Evolución, creación, y la fe cristiana
22 de octubre de 2019 • Lectura: 5 min.
Foto: Connie Bentson
Hace unas semanas, en una publicación cristiana en lengua inglesa (Mennonite World Review), hubo un debate en torno a un artículo breve que atacaba otro más extenso en otra publicación, que daba testimonio de cómo el autor había conseguido reconciliar su honda fe en el Señor que adoramos, y los descubrimientos científicos de estos últimos siglos [1].
Es interesante que quien escribió esa crítica no pilló ese elemento —el más importante— del artículo que criticaba: el gozo, la satisfacción, de descubrir que no era necesario escoger entre la fe cristiana y la ciencia sobre la evolución. Al contrario, la respuesta entró a defender lo contrario sin referirse directamente a esa cualidad de testimonio en el artículo que atacaba. He observado otras veces esta misma dinámica y siempre me deja un poco triste: alguien da testimonio con gozo sobre lo que está viviendo en su experiencia cristiana, y otro responde con palabras de rechazo porque no cuadra con sus ideas. Lo primero y más fraternal, me parece a mí, sería «regocijarse con los que se regocijan» y reconocer la realidad de ese gozo, para después, tal vez, expresar que eso no encaja con las ideas que uno venía teniendo.
El argumento contrario a los conocimientos adquiridos sobre la evolución adopta el lenguaje y las formas de la ciencia. El autor de esa crítica citaba un círculo estrecho de científicos cristianos que carecen de crédito fuera de su propio ámbito confesional, concretamente el Discovery Institute, y su promoción de la teoría de «diseño inteligente».
«Diseño inteligente» suena como algo que cualquiera que cree que hubo y hay un Creador de todo lo que existe, debería poder afirmar. Si lo que quieren decir fuera solamente que Dios existe y creó los cielos y la tierra y todo lo que en ellos hay, cualquier cristiano firmaríamos. Pero van más allá, tratando de emplear razonamientos científicos para negar las conclusiones de la ciencia. Aunque manejan datos científicos, sus conclusiones no son avaladas por nadie fuera de su propio círculo. Al contrario, en aquellas ocasiones cuando alguien acreditado se digna analizar sus conclusiones, el resultado suele ser desmontar con facilidad sus argumentos.
El desenlace, entonces, es al revés de lo que pretenden. Acaban —sin querer— desprestigiando y dejando en ridículo la noción de la existencia de nuestro Creador.
Entonces obligan a repetir una vez más —y todas las veces que haga falta— que la fe cristiana es fe en Jesucristo y seguimiento de Jesús en vida y obras y entrega por el prójimo en santidad, justicia y devoción a Dios. No fe en determinadas ideas sobre el cómo y el cuándo hayan surgido las especies vivas de este planeta Tierra.
Y obligan a repetir una vez más —y todas las veces que haga falta— que la Biblia no se pronuncia sobre la evolución de las especies. La Biblia no participa ni pretende participar en la investigación científica del origen de la diversidad de las especies, porque el método científico empleado para investigarlo es miles de años posterior a la Biblia.
El método científico se basa en una cadena de observaciones que dan lugar a teorías que procuran explicar esas observaciones. Esas teorías dan lugar a multitud de ensayos e investigación para ver si se desmienten o confirman o modifican sus postulados. Toda esa investigación posterior va generando resultados que van refinando las teorías o sustituyéndolas por otras que explican mejor los resultados de la investigación. Y esas teorías modificadas o nuevas generan a su vez investigación posterior. A nuevos datos, nuevas conclusiones, y así indefinidamente. En el transcurso de todo ello, algunas cosas dejan ya el rango de «teoría» para pasar a ser «hechos ampliamente constatados».
La Biblia, naturalmente, escrita miles de años atrás, no puede ni pretende participar en todo este cúmulo de investigación científica humana. Tampoco tiene sentido imaginar que a Dios le pareciera oportuno «revelar sobrenaturalmente» la respuesta a aquellas cuestiones que la curiosidad humana acabaría investigando miles de años después y valiéndose de la magnífica inteligencia que el Creador nos regaló.
¿Qué utilidad, para mejor amar a Dios y seguir a nuestro Señor Jesús, podría tener conocer el orden exacto en que aparecieron las diferentes formas de vida en esta tierra? ¿Qué contribuye a nuestra disposición a vivir en santidad y justicia, determinar si es cierto o no que las especies vivas evolucionan a lo largo de millones de años?
La evolución de las especies no viene ni afirmada ni negada en la Biblia, entonces. Imaginar que la Biblia tuviera algo que decir al respecto es un despropósito y un anacronismo. Y desde luego si la Biblia pusiese que la evolución no es verdad, sería una afirmación tan imposible de defender como si pusiese que las cosas se caen hacia arriba o que el agua no es necesaria para mantenernos vivos. Hay cosas que como son ciertas, si la Biblia las negara habría que buscar alguna explicación especial, como por ejemplo que se trataría de una visión alegórica sobre realidades espirituales, que no afirmaciones sobre la realidad del mundo material.
Hoy día, desde que se ha descifrado el genoma humano, cualquier tribunal del mundo daría por buena una prueba de paternidad derivada de un estudio de ADN. Ese mismo estudio de ADN nos puede indicar —no a mí, por supuesto, que no soy especialista, sino a los entendidos— hace cuántos miles de años algún antepasado nuestro fue un neandertal. Pero el ADN también indica otros muchos parentescos que datan de hace millones de años, cuando nuestros antepasados no eran propiamente humanos. Empleando términos bíblicos, diríamos que aquello sucedió mucho antes de que el Señor soplase su Espíritu en algún antepasado y su pareja, para hacerlos propiamente humanos.
Es, decíamos, la misma ciencia que se emplea en una prueba de paternidad. Ponerse a alegar que no puede ser verdad, entonces, carece de sentido. Habrá siempre oscurantistas que prefieran aferrarse a «hechos alternativos» frente a los hechos reales que todo el mundo acepta. Pero desde luego no hay nada en la Biblia que obligue a adoptar una posición tan insostenible. Al contrario, quien arrastra la Biblia a su negación de lo que es cierto, no hace más que desprestigiar la Biblia y desprestigiar a los cristianos, que nos vemos obligados a salir a defender que no todos pensamos así.