¿Qué es lo que nos hace humanos?
3 de diciembre de 2019 • Lectura: 10 min.
Imagen: Homo antecessor de Atapuerca, Burgos [reconstrucción a partir de cráneos]
Acabo de leer un libro de Richard Dawkins (Evolución: El mayor espectáculo sobre la Tierra (Espasa Forum, 2009)). Sé que es un autor muy denostado por apologetas evangélicos. Él y ellos parecen vivir en una relación de mutua dependencia: los apologetas para tener contra quién despotricar, y Dawkins para poder ridiculizar la creencia religiosa. Huelga añadir que él es ateo. Uno de sus libros se titula El espejismo de Dios. Algún día tendré que leer ese también, para ver cómo argumenta.
En cuanto a este libro sobre evolución que acabo de leer, sin embargo, tengo que decir que es ricamente informativo y esclarecedor. Escribe para un público general, no para especialistas, lo cual agradezco. Me da la impresión de informarme sin abrumar con todos los detalles particulares de las laboriosas investigaciones de fondo que dan lugar a las conclusiones. Tampoco es que se corte de explicar lo esencial que venga a cuento sobre bioquímica, genética, datación de piedras, física nuclear, o lo que haga falta. Digamos que explica muchísimo más detallada y exactamente que el Museo de la Evolución Humana en Burgos, pero sin tampoco marear al lector o lectora.
Bien es cierto que se mete de vez en cuando con el «creacionismo» y con la fe religiosa en general, pero bastante menos que lo que me esperaba. Tal vez se ha despachado a gusto contra la creencia religiosa en otros escritos y por eso aquí puede dedicarse enteramente al tema de la evolución, sin soltar más que alguna pulla de vez en cuando contra los creacionistas. A mí eso no me ofende. Me considero un discípulo devoto de Jesús y alego que el Espíritu de Dios mora en mí y orienta mi vida, pero entiendo que se impaciente con cierto tipo de oscurantismo. Yo también. A veces los creyentes damos la impresión de ir contra el conocimiento, la ciencia y la sabiduría.
La teoría de la evolución explica que nosotros, la humanidad, no somos el punto final de nada. Somos un estadio intermedio entre lo que fue y lo que será. Dentro de cien mil años nos verán un poco como vemos nosotros hoy a los neandertales.
Esto me trae a mi tema: ¿Qué es lo que nos hace humanos?
Espíritu, alma, animales
En la teología tradicional nos podríamos preguntar en qué punto de la evolución se puede afirmar que nuestros antepasados empezaron a tener «alma». Yo no sé muy bien qué sería el alma aunque sé que hay muchos que sí lo saben —o piensan saberlo— con exactitud. Supongamos que sea algo que tenemos los seres humanos pero no ningún otro ser creado, ni siquiera los homínidos de los que descendemos —pero tampoco los elefantes o los delfines, que tienen un cerebro mayor que el nuestro—. Tal vez, entonces, la pregunta sobre el «alma» sería lo mismo que mi pregunta sobre qué es lo que nos hace humanos.
En la segunda versión sobre la creación que cuenta Génesis, hallaríamos tal vez una respuesta:
El Señor Dios dio forma al ser humano del lodo de la tierra y resolló por su nariz el aliento de vida y fue el ser humano un aliento viviente (Gn 2,7).
Aquí hay varias ambigüedades que dificultan la interpretación. Si es Dios el que resuella por la nariz del muñeco de barro, podríamos entender que en ese acto ha insuflado en el ser humano el «espíritu», esa esencia «espiritual» que tenemos en común Dios, los ángeles, y nosotros. La palabra hebrea empleada aquí no es ruaj, sin embargo, el término que más habitualmente se traduce por «espíritu». El término aquí es néfes, traducido muchas veces como «alma», pero que puede significar aliento o respiración. Es lo que distingue a los animales, que respiran, de las cosas inanimadas. Los seres animales son los que tienen ánima (en castellano antiguo —hoy diríamos alma—) mientras que las cosas inanimadas no.
Así que por una parte no deja claro este versículo quién es el que respira por la nariz del muñeco de barro: si Dios o (más probable) el propio ser moldeado. Y por otra parte podría tratarse de la inspiración de algún elemento de divinidad —o por lo menos el alma como algo que lo diferencia de los animales—. Salvo que la propia palabra empleada indicaría aquello que tenemos en común con los animales y que nos distingue de todo aquello que no respira.
