Obediencia y gracia divina

19 de abril de 2021  •  Lectura: 7 min.
Foto de época: Soldados argentinos

En mi entrada anterior relaté el recuerdo de cómo una proporción importante de mi generación en EEUU resistimos —cada cual como supo— contra la Guerra de Vietnam. Conté, además, cómo me sentí divinamente protegido de pagar las consecuencias de cárcel que probablemente me esperaban.

Parte de esa experiencia consistió para mí en una profunda agudización de mi relación con el Espíritu Santo. Yo era de naturaleza tímida, más bien timorato, frente a la agresión. Recuerdo que en la niñez los chicos de menor estatura que yo procuraban pelear conmigo, porque mi resistencia a recurrir a las artes de pelear, los hacían parecer tanto más valientes y triunfantes por pegarme aunque yo fuera más grande.

Sabía que el entorno de la cárcel, donde con toda probabilidad acabaría si las cosas se desarrollaban como parecía, es muy crudo y muy violento. Recuerdo que una noche me quedé desvelado tratando de imaginar cómo reaccionaría yo si alguien en la cárcel se dispusiera a violarme.

Al final decidí que recurriría a la únicas armas con que me sentía cómodo, que eran las armas del Espíritu. Decidí que si me encontrase en una situación así, me pondría a orar en voz alta pidiendo a Dios que tuviera compasión de esa persona, que derramase sobre él salvación y gracia y perdón, que le diera el gozo de conocer y reconocer su Presencia. Me imaginé que al escucharme pronunciar oración y bendiciones de esa índole, era muy fácil que se le pasasen las ganas. Y que si no, de todas maneras, saberme yo mismo lleno del Espíritu en esas circunstancias me reconfortaría y fortalecería, y me protegería de quedar traumatizado.

Leí en 1 Corintios 14, que Pablo exhorta a todo el mundo procurar profetizar, porque quien profetiza edifica a todos los oyentes, mientras que quien ora en lenguas solamente se edifica a sí mismo. Me hice la reflexión, sin embargo, de que en las duras condiciones de la cárcel, yo iba a necesitar mucho de un don del Espíritu que me edificase, precisamente, a mí mismo. Así que pedí al Espíritu el don de lenguas con ese fin, y me descubrí balbuceando sonidos ininteligibles, mágicos, maravillosos, que me sonaban a hebreo o algún otro idioma exótico.

¡Dios mío, qué subidón espiritual! Dios se sentía tan cerca que casi como que se podía palpar con las manos. A partir de ese día me ejercité mucho en adorar a Dios con estas «lenguas angelicales», y así iba fortaleciendo mi espíritu para lo que fuera que Dios permitiese.

Yo había leído a Jesús decir, en los evangelios, que todo aquel que quisiera seguirle habíamos de tomar nuestra cruz cada día. Tenía perfectamente asumido que la cárcel sería mi cruz por abrazar el camino de Jesús de resistir contra el mal en todas sus formas. En mi caso y en esas circunstancias, el mal tomaba la forma de la guerra internacional, contra la que resistía como podía.

Llegué así a Argentina en febrero de 1972, bastante harto de la vida en EEUU y deseando regresar a las raíces de mi niñez y adolescencia. Sin saberlo, como relaté en mi entrada anterior, había eludido por una semana mi arresto en Norteamérica.

Otro país, volver a obedecer a Dios

Durante mi primer año de estudios universitarios en EEUU cumplí 18 años. Hice entonces el viaje a Chicago, donde se encontraba el consulado más próximo de Argentina, y allí me dieron mi Libreta de enrolamiento para el servicio militar, además de concederme una prórroga mientras estudiaba en el extranjero.

Desde entonces se habían radicalizado mis ideas contra el ejercicio de las armas de este mundo, pero en mi decisión de regresar a Argentina, en ningún momento tuve en consideración que esa prórroga del servicio militar vencía con mi regreso. Si estaba dispuesto a ir a la cárcel en EEUU, también lo estaba en Argentina.

Pasado algún tiempo de mi regreso, me citaron para una revisión médica previa a mi incorporación a filas. Me hice la fantasía de que si había algún componente psicológico de ese examen, yo lo tenía fácil, porque podía alegar perfectamente que no era apto psicológicamente para llevar armas.

El médico militar me recibió con amabilidad y sonrisa en su despacho, y empezó a quejarse de lo mal pagados que estaban. Me informó que los médicos estaban recogiendo donativos para sus necesidades. Me di cuenta que aquello era una petición descarada de coima, que es como en Argentina se conocía el soborno. Pregunté, por curiosidad, de cuánto dinero estábamos hablando. Me dijo una cifra. Le contesté amablemente que no iba a hacer esa contribución. De inmediato se le mudó la cara. Tomó en la mano una pluma, rellenó el formulario, y me declaró «apto para todo servicio». Ese fue mi examen médico. Podía haber estado ciego o manco, diabético o infartado, lo mismo daba.

Y ahí se esfumaron mis fantasías de alegar inaptitud psicológica para las armas.

