Jesús y los fariseos
6 de abril de 2020 • Lectura: 10 min.
Esta mañana, leyendo Mateo 23, me vuelve a llamar la atención la dureza del rapapolvo que les echa Jesús a los fariseos.
¿Quiénes eran los fariseos, y por qué se observa tanta desconfianza mutua, tanta descalificación mutua, entre ellos y Jesús en los evangelios?
Ruego un poco de paciencia mientras entro a describir lo primero —quiénes eran— para poder explicar mejor el motivo de lo segundo: por qué el conflicto con Jesús.
Los fariseos
En pocas palabras y escribiendo de memoria según lo recuerdo, los fariseos eran una asociación de estudiosos de la Biblia hebrea —en particular la Instrucción de Moisés, el Pentateuco, pero también los Profetas y las Escrituras—.
Los saduceos, es decir la nobleza sacerdotal de Jerusalén, tuvieron poca influencia e importancia una vez destruido el templo, destruida con él su razón de existir. Los fariseos, entonces, dedicados al estudio y la interpretación de la voluntad de Dios expresada en los textos sagrados judíos, fueron quienes tomaron el relevo y encontraron la forma de darle continuidad a la fe y las prácticas judías en un mundo hostil y desprovistos ahora del ritual templario.
La palabra fariseo se deriva comúnmente de términos en hebreo y arameo que significan «apartado, separado», un término de connotación sectaria obvia y que indicaría el énfasis en mantener la pureza del judaísmo como algo diferente al mundo pagano grecorromano.
Yo, sin embargo, siempre he pensado que tiene más sentido atribuir su nombre a un origen persa del movimiento. Jerusalén se fundó por segunda vez en tiempos de preeminencia persa, con inmigrantes provenientes de Persia. Esdras trajo consigo los libros de Moisés desde Persia y una tradición judía le atribuye a Esdras haberlos puesto por escrito, habiéndose conservado de memoria hasta entonces después de la destrucción del primer templo por Nabucodonosor.
Hasta hoy la lengua de Irán se conoce como farsi, es decir «persa», y a mí me parece que por consiguiente atribuir a los fariseos un origen farsi, persa, no es en absoluto fantasioso. Durante más de un milenio y hasta bien entrada la Edad Media en Europa, el principal centro de conocimiento de la Instrucción de Moisés en el mundo judío fue Babilonia, dentro de la zona dominada normalmente por Persia. Hacia el año 500 d. C. el escolasticismo judío desembocó en el Talmud Babilónico, fundamento esencial del judaísmo rabínico hasta hoy. La importancia del judaísmo persa seguía manifestándose.
Los fariseos, entonces, según lo entiendo yo, serían un movimiento de renovación judía proveniente de Persia, que habría llegado a Judea tal vez en los siglos III-I a. C., de dominación griega. Habrían llegado con un énfasis renovado en el estudio de las Sagradas Escrituras, frente a la tendencia saducea a reducir la religión judía al cumplimiento estricto del ritual en el templo.
Hubo rabinos talmúdicos que llegaron a afirmar que si todo Israel cumpliera como es debido aunque fuera una sola vez los mandamientos de guardar el sábado, entonces vendría el Mesías. Es un ejemplo de que explicaban todos los padecimientos del pueblo judío —y en particular la demora de la llegada del Mesías— como reproche divino por la desobediencia de los mandamientos. Su gran énfasis era entonces estudiar, aprender y obedecer los mandamientos.
Pero ya en el Pentateuco vemos que puede existir desobediencia por ignorancia o por descuido, sin darse cuenta. Entonces los rabinos determinaron «levantar un cerco alrededor de la Ley», añadir detalladamente innumerables detalles a lo expresado en los libros sagrados, para evitar esa ignorancia o descuido. Por ejemplo, si la Instrucción divina prohíbe trabajar el día sábado, ellos determinaron que era una transgresión levantar una herramienta. Obviamente, levantar una herramienta podía indicar la intención de usarla para trabajar; o constituiría el acto de limpiar y ordenar el taller, que también sería trabajo. De ahí se dedujo la prohibición de levantar ninguna cosa que pudiera ser utilizada como herramienta.
Los rabinos se dividieron esencialmente en dos escuelas, una más severa que la otra en cuanto a este «cerco alrededor de la Ley»; y el Talmud relata los debates, las diferentes opiniones expresadas, y las decisiones adoptadas.