La conclusión, también ambigua, es que el muñeco de barro ahora es un ser viviente. Lo cual puede que encierre también alguna pista. Aunque se entiende que respiran los demás animales que Dios crea, tampoco se especifica de la misma manera que su respiración sea un elemento añadido, posterior a su creación. Así que tal vez ser «un ser viviente» tenga en este caso un sentido único y especial. Tal vez sea una referencia a la vida humana como vida que va más allá de una mera realidad biológica. O no. Quién sabe. Pero me gusta. El propósito de este versículo parecería ser precisamente el de distinguirnos de los (demás) animales.
En todo esto, por cierto, espero que se entienda que a mi juicio no es necesario interpretar los primeros capítulos de Génesis como una relación exacta de cosas que sucedieron. Me parece mucho más natural, una manera mucho más natural de entender estas narraciones, suponer que nos están describiendo así realidades importantes acerca de quién somos y nuestra relación con Dios, con el prójimo, y con el resto de los seres que comparten con nosotros esta Tierra. Es una manera de hablarnos de los aspectos más hondos de nuestra identidad. Tal vez una manera especialmente imaginativa y creativa de abordar la cuestión que estoy queriendo tratar aquí: ¿Qué es lo que nos hace humanos?
La lentitud de la evolución
La evolución, como la describe Dawkins, sería tan lenta que aunque cada ser vivo es único y por consiguiente diferente a sus padres e hijos, nunca nadie dudaría que abuelos, padres e hijos son exactamente la misma especie de ser vivo. Habría muchas más diferencias entre diferentes individuos de una misma generación de una especie, que entre abuelos, padres e hijos. Pero al cabo de muchas generaciones ciertos rasgos se irían estableciendo como típicos, distinguiéndolos de otros rasgos que fueron más típicos antes. La capacidad de sobrevivir alguna enfermedad, por ejemplo, ya que los que no, tenderían a morir sin dejar hijos. Si dejamos transcurrir suficientes generaciones, esas diferencias serían cada vez más notables y numerosas, hasta que los acabaríamos clasificando como dos especies diferentes.
Estamos hablando de muchísimos años. Los seres humanos hemos tenido tiempo para difundirnos por todo el planeta, y para vivir durante miles de años aislados unos de otros —el continente americano, de Eurasia y África—. Aunque hay diferencias superficiales relativamente notables entre nosotros, sin embargo cuando nos «cruzamos» somos fértiles: seguimos siendo la misma especie, infinitamente más parecidos que diferentes.
Desde que aparecimos, sin embargo, hemos eliminado otras especies más diferentes que las diferencias entre los de un continente y otro. De esto trata en mayor detalle otro libro que leí hace algunos años: Chip Walter, El último sobreviviente (Editorial Ariel, 2013). Según se aprende del ADN humano, nuestros antepasados y los neandertales se cruzaron alguna vez —con lo que muchos tenemos algún antepasado neandertal—. Sin embargo las diferencias fueron lo bastante notables como para que se puedan observar cuando se estudian sus esqueletos. Si al final se extinguieron, sería porque padecían de alguna desventaja a pesar de ser más fuertes que nosotros y tener un cerebro más grande y presumiblemente más inteligente.
Se me ocurre que tal vez su enorme intelecto se desperdició en especulaciones místicas y un tradicionalismo tan conservador que ya no supieron adoptar las nuevas tecnologías que íbamos inventando nosotros. O puede que tuviéramos nosotros alguna ventaja particular como cazadores, y los acabamos cazando y comiéndonoslos.
Así que el cruce con neandertales todavía era posible. Pero con otros se ve que ya no. O bien sus descendientes con aquellos rasgos diferentes ya se habían extinguido, o si seguían existiendo cuando se diferenció el linaje nuestro, tal vez los cazamos y nos los comimos como se sigue haciendo con chimpancés y gorilas. El caso es que ahora solamente quedamos nosotros.
¿Pero fueron ellos humanos? Por cuanto era posible cruzarnos —aunque muy infrecuentemente— con los neandertales, sospecho que habría que decir que ellos sí eran humanos y que comérnoslos fue canibalismo. Si retrocedemos en el tiempo y topamos con antepasados con quienes sería imposible ya cruzarnos, pero cuyos ojos nos miran con una inteligencia mayor que la de un perro —digamos que menor inteligencia y desarrollo psíquico y social que un adulto, pero mayor que un niño de cuatro años— ¿eran humanos? ¿Comérnoslos dejaría de ser canibalismo por sus limitaciones de inteligencia y psíquicas y sociales, aunque tal vez pudiéramos conversar con ellos como si fuesen párvulos o discapacitados mentales?
¿Cuánto desarrollo tiene que tener la mente y psicología y sociabilidad de un antepasado claramente superior a un simio pero también claramente inferior a la de un niño de seis o siete años, para que dijéramos: «Esto que tengo delante de mí es una persona, un ser humano»?
