Amar y pedir perdón
20 de abril de 2020 • Lectura: 7 min.
Foto: Connie Bentson
El otro día por algún motivo me acordé de una película de hace medio siglo, en mi época de estudiante: Love Story, que se difundió en español como Historia de amor.
Una cosa lleva a otra en la cabeza y en la memoria, y recordé la frase que más se popularizó a raíz de esa película: «Amar significa no tener que decir nunca “Perdón”». A mí con veinte años y bisoño en cuestiones del amor, me pareció —como a toda aquella generación, hay que decirlo— una frase muy romántica. Trasmitía la idea de que el perdón se sobreentiende cuando hay amor; que ni falta que hace pedir perdón.
Para mi sorpresa, entonces, cuando me casé, descubrí que el amor es todo lo contrario. El amor supone tener la humildad y sinceridad de reconocerlo cuando uno ha metido la pata. Mientras descubríamos y aprendíamos juntos lo que iba a ser necesario para una convivencia armoniosa y feliz como matrimonio, hubo días cuando me parecía que no paraba de pedir perdón. Como si todo lo que yo hacía y decía ofendía. Por supuesto que tampoco era eso. Pero por mucho afecto y por mucho compromiso e ilusión por forjar juntos un hogar estable que había entre nosotros, el caso es que me casé sin tener ninguna idea de los sueños que mi esposa había idealizado acerca de lo que sería su marido.
Supongo que a ella le pasaba lo mismo conmigo. Pero como duele menos perdonar que pedir perdón, de eso no me acuerdo.
Poco a poco fuimos aprendiendo a llegar a términos de mutuo acuerdo donde ya no nos hacíamos tantas demandas mutuas y por consiguiente había también menos sentirse defraudado o desengañado. Aprendimos a reconocer a la otra persona autonomía e identidad personal única: reconocer que el matrimonio no está para anular a las personas sino para que, sintiéndonos amados y aceptados, florezcamos en aquellos rasgos individuales con que nos dotó el Creador.
Aprendimos también que pedir perdón y perdonar es de las cosas más sanadoras que puede haber en una relación de amor. Que pedir perdón y perdonar bendice.
El perdón nunca se da por sobreentendido, porque eso nos robaría de la necesaria oportunidad para expresar que nos damos cuenta que hemos defraudado u ofendido, y expresar el sincero lamento y la sincera intención de aprender y mejorar; no repetir infinitamente conductas y actitudes y formas de expresarnos que hacen daño y ofenden.
Cuando no se pide perdón se nos roba también de la oportunidad de expresar la realidad del perdón. Necesitamos uno mismo pronunciar el perdón, con palabras que sellan en nuestro propio interior la realidad del perdón. Y necesitamos oír de la otra persona que hemos sido perdonados. Necesitamos oír esas palabras, que nos producen un alivio inmenso y nos animan y estimulan a seguir mejorando.
Necesitamos, además, pronunciar y oír pronunciar palabras de perdón más allá de los reproches. Siempre habrá lugar para reproches, que es como la otra persona se entera que ha ofendido. Pero siempre tiene que haber lugar también para un último paso después de los reproches. Tiene que llegar el momento para esas palabras de perdón que comunican: «He oído que te das por enterado/enterada que esto me ha dolido; y que lo lamentas sinceramente. Te creo. Estoy dispuesto/dispuesta a dejar esto en el pasado. No será un estorbo en nuestra relación».
Esto está muy bien para la relación de pareja, para la relación de padres e hijos, las relaciones de amistad, en comunidad cristiana, donde sea. Pero creo que tiene que ver también con nuestra relación con Dios.
No creo que pueda haber una relación sincera de amor entre Dios y nosotros, sin ese pedir y pronunciar perdón.
Como yo en mi juventud y falto de experiencia, Dios al principio de la Biblia parece poco experto en la cuestión de cómo es que funciona al amor. Parece ignorar el perdón como elemento esencial en una relación de afecto. Parece pensar que podía crear seres a su imagen y semejanza, concederles libre albedrío, a continuación imponer una serie de normas y reglas y mandamientos que exigen obediencia incondicional —entre ellos el mandamiento de amarle— y que todo va a funcionar perfectamente.
Pues no. No funciona así. Esos seres «como Dios», con libre albedrío, normalmente estarán contentos de seguir las reglas, pero de vez en cuando se las van a saltar. Si quieres una relación filial de verdad, una relación entre «iguales» (porque como «iguales» los has creado), entonces de vez en cuando van a querer actuar por iniciativa propia, experimentar, probar frutos prohibidos, charlar con una serpiente y seguirle la corriente. Y entonces aunque tu primer instinto divino sea matarlos por ingratos, vas a acabar teniendo que aprender a perdonar. Si de verdad hay una relación de amor, el amor significa que nosotros vamos a tener que pedir perdón muchas veces, y que Dios va a tener que decir «Te perdono», «Os perdono».