No pensaban estar inventando nada nuevo. Ellos entendían que Moisés había recibido la Instrucción completa de Dios en el monte Sinaí. Moisés había anotado los lineamientos generales en el Pentateuco, pero había instruido a otros oralmente con la totalidad de la revelación recibida. Desde aquella primera generación hasta que por fin quedó todo cuajado en el Talmud, se había ido trasmitiendo oralmente ese conocimiento de la revelación de Dios a Moisés. Los rabinos, entonces, no pensaban estar inventando nada, sino estar recordando —o intentando aclarar con sus debates— el contenido exacto de los mandamientos divinos.
El conflicto con Jesús
Los evangelios no recuerdan discusiones de Jesús sobre la fe y conducta, con los representantes en Judea y Galilea de la cultura grecorromana. Había tan poco en común entre el judaísmo y el paganismo, que ni falta que hacía discutir.
Luego también, Jesús fue crucificado por Pilato como pretendiente a la corona de un Israel independiente de Roma. Es cierto que hubo movimientos secesionistas en Judea y Galilea, pero nada indica que Jesús encabezara algo así. Su prédica nunca enfatizó la independencia política. En cierta ocasión el evangelio de Juan dice que la multitud quiso hacerle rey, pero Jesús se escondió porque no se fiaba de ellos. El domingo de Ramos la multitud lo aclamó como «hijo de David» —un claro atributo de realeza en Israel— pero aquello no tuvo consecuencias excepto, tal vez, la de venirle de perlas a Pilato para justificar su condena. En fin, como sucedía con los paganos, parece ser que el independentismo político judío no tenía tanto en común con Jesús como para que mereciera la pena debatirlo ni atacarlo.
Con los saduceos —la nobleza sacerdotal hereditaria de Jerusalén— Jesús debate muy mínimamente. Él no era de la tribu de Leví, no era de la casta sacerdotal. Tampoco le impresionó, parece ser, la construcción monumental del templo que había levantado Herodes en Jerusalén. Cumplía con las peregrinaciones, diezmos y sacrificios; predicó en el atrio del templo. Se le recuerda haber atacado el comercio allí que atentaba contra un espíritu de recogimiento y oración. Pero tampoco es que entrara a debatir con los saduceos sobre los pormenores de sus ritos, lo esencial de la religión según ellos.
Pero con los fariseos Jesús tiene enfrentamientos continuos. Y son enfrentamientos sobre lo que para los fariseos —y también para Jesús— era lo más esencial de la fe judía: el cumplimiento de los mandamientos divinos para agradar a Dios y vivir en santidad. Es decir que la intensidad de las críticas mutuas entre Jesús y los fariseos se debe, precisamente, a lo muy parecidos que eran.
En mi opinión, hay más que parecidos. Son claramente corrientes diferentes dentro de un mismo movimiento. El Talmud recoge las diferencias entre la corriente de Hilel y la corriente de Shamai entre los grandes eruditos del judaísmo rabínico heredero del fariseísmo del siglo I d. C. Habría que añadir, entonces, que existió una tercera corriente: la de Jesús y Saulo (Pablo).
En el caso de Pablo, sabemos que hasta el final del libro de Hechos se seguía identificando con toda naturalidad como fariseo, sin por eso poner en cuestión su condición de cristiano. Pablo se identificó, para mayor detalle, como discípulo de Gamaliel, uno de los grandes eruditos de aquella generación de rabinos que recuerda el Talmud.
Además, en Hechos 15 vemos que entre los creyentes cristianos de Jerusalén había fariseos con mucha influencia. Sus argumentos parecían tener mérito, pero al final el testimonio de Pedro los convenció a sumarse a la unanimidad de la decisión de no cargar de exigencias a los cristianos no judíos. Según Gálatas, sin embargo, Pedro seguía considerando natural comportarse cuando se encontraba entre judíos en conformidad con los preceptos de los fariseos. Algo que Pablo le reprochó.
En fin, era perfectamente compatible ser fariseo y también cristiano; y seguramente es así como se sentían Jesús y los apóstoles y la enorme mayoría de los judíos que aceptaron a Jesús como el Mesías prometido por los profetas.
Esa estrecha similitud, sin embargo, esa condición de secta incipiente pero siempre dentro del movimiento fariseo, explica la necesidad de ambas comunidades, de ir marcando las diferencias, trazando las líneas rojas que era imposible para unos y otros cruzar. La gran mayoría de los rabinos judíos consideraron, seguramente, que seguir a Jesús iba a obligarlos a dejar de seguir a Hilel o a Shamai. Algo que no estaban dispuestos a hacer.
