10 de marzo de 2021 • Lectura: 7 min.
Foto: Connie Bentson
La cuestión de la profecía es un tema que ya he tratado varias otras veces, aunque me parece que no en este blog. A veces tengo la sensación de repetirme; pero sospecho que los lectores de este blog ni han leído ni recuerdan todo lo que he puesto a lo largo de mis muchos años de escribir.
Si vuelvo al tema ahora, es porque es noticia en estos primeros meses de 2021, que aunque algunos profetas evangélicos en EEUU han reconocido que se equivocaron cuando declararon —en el nombre de Dios— que Trump ganaría las elecciones del año pasado, otros muchos siguen sin arrepentirse. Porfían que Dios habló; y que por tanto Trump sigue siendo el presidente legítimo de EEUU. Ahora. En marzo de 2021. Dos meses después de haber jurado el cargo el presidente Biden. Es, para ellos, una cuestión de fe. ¿Qué voy a creer? ¿Lo que me dijo Dios, o las mentiras que cuentan los medios de comunicación?
El ridículo al que estos «profetas» someten a todos los cristianos evangélicos de bien (no solo en EEUU sino en toda la esfera del mundo) me impulsa a volver a hacer algunas puntualizaciones aquí, una vez más.
Hace muchos años tuve la temeridad de escribir un libro sobre «el diablo y los demonios según la Biblia».
Recuerdo que en cierta conversación estaba contando lo que había escrito, y la persona me preguntó cuánta experiencia tenía yo con el ministerio de exorcismos. Le dije que a mi entender he luchado contra el mal —por consiguiente, contra el diablo— en todo mi ministerio. Sin embargo, lo que se entiende normalmente como exorcismo, no es ni de lejos típico de mi actividad. Me miró no recuerdo si con pena o incredulidad, y comentó que tal vez convendría tener experiencia personal antes de haber escrito el libro. Fin de la conversación.
Algo así me pasará seguramente con estos renglones a continuación. Son contadísimas las ocasiones cuando he pronunciado una adivinación sobre el futuro, convencido de que Dios me lo había revelado. Y sin embargo me considero un profeta en el sentido que dice Pablo, cuando define la profecía en 1 Cor 14,3: «La persona que profetiza, habla a la gente para construir, consolar, y animar». También podríamos traducir que habla —o escribe, si viene al caso— «para edificar, exhortar y alentar».
No todo el que profetiza, entonces, adivina, vaticina, o predice el futuro. Así como no todo el que dice estar anunciando lo que va a pasar, está profetizando en el sentido que le da aquí el apóstol Pablo.
La Biblia reconoce también el don de la adivinación del futuro. Para los «videntes» o «profetas» en ese sentido, existe una clara advertencia que tal vez hagamos mal en ignorar. El profeta verdadero, en ese sentido de predecir lo que va a suceder, se distingue del falso en que lo que predice se cumple. Moisés manda la pena de muerte para el profeta cuyas predicciones no se cumplen. Si ese mandamiento se obedeciese, acabaríamos pronto con los que alegan que Dios les ha dicho lo que va a pasar. Sin ir más lejos, acabarían muertos casi todos los profetas evangélicos de la política en EEUU.
Lejos esté de mí defender la pena capital para nadie. Eso sí, el mandamiento nos indica la gravedad de la cuestión. A todos los efecto, viene a ser una infracción del segundo de los diez mandamiento: «No pronunciarás en vano el nombre del Señor tu Dios». ¿Qué ejemplo más claro puede haber de utilizar en vano el nombre de Dios, que este, de atribuir a Dios mismo algo que me he inventado yo?
Tenemos también el problema contrario, de que muchas veces se cumple lo que cualquiera puede anunciar que va a pasar. Cualquiera puede intuir temprano que un matrimonio va a fracasar, por ejemplo, o que determinadas políticas van a conducir a un vuelco electoral que cambie el gobierno. No es que Dios se lo haya dicho; aunque bien pudiera alegar eso, proclamarlo «en el nombre de Dios», y salir airoso cuando se cumple. Así que acertar una predicción tampoco ofrece tantas garantías como el texto bíblico parece sostener.
Curiosamente, y a la inversa, algunos de los profetas más insignes de la Biblia parecen haberse equivocado cuando pronunciaban predicciones en nombre de Dios sobre acontecimientos políticos. Aquí el ejemplo más ilustrativo de lo que hay en juego lo tenemos en el libro de Jonás. Jonás se resiste a ir a profetizar a los asirios de Nínive —el enemigo que arrasaría Israel y acabaría con su independencia—. Jonás no quiere saber nada de profetizarles, porque sabe que Dios es misericordioso, y que no es descabellado imaginar que acabará perdonando aunque ahora tenga determinado castigar.
