23 de febrero de 2020 • Lectura: 7 min.
Es más o menos habitual definir el cristianismo como «la religión del Libro». Normalmente esto se alega en paralelo con el judaísmo y el islam, que serían las tres religiones cuya orientación esencial viene de su adhesión a un libro: La Biblia Hebrea (Antiguo Testamento cristiano), La Santa Biblia (dos Testamentos), El Corán.
Hace varias décadas, oí a Juan Driver decir que sería más justo describir el cristianismo, por lo menos el del Nuevo Testamento, como «la comunidad del Espíritu». Los escritos sagrados seguían siendo importantes, pero lo esencial en aquellas primeras células de creyentes cristianos, era la experiencia en común de haber recibido el Espíritu Santo. Era el Espíritu quien les daba la guía esencial; guía que incluía, entre otras cosas, la propia capacidad para entender e interpretar correctamente las Escrituras.
Y que, notablemente, hacía que entre ellos «el amor abunde más y más», «hasta alcanzar la plenitud de Cristo». Ese Cristo que más que estar en el cielo, estaba aquí abajo en «su cuerpo, la iglesia». En efecto lo que distingue el cristianismo no sería ser una religión, sino ser una comunidad.
Hace varias semanas leí un libro de psicología social: Jonathan Haidt, 2012, The Righteous Mind: Why Good People Are Divided by Politics and Religion (La mente de rectitud. Por qué la política y la religión generan división). A continuación apunto algunas reflexiones acerca de la esencia y experiencia de comunidad cristiana, a la luz de algo que he aprendido al leer este texto de psicología social.
El autor sostiene que somos «90 % chimpancé, 10 % abeja». El chimpancé es un animal medianamente social, que vive en agrupaciones donde el macho alfa hace más o menos lo que quiere, porque intimida a los demás miembros del grupo. Presta algún servicio al grupo, ya que por su fuerza y violencia es también el protector natural del grupo si sufre alguna agresión externa. Pero la fuerza bruta no es bastante, ya que si se muestra demasiado agresivo con los miembros del propio grupo, varios individuos pueden aliarse momentáneamente para matarlo. Estos serían unos primeros asomos de «moralidad»: el sentido de agravio e injusticia que puede unir a individuos dispares en una causa común.
Por genética los humanos, que compartimos casi todo el ADN con los chimpancés, seríamos —según Haidt— 90 % chimpancé. Nuestro sentido de moral es interesado. Aceptamos la autoridad, incluso ciertos niveles de autoritarismo, siempre que sintamos que estamos recibiendo algo a cambio. Pertenecemos a un gran entramado colectivo social porque esto nos beneficia personalmente, en particular. La vida social aporta una inmensidad de ventajas a la vida del individuo. Y aunque un cúmulo inaceptable y continuo de injusticias nos puede transformar en revolucionarios, normalmente seguiremos prefiriendo vivir en sociedad antes que aislados.
La abeja tiene otra dinámica diferente de cohesión. Las integrantes de la colmena actúan como un solo organismo —la colmena— donde cada individuo cumple su función, aunque en determinado momento esa función sea morir clavando su aguijón en un enemigo común. Se diría que la abeja individual no decide sacrificarse, sino que la colmena sacrifica algunas de sus abejas para poder sobrevivir.
Haidt propone que en determinadas situaciones, los seres humanos podemos experimentar, temporal y excepcionalmente, un estado alterado donde adoptamos un comportamiento propio de colmena, no de individuos. Ese sería el «10 % abeja» propio de la humanidad. Ciertas crisis provocan un altruismo excepcional, una capacidad de sacrificarlo todo —hasta la propia vida— por el bien común. En esas circunstancias no es que nos entregaríamos, como las abejas de una misma colmena, exclusivamente por otros humanos estrechamente emparentados. Si se dan las condiciones adecuadas, somos capaces de sacrificarnos hasta la muerte por cualquier otro que aceptamos como parte de nuestro colectivo social, nuestra comunidad esencial.
Hay ritos y rituales, según Haidt, que pueden provocarnos ese estado alterado, el de pertenecer a una colmena humana. Los ejércitos griegos y romanos gozaban de cierta ventaja por su manera de marchar en fila, marcando el paso. Algo que a la postre han imitado todos los ejércitos del mundo. Ese movimiento rítmico en común lleva a la gente a un estado exaltado de ser parte de un Todo, que es más que los individuos que lo componen.
La expresión francesa esprit de corps señala este sentimiento especial de pertenencia a un cuerpo militar, donde la propia identidad del individuo se disuelve en una identidad superior. Inspirados por ese espíritu se lucha más encarnizadamente, más coordinadamente, más eficazmente, que cuando batalla un montón de guerreros individuales.
Los soldados, según se ha estudiado, no es tanto que den la vida por la patria o por causas partidistas en abstracto, aunque fuera por esos ideales que hayan sido reclutados. Si a la hora de la verdad están dispuestos a dar la vida, es por sus compañeros, por ese cuerpo militar al que pertenecen, compuesto por individuos con quienes han compartido marchas forzadas, peligros y batallas, rancho, y experiencias diversas.
