18 de junio de 2021 • Lectura: 7 min.
Foto: Connie Bentson
En abril alguien((Gracias, David Galán García.)) me sugirió que escribiera sobre la oración, prácticas propias de una vida espiritual, y el papel del Espíritu Santo en nuestro andar diario. Hoy quiero por fin apuntar algunas ideas sobre ello.
Lo primero y lo más esencial que quiero decir, es que me parece que cada persona acaba descubriendo a su manera cómo relacionarse él o ella con Dios. La relación con Dios es como cualquier otra relación; hay puntos en común entre todas las relaciones personales humanas, pero a la vez, cada relación es única, especial e irrepetible.
Hay sin duda prácticas universalmente sanas para la relación interpersonal, como el respeto mutuo, la disposición a expresar lo que de verdad uno siente y la capacidad de escuchar con atención e interés al otro. A la vez, cada relación es una exploración mutua, todo un universo a descubrir, algo que nadie sabe de antemano adónde puede conducir. Y lo que a mí me «funciona» en relación con Dios, es posible que a ti no; y viceversa.
Dios es persona. Mejor dicho es un ente personal como lo somos los seres humanos. Lo que descubrieron los autores de la Biblia es que podemos tratar con Dios de maneras más o menos análogas a como tratamos con otras personas. En el Antiguo Testamento la analogía que se vivió como más apropiada era la relación entre súbdito y soberano, o entre esclavo y amo. Dios manda y el ser humano obedece. Dios es superior y el ser humano se humilla y postra y adora, desde una inferioridad abyecta.
Hay sin embargo asomos ya en el Antiguo Testamento de cierta elasticidad en ese planteamiento.
Jacob lucha toda una noche con «un hombre» en Peniel y no se rinde hasta que sale herido y transformado por la experiencia. A mí siempre me ha parecido que esa noche de Jacob es la primera vez que la Biblia relata una auténtica «conversión». Pero también es destacable que la idea de luchar toda una noche indica un toma y daca de mutualidad y respeto mutuo entre (casi) iguales, muy diferente a la idea de la soberanía absoluta del Señor y la inferioridad abyecta del hombre.
Moisés discute con el Señor en dos o tres ocasiones. La ira del Señor casi lo impulsa a destruir al pueblo de Israel, pero Moisés lo convence de que quedaría en ridículo entre las naciones, que pensarían que Dios no había sido capaz de cumplir con lo que había prometido, ni de gobernar a su pueblo. El relato dice que Dios se arrepiente entonces de lo que pensaba hacer. La idea de un Dios arrepentido es desde luego sorprendente y chocante, e indica una relación bastante personal, de diálogo y escucha mutua entre Moisés y Dios.
Nuestras relaciones son siempre fluidas y cambiantes. Mi relación con mi esposa, con mis hijos, con mis nietos, no es igual que lo que fue hace años; mi relación con mis padres no era igual en sus días finales como en mis días primeros. Evolucionamos de mi dependencia absoluta de sus cuidados, a depender ellos de mis muestras de afecto y apoyo en su creciente debilidad y fragilidad al acercarse su muerte.
A lo largo del tiempo cada cual va descubriendo sobre la marcha nuevas necesidades propias y del otro en la relación. Vamos aprendiendo continuamente lo que supone esa relación para cada una de las partes. Por analogía —y las analogías de relación son inevitables y útiles— yo voy aprendiendo con cada día que pasa lo que necesita Dios de mí. Pero Dios también aprende cada día lo que necesito yo de él, que nunca es lo mismo. Si nuestra relación no se ha estancado —y sí, sabemos que hay relaciones que se estancan— esto supone una evolución o maduración continua en mi relación con Dios. Y suya conmigo.
Analogías de relación de familia
Se notará que en estos últimos párrafos me remito a las relaciones en familia. Y es que a partir de Jesús la Biblia nos empieza a proponer la idea de Dios como Padre, casi se diría que más que como soberano o amo. El Nuevo Testamento nos llama amigos de Jesús y hermanos de Jesús. La intimidad e intensidad de las relaciones en familia pasan ahora a ser la analogía más directa para nuestra relación con Dios. Aquí es también legítimo concebir de Dios como Madre, que no solo como Padre, por cuanto Dios carece de género biológico. De hecho, en el texto de Juan donde dice que Jesús es el Hijo unigénito de Dios, sería perfectamente apropiado traducir la expresión griega con las palabras Hijo único parido de Dios.
Según cómo son nuestras relaciones con amigos íntimos, con hermanos, con padre o madre, tal vez con una abuela con quien uno pueda tener especial confianza, la intimidad de relación personal con Dios tal vez se asemeje más, para una persona en particular, a una de esas relaciones; mientras que para otra persona, a otra relación. Tal vez si yo tratase a Dios de yayo o abuelito, vendría a indicar algo parecido a cuando otro tratase a Dios de tata o hermana. Mientras que para otro tal vez lo más apropiado siga siendo, como para el apóstol Pablo, pensar en Dios como Abba o Papi.
