientras que para otros seguir al Señor es difícil porque van tanteando a ciegas, sin nunca «ver» al Señor en su fuero interior.
Para algunos la cuestión del Espíritu Santo es evidente, hasta fácil. Hablar en lenguas, por ejemplo, sucede con tanta naturalidad que es cosa de rutina. Para otros el Espíritu Santo es un misterio del que conocen la teología —que es una de las personas de la Trinidad— pero que nunca los ha «tocado» en persona. Hablar en lenguas, por ejemplo, es algo por lo que han recibido oración e imposición de manos reiteradamente, pero que jamás han conseguido.
La Biblia cuenta que Moisés hablaba con Dios como quien habla cara a cara con un amigo. Hablaba con Dios y sentía que Dios le escuchaba y hasta le contestaba. El rey Saúl en dos ocasiones iba tan tranquilamente a lo suyo cuando se encontró con un grupo de profetas; cayó sobre él el espíritu de profecía, y se puso a profetizar con ellos. Tan impropio de él era eso, que quedó el refrán en Israel: «¿Está Saúl también entre los profetas?», para expresar sorpresa cuando alguien demostraba una habilidad insospechada.
Por lo menos tan frecuente como eso, sin embargo, está lo contrario. No hablo aquí de lo que los místicos llaman «la noche oscura del alma», que es cuando una persona que normalmente siente con mucha intensidad a Dios, deja de sentirlo. Tales personas saben lo que es sentir a Dios, y aunque por ahora les falte, se pueden ceñir al recuerdo de lo sentido en el pasado y la esperanza de recuperarlo.
Pero por otra parte, es inolvidable la novelita de Unamuno sobre un cura que todos tenían por santo, pero que sin embargo era incapaz de creer lo que predicaba((Miguel de Unamuno, San Manuel Bueno, mártir.)). Sospecho que la imposibilidad de sentir a Dios no es nada infrecuente. Ahí está la Madre Teresa de Calcuta, que entregó su vida entera a Dios y a los pobres de la India, pero por mucho que lo buscase no conseguía sentir a Dios. A pesar de ello y como se le conocen milagros después de muerta, ha sido canonizada como santa de la Iglesia Católica.
He visto también caer bajo el influjo de personalidades humanas tan fuertes y manipuladoras, que consiguen que hasta el más incrédulo «sienta a Dios» y se emocione o se arrepienta y experimente manifestaciones de exaltación espiritual. Pero que cuando se rompe ese vínculo humano manipulador, las personas acaban más descreídas que nunca. Con lo cual observo que los sentimientos son engañosos. Ni son fiables para confirmarnos que Dios exista, ni tampoco la ausencia de sentimiento y emoción y lágrimas puede demostrar lo contrario: que Dios no exista o que Dios no nos ame ni se interese en nosotros.
Al final la cuestión de sentimientos sospecho que es posible que tenga mucho más que ver con la psicología interior del individuo, que con la presencia o no del Señor. Tal vez tenga algún componente genético de predisposición, o responda a factores del desarrollo emocional de la persona, o a la riqueza o no de su vida interior e imaginación. Yo ni lo he estudiado ni lo sé; solo expreso suposiciones que me hago.
Sin fe no hay fe
Me parece a mí que la fe solo se vive como fe. Ya lo dijo el apóstol: lo que vemos no exige fe. Desde el momento que «sentimos» a Dios la fe es superflua; porque las evidencias —por lo menos en el ámbito psicológico interior— están ahí, están presentes.
Puedo intentar explicar cómo lo vivo yo. En mi adolescencia llegó a parecerme absurdo imaginar que, por puro azar de la familia en que nací, yo, precisamente, había recibido el conocimiento del Dios verdadero, mientras que otros miles de millones de personas no. ¿Y si lo que creían mis padres no fuera cierto? Sin embargo decidí que la vida sin el Dios de mis padres carecía de interés para mí. Me parecía algo yermo y estéril. Desde entonces he procurado vivir como si Dios existiese. He calculado que en el peor de los casos viviría engañado toda la vida, pero ¡bendito engaño! Y en el mejor de los casos, Dios hasta existe y sus promesas son verdad.
Viviendo en coherencia con esa resolución, las «señales» han ido apareciendo a lo largo de la vida, y también el sentir y la confirmación interior de la Presencia de Dios.