Su «yo» se ha disuelto, gracias al ritual militar, en un Algo superior.
Algo así se vive en los mítines políticos, en los conciertos de música popular y baile… y en las iglesias con culto al estilo de concierto, con música a volumen elevado donde la congregación salta con movimientos rítmicos —o danza espiritual— al ritmo de la música, donde nos perdemos en el éxtasis de pertenencia a un Algo mucho más grande que la triste individualidad personal.
Algo de esto pasa también sin duda con otros tipos de liturgia. La belleza del ritual, la repetición enteramente previsible semana tras semana, año tras año, va generando un sentimiento exaltado de pertenencia. ¡Cuántos ortodoxos y católicos, después de explorar durante una época la espiritualidad evangélica, han regresado al seno de su iglesia de origen, porque echaban a faltar ese fundamento sólido, esa cimentación y sosiego existencial, que les proveía la liturgia con que se nutrieron desde la niñez!
Las sectas y los grupos cristianos minoritarios —que como los menonitas, empezamos con la consideración de secta aunque ahora se nos acepte como denominación respetable— también suelen compartir ese sentimiento exaltado de comunión, de comunidad, de colmena. Viene de haber compartido tantos padecimientos y martirios en común. Sus almas están soldadas unas a otras —y todas entregadas incondicionalmente a Dios— por la marginalidad de su existencia como grupo perseguido. Como los comunistas de hace un siglo, que se reconocían unos a otros como camaradas frente a la persecución política que padecían, los cristianos perseguidos se reconocen unos a otros como hermanos, imitando en esto la iglesia del Nuevo Testamento.
Entre los menonitas, curiosamente, ese trato mutuo habitual de hermano, hermana, desapareció a mediados del siglo XX, cuando adquirimos la respetabilidad de ser una denominación evangélica como cualquier otra. Ya no somos colmena, somos miembros individuales de una misma iglesia. Ahora pertenecemos por los beneficios personales (de «ser salvos» y relacionarnos con Dios, adorar juntos en cultos estéticamente agradables, ayudarnos mutuamente en la educación cristiana de nuestros hijos, etc.) que recibimos de esta adhesión.
Somos más chimpancé, menos abeja. Para lo que es sacrificarse hasta entregar la propia vida por la hermandad, sin embargo, tendría que sobrevenir alguna crisis especial que por el momento no se otea en el horizonte.
O habría que volver a experimentar, como grupo, un derramamiento de «unción» o «avivamiento» o «bautismo del Espíritu Santo» que no se viviera como individuos, sino como «la congregación» o «el pueblo» de Dios.
Muchas iglesias evangélicas han ritualizado el avivamiento como intensísima campaña anual de «evangelismo» (aunque lo que se procura es más bien la renovación espiritual en el grupo) con reuniones diarias durante una o dos semanas. La música, los ritmos, los testimonios, las confesiones de pecado, la emoción y las lágrimas… la liturgia propia de este avivamiento ritualizado, van rompiendo las barreras del «yo» individual, hasta renovar la intensidad de saberse amados por Dios y comprometidos a muerte unos con otros.
Otras iglesias —muy especialmente la católica— consiguen algo parecido en la vida ritualizada de conventos y monasterios: y para los demás, con retiros espirituales, novenas, peregrinaciones, romerías, la Semana Santa… El estruendoso tamboreo rítmico y el paso acompasado de las cofradías en procesión de Semana Santa acaba por convertir al más vil pecador en un devoto —aunque más no sea por unos días— que se sabe parte de un Algo mucho más importante que su triste vida particular.
El nacionalismo resulta especialmente idólatra porque se alimenta de muchas de las mismas fibras morales del ser humano que la religión. Recuerdo que en la niñez en Argentina, con desfiles de escolares que imitaban desfiles militares, con himnos patrióticos y danzas folclóricas y de mil otras maneras, me inculcaron un amor a la patria que solo se puede describir como devoción religiosa. Cantábamos «Aquí está la bandera idolatrada…» y no era símil; era idolatría de verdad.
Voy a poner fin a estas divagaciones volviendo a la importancia de la experiencia vivencial de ser comunidad cristiana.
Estoy seguro que el Creador nos ha dotado de ese «10 % abeja» en la naturaleza humana para que nos solidaricemos mutuamente, seamos de verdad altruistas, alcancemos la virtud de sacrificarnos por el prójimo. El corazón humano no sabe distinguir entre esa entrega por el prójimo, y la más honda y pura devoción a Dios. Resultan ser dos cosas inseparables, dos caras de una misma moneda. Los apóstoles nos dicen que no se puede amar a Dios y darle la espalda al hermano, a la hermana, en su necesidad. Que la fe sin obras es muerta. Que amar a Dios y amar a los hermanos y hermanas es lo mismo.
Muchos grupos prefieren identificarse como «comunidad cristiana», pensando evitar así los prejuicios que provocaría identificarse como «iglesia». Aquellos grupos que de verdad consiguen ser comunidad, han alcanzado algo precioso, sublime, un don del Espíritu.