Según progresa el relato bíblico vemos cada vez más larga la paciencia de Dios, más inmensa su capacidad de perdonar. En la generación de Noé podía matar de golpe a toda la humanidad salvando solo a ocho individuos. «¡Bien merecido que se lo tienen!», habrá pensado. Tan merecido que no podía esperar al natural desenlace en muerte de todo ser viviente en esta tierra, unos años de más que a Dios no podían suponerle más que un suspiro, un pestañeo momentáneo. No. Tenían que morir ya, todos de golpe y a la vez.
Y sin embargo inmediatamente después Dios promete no hacer eso nunca más. Se ha dado cuenta que él podía pensar que estaba amando, pero que nosotros la humanidad jamás íbamos a entender algo así como una expresión de amor. No es que pidiera perdón, no en palabras, pero ese compromiso a nunca hacer algo otra vez es parte de lo que supone arrepentirnos y pedir perdón.
Pasan los capítulos de la Biblia y Dios perdona cada vez más, mientras que los seres humanos vamos aprendiendo lo mucho que le defraudan, desilusionan, ofenden y hieren algunas de nuestras actitudes, palabras y conductas. Pedir perdón a Dios se va normalizando como parte de la existencia humana; y perdonarnos él también.
El caso de Jesús, su muerte y resurrección, es quizá el más emblemático de cómo hemos evolucionado nosotros y Dios mismo en la cuestión de ese amor que se expresa pidiendo perdón y perdonando.
La cuestión de la cruz de Cristo tiene por supuesto una riqueza inagotable de significado; y hay en ello muchos aspectos que aquí no voy a tratar. No porque no sean importantes o no interesen; sino por limitarme a lo que sigue:
Jesús, en cuanto ser humano que nos representa a toda la humanidad, al entregarse mansamente a la muerte como criminal bajo un régimen injusto y asesino de opresión colonialista, parece estar levantando a Dios una plegaria de perdón: «Te hemos defraudado y ofendido, Creador nuestro y Dios nuestro. Esta muerte es humanamente una injusticia que clama al cielo; pero ante ti y considerando lo mal que hemos sabido interpretar el papel de hijos tuyos, entregarte la vida así es una expresión máxima de nuestro arrepentimiento». Y en la resurrección Dios expresaría: «Os perdono, humanidad. Es verdad que me habéis desilusionado y que vuestras actitudes y palabras y acciones me ofenden, pero soy incapaz de guardaros rencor eternamente. ¡Vuelva Jesús a la vida como expresión de mi perdón a toda la humanidad!»
Mientras que Jesús en cuanto encarnación de la Deidad, al entregarse mansamente a la muerte como criminal bajo un régimen injusto y asesino de opresión colonialista, parece estarnos implorando que le perdonemos no haber sabido cómo actuar de tal manera que nos supiéramos siempre amados incondicionalmente. La vida humana es dura. Desemboca siempre en muerte. La muerte es muchas veces cruel, dolorosa, trágica. A veces la muerte viene con la desesperación de sabernos vencidos por enemigos implacables, por odios asesinos. Otras veces parece caprichosa: un tsunami, un terremoto, un huracán, una peste, una hambruna. Muerte propia a la vez que ver morir a nuestros seres queridos a nuestro alrededor, sin ninguna esperanza para ninguno de ellos.
Nosotros, en nuestra ingenuidad, esperábamos otra cosa de Dios. En nuestra fe y confianza hemos pensado que porque se lo pedíamos, iba él a cambiar las leyes de la física y la biología, la salud y la muerte, y hacernos una excepción que nos salvara o que salvara a nuestros seres queridos. Dios no puede o no quiere, o sabe que las excepciones son injustas con todos los demás, yo qué sé. Pero tal vez sufre desilusionarnos, le apena y genera angustia y aflicción en su divino ánimo defraudarnos así.
[Sé que esto es espantosamente antropomórfico, pero por cuanto el relato bíblico nos declara creados a su imagen, cierta empatía antropomórfica se me antoja justificada.]
En la cruz, entonces, Dios encarnado en Jesús diría: «Lo siento. Seguiré procurando hacer vuestra vida humana más llevadera, más digna, más bella, más bendecida. Procuraré seguir aprendiendo a ser Dios como vosotros necesitáis que Dios sea en una relación de amor. Entrego mi vida por vosotros, para que por lo menos os sepáis infinitamente amados, sin condiciones».
Y en nuestra determinación a seguir a Cristo, nosotros le expresaríamos perdón: nuestra comprensión, nuestro amor, y nuestra disposición a no dejar que nada se interponga en nuestro propio amor por él. Le estaríamos diciendo: «Por dura que a veces sea esta existencia humana, sin embargo nos parece que sería infinitamente más duro pasarlo solos que en tu Presencia y en tu Compañía. Tu amor nos consuela, nos da esperanza, nos infunde fe en otras realidades más allá de los dolores presentes».
En otras palabras: «Sabemos que tú nos perdonas. Nosotros te perdonamos también. Ven, démonos un abrazo y veamos adónde nos lleva seguir explorando esta relación de amor».