Cuando me citaron para acudir a Buenos Aires para incorporarme a filas, redacté un extenso escrito —diez folios a máquina— argumentando detalladamente desde los evangelios y las epístolas por qué, en tanto que discípulo de Jesús, mis armas son espirituales y no carnales. Alegué que mi deber, llamamiento y privilegio era perdonar, y devolver bien por mal y bendición por maldición.

En mi iglesia en Bragado todo el mundo estaba al tanto de la cuestión, por supuesto. Y en toda la denominación. Aunque la Iglesia Menonita de Argentina asumía en teoría la no violencia y el rechazo de las armas, como es propio de esta tradición evangélica, sin embargo nunca nadie había rechazado hacer el servicio militar.

A algunos chicos yo les preguntaba:

—Pero ¿por qué vas a hacer la colimba (el servicio militar)? ¿No sabés que Jesús manda amar hasta al enemigo? ¿Qué clase de amor sería ese que empuña un arma de muerte?

—Es que hay que hacerlo. No tengo elección.

—Sí que tenés elección. Podés decir que no e ir a la cárcel.

Se me quedaban mirando como si les hablase en chino.

Se sabía de Testigos de Jehová que se negaban a hacer el servicio militar y eran condenados a tres años de cárcel. Cuando salían de la cárcel eran llamados a filas otra vez; y si se negaban, eran condenados a otros tres años. Presumiblemente seguirían así hasta superar la edad militar.

Según se aproximaba el día cuando debía presentarme, mucha gente me comunicó que estaban orando por mí. Oraban por mí en Argentina, naturalmente, pero también en Uruguay, y en Estados Unidos y Canadá.

Viajé un día antes a Buenos Aires, y me alojé en casa del Delbert y Ruth Erb, que me recibieron con mucho cariño. Esa tarde se celebró una reunión especial de oración en la iglesia de Floresta, en la capital, a la que asistí. Me reconfortaron mucho y dieron mucha fuerza interior sus oraciones.

En casa de los Erb, la mañana siguiente, me senté al piano y empecé a tocar y cantar himnos de alabanza y entrega al Señor. Tenía mucho miedo y a la vez mucha paz.

Llegó la hora de tomar el colectivo (autobús urbano). El viaje por las calles de Buenos Aires se me hizo eterno. Quería que todo acabase de una vez. Quería saber qué sería de mí: si para mal o si para mucho peor.

Me presento, por fin, y en la puerta explico que me habían citado para incorporarme a filas. Me mandan a un mostrador de recepción. Le explico al chico uniformado que atendía ahí, que venía para dar la cara, pero que mi condición de discípulo de Jesús me impedía tomar las armas. Dicho lo cual le entregué mis diez folios de argumentación bíblica. Viéndolo perplejo, le indiqué las conclusiones al final que resumían mis argumentos. En síntesis, que no iba a hacer el servicio militar.

Naturalmente, el pobre no sabía por donde había que tomar eso y se alejó con mis papeles en mano. Vi que llegaba donde un escritorio, supongo que donde estaría su superior inmediato. Hablaron un rato, estudiando aquello y las conclusiones de la última página. De ahí los dos se dirigieron a otra mesa, más al fondo de la sala, y lo mismo. Entonces los tres, llevando mi escrito, salen por una puerta y me quedo esperando un buen rato.

Al final vuelven todos a sus puestos mirándome y meneando la cabeza. El chico con que había hablado me dijo:

—Acá nadie sabe qué hacer con vos. Estate piola (quédate tranquilo), que te vamos a dejar volver a casa mientras ven qué van a hacer. Eso sí, tenés que dejar acá tu pasaporte.

—Pero es que en Navidad quiero ir a Uruguay. Mis padres viven en Montevideo.

—Bueno, pasate por acá antes, que te lo damos con tal de que lo traigas cuando vuelvas.

Y así fue pasando el tiempo. Nunca me volvieron a llamar. El segundo año cuando quise ir a Montevideo, me devolvieron el pasaporte y la libreta de enrolamiento. Me dijeron:

—No vuelvas más. Te han dado una excepción por seminarista. Es lo que dan a los que van a ser curas.

Yo me eché a reír:

—¡Pero si no soy seminarista ni pienso meterme a cura!

Él también se rió, nos dimos la mano, y así acabó el asunto.

Epílogo: Años más tarde llegamos mi familia a España, donde el Señor nos ha tenido desde entonces sirviendo a la iglesia. En diversas ocasiones a lo largo de los años, me he cruzado con personas que recuerdan haber leído en una revista evangélica española, aquello que escribí para presentar a las autoridades argentinas.

Tengo un recuerdo francamente borroso de tal vez haber autorizado esa publicación, por petición de Juan Driver. Gracias a Dios, parece ser que fue una aportación a un cierto fermento en las iglesias evangélicas españolas, que participaban así en el caldo de cultivo que llevó al reconocimiento (Art. 30 de la Constitución de 1978) del derecho a la objeción de conciencia al servicio militar.

1 comentario en «Obediencia y gracia divina»

  1. Gracias Dionisio por este testimonio tan edificante. Dios recompensa la fidelidad de aquellos que perseveran en los momentos más duros.

    Un abrazo.

    Responder

Deja un comentario