Lo que yo puedo experimentar, entonces, como un sentimiento abrasador de la Presencia de Dios que me puede conmover hasta las lágrimas, no deja nunca de empezar con fe que tiene mucho más de testarudez mía que de presencia de Dios. Si Dios existe, está en todas partes en todo momento. Está «presente» aunque no lo sienta. Lo único que puede variar es el punto hasta el que yo estoy dispuesto a seguirle el juego a la fe. Es decir, tengo que convencerme a mí mismo que creo.
—¡Pero no! —protestará más de uno—. ¿Acaso no es la fe un don de Dios, un don del Espíritu?
Sí, claro. También. Pero me parece que por lo menos en mi caso, exige cierto grado de consentimiento o complicidad o predisposición. Aunque lo experimento como algo que me viene «de arriba» o de fuera de mí, estoy bastante seguro que Dios no es un violador espiritual, y que antes de «tocarnos» y derramar sobre nosotros su amor, primero se asegura de contar con consentimiento. «El no es no» —se recrimina a los abusadores sexuales— y tengo claro que donde no hay permiso, Dios no va a abusar.
Sin fidelidad no es fe
Muchas veces, en mi predicación y mis escritos, he insistido que un mismo vocablo griego en el Nuevo Testamento, pístis, admite ser traducido como «fe» y como «fidelidad». A mí me resulta muy interesante explorar ese aspecto de fidelidad que es propio de la fe. Porque hasta el punto que la fe sea cuestión de ideas y convicciones, y más todavía cuando es cuestión de sentimientos y emoción, me parece que es fácil distraerse sin seguir de verdad a Jesús.
Fidelidad es —entre otras cosas— esa determinación tozuda a seguir en los caminos del Señor aunque llenos de dudas, como la Madre Teresa o como el cura del cuento de Unamuno. Fidelidad es escoger este camino que nos trazó Jesús para dedicarnos a Dios. Y al prójimo. Como si los amásemos con todo el corazón, como a uno mismo. Quien no ama al hermano —observó el apóstol— a quien puede ver, ¿cómo puede pensar que sea posible estar amando a Dios, a quien no puede ver?
Sí, uno puede sentirse sobrecogido por un intensísimo sentimiento de amor a Dios, el sentimentalismo de su «presencia». Pero no deja eso de ser un fenómeno psicológico interior, que solamente vale para algo si es que trae consecuencias prácticas de santidad y de solidaridad con el prójimo.
Mi consejo para cualquiera que «no siente nada» en relación con Dios, entonces, sería que se olvide de sentimentalismos superficiales. Que se dedique a servir a Dios y a la iglesia y al prójimo como si fuese la persona con la más rica interioridad espiritual. Que ruegue a Dios en oración obtener la fuerza interior para vivir como Jesús enseñó a vivir, y tratar al prójimo como Jesús nos trató a nosotros.
Entonces, así como la experiencia humana de enamoramiento suele pasarnos inesperadamente, así como todo padre o madre no acaba de entender cómo es posible sentir tantísima ternura por su bebé sin habérselo propuesto, en el momento oportuno sentirá lo que sea necesario sentir en relación con Dios.
En mi experiencia, siempre que me centro en mi interior, vacío la mente de otras cosas y me «abro» a Aquel que mora aquí en mí, siento una honda paz y serenidad que para mí es lo que interpreto como «sentir a Dios». Esa misma paz y serenidad en la meditación, otros no me cabe duda que la interpretarán en términos perfectamente seculares, sin referirse en absoluto a Dios. No me importa. En cuanto a mí, yo siempre lo viviré como un encuentro con Dios.
Luego también, cuando menos me lo espero, a veces siento emociones fuertes. Puedo llorar de emoción con una película o una novela… pero normalmente es porque me pilla desprevenido. Y algo así me pasa también con Dios, que cuando menos me lo espero eleva mi espíritu. Puedo estar cantando el mismo corito que el domingo pasado y que entonces no me afectaba en absoluto, pero hoy me baña las mejillas con lágrimas.
No porque me haya propuesto: «Ahora me voy a emocionar. Con esta peli pienso llorar. Con este salmo caeré de rodillas impactado por el Señor». A mí, por lo menos, no me funciona así.
¡Hay tantas cosas más que se podrían decir! Tal vez quieras tú añadir alguna idea en la sección de comentarios.
👋