Al final el judaísmo fariseo de la generación de Jesús se dividiría en dos: (1) el cristianismo expresado en el Nuevo Testamento y que se fue haciendo cada vez más gentil y menos judío, y (2) el incipiente judaísmo rabínico.
Esa es la tensión que explica las mutuas acusaciones que cruzaban entre sí Jesús y los fariseos según los evangelios.
Consecuencias hasta hoy
Esto tiene un interés mucho más allá que el solamente histórico.
Siempre ha habido entre los cristianos una tendencia muy fuerte al legalismo machacón, al literalismo exagerado para arrancar de los textos bíblicos interpretaciones llenas de prohibición, condenación, y juzgar a aquellos cuya conducta no cuadra con lo que se cree necesario para agradar a Dios.
Jesús fue hondamente criticado porque los fariseos consideraban que hacía demasiada manga ancha, bajaba demasiado el listón de la obediencia a los mandamientos, por ejemplo sobre el día sábado. Cuando él y ellos conseguían dialogar con respeto, era posible ponerse de acuerdo. Por ejemplo, cuando Jesús resumió en dos mandamientos la esencia de todos los mandamientos: amar a Dios y amar al prójimo. Ese mismo resumen fue habitual entre los rabinos también. El problema surgía al entrar a los detalles de cómo se expresa ese amor a Dios, donde los fariseos tal vez veían poco radical a Jesús; o los detalles de cómo se expresa ese amor al prójimo, donde Jesús seguramente consideró poco radicales a los fariseos.
Y sin embargo ese fariseísmo machacón de los pecados del prójimo siempre ha seguido vivo entre nosotros los cristianos. Está en nuestro ADN como movimiento surgido del fariseísmo. Será siempre nuestra primera tentación, delatando claramente de qué raíz hemos brotado.
Estos días he sabido de una hermana que ha sido silenciada por los líderes de su denominación cristiana, porque juzgan que su enseñanza no se ajusta debidamente a lo que ellos entienden que debe ser, en primer lugar, un sometimiento riguroso a su esposo, y en segundo lugar, un sometimiento riguroso a los preceptos del Reino de Dios según se entienden en esa denominación.
Es el ADN fariseo que vuelve a aflorar.
Ha habido desde hace años un impulso entre los cristianos evangélicos en España, por expulsar de la federación que nos aglutina a todos, a una denominación en particular porque no se ciñe a la forma tradicional de atender pastoralmente a personas con identidad sexual «diferente». En teoría ese tipo de cosa debería ser lo que solucionaba organizarnos por separado en agrupaciones denominacionales, cada una con sus doctrinas y prácticas e identidad. Pero resulta difícil reconocer ni tan siquiera ese grado de diferencia: son multitud los que consideran que solamente se puede ser evangélico creyendo y predicando lo que ellos mismos.
Vuelve a aflorar el ADN fariseo.
De esto tenemos sobrada experiencia en la tradición menonita donde comulgo. Aunque hoy día somos muchos los menonitas urbanos e integrados en la sociedad moderna, es de todos conocida la existencia de menonitas harto sectarios en países como México o Paraguay, que en sus comunidades rurales aisladas de la sociedad alrededor, cumplen y hacen cumplir toda una serie de exigencias que harían a Jesús clamar al cielo. Por ejemplo: como Pablo dice que la mujer debe cubrirse la cabeza para orar, pero también insta a «orar sin cesar», es evidente que las mujeres jamás pueden ir por ahí con el pelo al aire. De lo contrario o se autodenuncian que no están orando, o que están orando a cabeza descubierta. ¡Pecadora!
Cualquier fariseo habría estado encantado con la lógica, pero podemos imaginar a Jesús suspirando, desanimado por las torpezas cometidas en su nombre.
Es el ADN fariseo que hemos heredado todos los cristianos. De ahí nacimos y ahí volvemos por instinto.
Y sin embargo Jesús y los apóstoles hilaron fino para predicar la santidad y sana conducta, y a la vez volver siempre al amor y perdón de Dios, y la preeminencia del amor a Dios y al prójimo. Nosotros también, entonces, tenemos que saber resistir el tirón de ese fariseísmo machacón que llevamos dentro, que apaga el espíritu y mata el alma humana.