Al final es la misma inquietud que nos hace rechazar de cuajo como inmoral y escandaloso el racismo, o programas como el de los nazis por «mejorar la raza» eliminando a discapacitados, a judíos y gitanos, y a homosexuales.
Admitir el misterio, la dimensión sagrada
Es precisamente porque lo que nos hace humanos es tan misterioso, tan imposible de describir con exactitud, que es necesario que lo tengamos también por sagrado.
Y si es sagrado, es especialmente sagrado en aquellos que son humanos de una manera diferente a la «normal».
Los discapacitados mentales y psíquicos nos hacen a casi todos —benditos aquellos que no— un poco incómodos, sin saber exactamente cómo tratarlos. Al final optamos por tratarlos con afecto, por analogía a cómo tratamos a nuestros niños, que tampoco tienen todo el desarrollo intelectual, psíquico o social que los adultos, pero no dudamos en absoluto que son perfectamente humanos.
Algo parecido nos pasa —por lo menos a los de mi generación— con las formas diferentes de expresar la sexualidad humana. Si en el cine o en una serie de televisión veo una escena erótica homosexual o lesbiana me incomoda; confieso que siento incomprensión y hasta rechazo porque me resulta demasiado diferente a lo que me excita a mí.
Si estoy en medio de una cultura con costumbres diferentes, si todo el mundo alrededor mío habla un idioma que no entiendo, si la comida que me sirven y que a ellos tanto parece gustarles a mí me da asco y no sé cómo rechazarla sin ofender… me siento incómodo. No estoy a gusto, no estoy relajado.
Pero la incomodidad con los que no son como yo, por el motivo que sea, no he de interpretarla nunca como una disminución de su humanidad que comparten conmigo. La deshumanización del prójimo es el factor necesario e indispensable sin el cual ninguna guerra sería posible. La deshumanización del prójimo no es nunca aceptable para personas con una moral espiritual.
Y sin embargo la deshumanización del prójimo sucede, las guerras son posibles, y hasta el canibalismo si aprieta lo bastante el hambre. Así que aunque nuestros antepasados fueran capaces de entender que los neandertales eran personas, que no meros animales, sin embargo parece ser que nada hicieron para impedir que se extinguieran. Tal vez, quién sabe, hasta los cazaron y se los comieron.
¿Qué es lo que nos hace humanos?
Llegados a este punto confieso que me es imposible dar con ninguna tecla que supere la inefable sabiduría que nos brinda los primeros capítulos de Génesis. Allí se cuenta, sin explicaciones, que entre toda la creación hemos sido creados nosotros semejantes a Dios. Esto no afirma pero tampoco niega expresamente, por cierto, los mecanismos evolutivos que explica Dawkins sobre cómo nuestra manifestación particular de la vida apareció en la Tierra.
Después de anunciar esa semejanza a Dios, Génesis procede a seguir contando cómo es que somos. Y en esas narraciones a continuación, vemos que somos capaces de enterarnos que Dios nos habla y que nos da mandamientos, y somos capaces de desobedecer esos mandamientos.
Es imposible saberlo, pero sospecho que los demás seres vivos carecen de esa capacidad de oír a Dios y desobedecer sus mandamientos.
Si un león mata no es por crueldad sino porque es carnívoro y sinte hambre. Si un parásito enferma a otros seres vivos no es por crueldad sino porque esa es su naturaleza. Dios no le da mandamientos divinos de que no lo haga. Al contrario, es haciendo enfermar a otros seres como da expresión plena a cómo está hecho. Dios no necesita revelar su divina voluntad a la mosca ni al ciruelo, a la anchoa ni a la bacteria. Harán lo que está en su naturaleza hacer; y eso no tiene ni moral ni religión, en ello no hay ni bien ni mal, no hay ni virtud ni crueldad.
No así nosotros. En nosotros sí hay el obedecer a Dios o no. En nosotros sí hay el comportarnos como adoradores o como blasfemos contra nuestro Creador. Nosotros no sabemos instintivamente cómo hemos de conducirnos. Hemos necesitado que Dios nos enviara al Hijo, sin quien jamás habríamos adivinado cómo llegar a ser nosotros también hijos de Dios.
¿Eran entonces esos antepasados homínidos de hace cientos de miles de años propiamente humanos? Yo entendería, entonces, que si tenían conciencia del bien y del mal, si sabían que era necesario tener compasión pero eran capaces de ser crueles —es decir, si sabían lo que es oír a Dios y desobedecer— sí lo eran. Sí eran humanos. Pero si no tenían necesidad de oír a Dios y no tenían por consiguiente que elegir si obedecer o desobedecer, no.
Bueno, esa es mi opinión, nada más. Otros tendrán por supuesto otras formas de ver la cuestión.