Seguramente hasta sería apropiada la analogía de la relación de esposa o esposo. Excluyendo, por supuesto, la relación sexual, aunque no necesariamente la intensidad «orgásmica» de ciertas experiencias místicas.
Y como decía, cualquiera de estas relaciones son relaciones en flujo y evolución constante, donde cada experiencia y cada conversación o confrontación, cada distanciamiento y reconciliación, transforman y renuevan lo que supone esa relación.
Por cierto, es necesario observar que toda relación —la relación con Dios también— pasa por etapas de aridez y esterilidad, con bastante más de ignorarnos uno al otro que de intensidad emocional.
Somos incapaces de sostener una intensidad emocional permanente. Para nuestra constitución humana, un estado permanente de intensidad emocional desembocaría en locura. Dios nos ha dotado de algo así como un fusible o interruptor automático que a las personas cuerdas nos impide un grado obsesivo y exaltado de intensidad emocional continua y permanente. En cualquier relación, si no nos salta ese interruptor automático, acabaremos necesitando ayuda psiquiátrica.
Así que en nuestras relaciones —y en la relación con Dios también— hay una cierta oscilación entre momentos especialmente intensos y otros de bastante sosiego y costumbre. Esto último no significa amar menos a Dios; es lo que supone amarle a largo plazo, para toda la vida.
La oración. El Espíritu Santo
Por último, ya que se me ha propuesto que toque en ello también, unas líneas sobre la oración, y sobre lo que pinta el Espíritu Santo en todo esto.
Hablar a Dios y escuchar a Dios —hablar con Dios— es un símil que se emplea desde siempre para expresar uno de los elementos esenciales de la relación con Dios. Supongo que todos hemos experimentado diferentes maneras de contarle nuestras cosas a Dios y expresarle nuestra admiración y afecto. A veces en silencio con el pensamiento, otras veces en voz alta, otras sin palabras ni siquiera imaginadas sino en una especie de quietud interior de comunión con Dios. Para no pocos, esto toma a veces la forma de vocablos sin sentido evidente, «hablar en lenguas». Supongo también que todos tenemos experiencias de «oír» a Dios, intuir en nuestro interior su guía, su amor, su consolación o su estímulo a las buenas obras a favor del prójimo.
Según la lengua castellana, «orar» y «rezar» es pronunciar en voz alta. Entonces lo demás probablemente sería más correcto calificarlo de «meditación». Pero en relación con Dios, solemos concebirlo todo como oración.
Esto me trae a la cuestión del Espíritu Santo. El Espíritu o Aliento o Viento de Dios está presente en toda la Biblia, desde la creación del universo hasta la inspiración profética y otras formas de especial inspiración divina. Estar «lleno del Espíritu Santo» o verse «bautizado por —es decir inmerso en— el Espíritu Santo» son expresiones que intentan describir un sobrecogimiento especial, un desbordamiento sensorial a veces, hondísima paz interior otras, cuando nos sabemos en maravillosa comunión con Dios. Como si Dios respirase sobre nosotros su aliento, desde sus pulmones figurados, bañándonos a la vez que llenándonos con influencia divina.
Llenos del Espíritu Santo, nos descubrimos capacitados extraordinariamente para representar a Dios con palabras y actos que de tan maravillosos, acaban teniendo la consideración de milagro. Ese Espíritu o Aliento o Viento de Dios se manifiesta de diferentes maneras, que cuando para un individuo resultan más o menos típicas, solemos considerarlas «dones» del Espíritu. Me parece puro milagro, por ejemplo, descubrir que mis palabras resulten útiles y de edificación para mis oyentes y lectores. Como no me atrevo a atribuirme ningún mérito en ello, lo más natural para mí es considerarlo sencillamente un «don de enseñanza» espiritual, que no sería en ningún caso para beneficio mío sino del prójimo, y la gloria para Dios.
Supongo que algo parecido les pasa a los que Dios usa para curaciones y otras formas «milagrosas» de influir en el ámbito material por virtud del Espíritu.
Para uno mismo, sin embargo, mucho más importante que los dones del Espíritu, es la comunión con Dios que tenemos. Esa Presencia interior, en lo más hondo del ser, que siempre está ahí cuando la buscamos. Paz en las tormentas de la vida, consolación en tiempos de duelo, esperanza cuando las circunstancias indicarían desesperar, inquietud y desasosiego cuando violamos nuestra conciencia y hacemos lo que sabemos que está mal. Es nuestro Norte.
Dios en nosotros, en nuestro interior. Una llama como la del piloto de un calefactor a gas: pequeña e insignificante normalmente, pero nunca se apaga y en cualquier momento puede encender un fuego que calentará la casa entera.
Muy inspirador.