Al final no tiene más remedio que ir, de mala gana, para anunciar el juicio divino. Eso sí, se cuida muy bien de dar a entender que acaso sea posible arrepentirse y obtener perdón. Pero sin embargo toda la ciudad se arrepiente y el enfado de Jonás es mayúsculo, porque Dios perdona. Ha pasado todo lo contrario a lo que Dios le había mandado decir que pasaría, y Jonás ha hecho el ridículo.
Hay una cuestión de fondo aquí, por la que ni siquiera Dios puede ver claramente nada más que la diversidad de posibilidades que ofrece el futuro. Porque si el futuro está ya establecido, si es cosa fija e inamovible, resulta que Dios ya no es libre de decidir cambiarlo. Un futuro fijo, que por tanto se pudiera conocer de antemano, convierte a Dios en un autómata que solamente puede hacer, decir y decidir lo que ya está establecido de antemano. No tendría ningún sentido interceder, arrepentirse, clamar a Dios. Porque Dios ya no sería libre de intervenir en respuesta a nuestras oraciones.
No solo pasaría eso con Dios. También con nosotros, que perderíamos esa capacidad de decisión personal que es el patrimonio con que fuimos creados «a imagen y semejanza de Dios».
Si ya no podemos decidir si obedecer o desobedecer, por cuanto eso ya se sabe de antemano, entonces ya no tienen sentido ni el castigo ni la recompensa. ¿Qué sentido tendría castigar o recompensar lo inevitable?
Esto nos indica que la cuestión de fondo de la profecía bíblica no es nunca el futuro sino el presente, cuando se pronuncia la profecía.
Hecha la profecía, quedan por delante varias posibilidades. Si se vaticina un mal, por ejemplo, los destinatarios de la profecía pueden seguir tal cual, y en ese caso la profecía se cumplirá. Pero si los destinatarios entienden cuál ha sido su pecado, se arrepienten, cambian de actitud y vida, es muy posible que Dios retire su juicio de condenación, que perdone. O tal vez haya arrepentimiento y Dios perdone, pero el desastre anunciado no tenga ya marcha atrás. O pueden cambiar las circunstancias de una infinidad de otras maneras, anulando la predicción.
En cualquiera de los casos, la finalidad de la profecía que vaticina el futuro no es ni el fatalismo, ni la posibilidad de manipular a Dios con nuestras lágrimas, sino el llamamiento a una vida de integridad en relación con Dios. El quid de la cuestión es siempre esa cuestión de integridad en relación con Dios en los destinatarios de la profecía.
Lo importante, entonces, no es el futuro que se predice, sino pronunciar cómo ve Dios nuestro presente. Profetiza quien declara qué opina Dios de lo que está pasando.
Hay también, por consiguiente, profecías que vaticinan un cambio de las tornas, para consolar y alentar a los que hoy sufren, los que hoy son víctima de grandes males y maldades. Y una vez más, aunque sea cierto en muchos casos —en otros no— predecir que a la postre vendrán días de consolación y felicidad, lo que de verdad importa es que los destinatarios de la profecía reciban hoy consolación y fuerzas para seguir adelante. Hoy cuando sufren, que es cuando necesitan recibir esas palabras de aliento.
Aunque con esto también ha habido mucha metedura de pata bien intencionada. Naturalmente sería muy consolador saber que un ser querido que hoy agoniza, se curará. Si fuera cierto. Pero ¿de qué sirve decir algo así «con fe, para la gloria de Dios», y que después no se cumpla? Los buenos deseos y las buenas intenciones no es lo mismo que revelación divina; y quien no tenga clara la diferencia, acabará fomentando la incredulidad (cuando no se cumple) aunque piensa estar promoviendo la fe.
Hablar en el nombre de Dios no es cosa ligera. Mucho me temo que algunos que se ven a sí mismos como profetas ungidos por el Espíritu, han perdido «el temor de Dios» que es «el principio de la sabiduría». Hablan sus propias ocurrencias, porque piensan haber comprobado que hacerlo no les trae consecuencias. Sin embargo los demás podemos observar la consecuencia nefasta de que sin saberlo, se han vuelto «falsos profetas», esa figura tan denostada a lo largo de todo el Antiguo Testamento.
En 1 Cor 14, Pablo anima a todos los creyentes procurar la profecía por encima de cualquier otro don del Espíritu. Es decir que todos debemos cultivar la capacidad de escuchar a Dios, y dar palabras de edificación, consolación y estímulo para los que nos oyen. Esto solamente sería difícil —que no lo es— si para ello fuera necesario poder predecir lo que va a pasar.
Procuremos todos profetizar, entonces, para lo cual no hace falta conocer el futuro.