Colección de lecturas
 

PDF La voz de la sangre de tu hermano

Vino a predicar la paz
por John H. Yoder


He Came Preaching Peace
Copyright © 1985 Herald Press (Scottdale, EEUU)
Traducción: Dionisio Byler, 2006
Reproducido aquí con permiso de Herald Press, que conserva todos los derechos.


Capítulo 5.
La voz de la sangre de tu hermano [1]

Abel fue pastor de ovejas
y Caín labrador.
Al cabo de cierto tiempo Caín ofreció a Yahveh un sacrificio de los frutos de la tierra,
entonces Abel también ofreció un sacrificio de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa.
Yahvé miró con agrado a Abel y su sacrificio,
pero no miró con agrado a Caín y su sacrificio,
y se irritó muchísimo y quedó cabizbajo.
Yahveh dijo a Caín: «¿Por qué estás irritado y cabizbajo?
¿Acaso no deberías levantar la cabeza si tu actitud es correcta?
Pero si tu actitud no es correcta, ¿no está el pecado a la puerta, agazapado como una bestia hambrienta que tienes que amansar?»
Caín dijo a su hermano Abel: «Ven afuera conmigo».
Y cuando estaban en el campo, atacó Caín a su hermano Abel y lo mató.

Yahveh dijo a Caín: «¿Dónde está tu hermano Abel?»

—No lo sé —respondió—.
¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?

—¿Qué has hecho? —preguntó Yahvé—. Escucha la sangre de tu hermano, que clama a mí desde la tierra. Ahora bien: Maldito seas y expulsado lejos de esta tierra que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Cuando labres la tierra, ya no te dará más su fruto. Serás vagabundo y errante en la tierra.

Entonces dijo Caín a Yahveh: «Mi culpa es inaguantable. ¡Mira!: ¡Tú me echas hoy de esta tierra! Tendré que esconderme de tu presencia y ser un vagabundo por la tierra. Cualquiera que me encuentre me matará.»

—En ese caso —respondió Yahveh—, si alguien mata a Caín, lo pagará siete veces.

Entonces Yahveh puso una señal a Caín
para impedir que nadie que se cruzase con él, lo matara.
Caín salió de la presencia de Yahveh y se estableció en el país de Nod, al este de Edén.

Génesis 4,2-16 [2]

Surgen muchas preguntas en torno a esta historia, cosas que nos gustaría saber pero no podemos. ¿Cómo es que se les ocurrió a Caín y Abel la idea de ofrecer sacrificios a Dios? ¿Por qué no aceptó Dios el sacrificio de Caín? Es posible que la razón del rechazo no sea la actitud de Caín, porque no pone que al principio Caín estuviera irritado. Pone que ofreció un sacrificio.

Hay otras cosas más profundas que nos gustaría entender y tal vez podríamos entenderlas, pero que no vienen a cuento para nuestros fines aquí. Los ganaderos y agricultores han sufrido conflictos durante toda la historia de la civilización. Siempre ha habido conflictos entre el campo y la ciudad. Caín abandona la agricultura y funda una ciudad. Sus descendientes trabajarán el metal y serán músicos. Obviamente, al autor de Génesis le pareció que todas estas cosas tenían que ver unas con otras. Pero para nuestros fines aquí, nos limitaremos al tema de la vida y la muerte en este texto.

La historia de la sociedad comienza con el derramamiento de sangre inocente. El ser humano en la historia es por naturaleza víctima y verdugo. En cuanto nos conocemos en sociedad, en cuanto descubrimos que somos animales sociales, sabemos también que somos socialmente culpables. Sabemos que la armonía entre los seres humanos y su medio ambiente ha sido violada. Es desde la tierra que clama la voz de la sangre derramada. La seguridad de la vida personal se encuentra amenazada. Caín se queja de que todos los que le vean querrán asesinarlo. La urbanización —la creación de las ciudades— con sus profesiones representativas de la metalurgia y la música, se representa aquí como la culminación no de la solidaridad humana ni de la reconciliación sino de la separación. La ciudad no nace de que una población pequeña haya crecido poco a poco; es fundada expresamente por un fugitivo. De ello podríamos desarrollar todo un libro sobre la teología de la cultura humana.

Cuando Dios responde al ataque de Caín con­tra la paz reinante en su creación, no es para anunciar un decreto. Tan sólo una pregunta: «¿Dónde está tu hermano?» En el capítulo anterior Adán sintió vergüenza cuando Dios le pregunto acerca de él mismo: «Adán, ¿dónde estas ?» Aquí, Caín pensaba que había conseguido deshacerse de su hermano sin sufrir ninguna consecuencia negativa, en la soledad del campo donde nadie podía enterarse. Pero ahora Dios pregunta acerca del hermano. Adán había respondido echando las culpas a la mujer. El desparpajo de Caín es aun mayor: «¿Acaso soy yo el ganadero del ganadero?» En ambos casos la pregunta divina consigue que la respuesta del culpable ponga de manifiesto su culpabilidad.

Con la pregunta se desvelan los hechos. Dios no aporta ninguna información nueva. Dios se acerca a Caín y los hechos ascienden a su encuentro.

—¿Qué has hecho? —pregunta Yahvé—. Escucha la sangre de tu hermano, que clama a mí desde la tierra. Ahora bien: ¡Maldito seas! Seas expulsado lejos de esta tierra que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano.

La culpabilidad de Caín no es algo que proclama ni evalúa Dios.

Puede que haya aquí algo que debamos aprender. Algunos entre nosotros se manifiestan profundamente preocupados por la «secularización» que vemos en una sociedad que se desenvuelve con muy poco conocimiento ni sentimiento religioso. Nos preguntamos: ¿Cómo es posible oír un mensaje religioso cuando se carece de cultura religiosa? ¿Acaso cabe esperar que los que carecen de la cultura propia de las iglesias de paz se preocupen por las perversidades de la guerra? ¿Acaso cabe esperar que sepan que son pecadores si nadie les informa de las normas que están infringiendo?

Tal vez tengamos aquí una parte de nuestra respuesta. Es cuestión de preguntar a la persona dónde está su hermano o su hermana; su respuesta encerrará una denuncia de su propia culpabilidad. Es cuestión de acercarse a la situación humana, buscando al hermano y a la hermana, y la voz de su sangre clamará desde la tierra en cuanto se pronuncia la pregunta.

No necesitamos una teoría completa de cómo resolver los problemas del racismo. Basta con ver el gueto. Basta con oír la pregunta de Dios: «¿Dónde está tu hermano?» —y te escucharás a ti mismo dar voz a la respuesta de Caín: «¿Acaso es asunto mío?» No era necesario en la década de 1960 tener conocimientos de primera mano de Vietnam, ni saber exactamente como es que Estados Unidos se involucró en el conflicto. Bastaba con preguntar acerca de nuestros hermanos y hermanas y sabíamos que era imposible esconder lo que habíamos hecho.

Cuando Caín ataca a su hermano humano, queda destruida la posibilidad de una sociedad saludable:

«Serás vagabundo y errante en la tierra». Caín responde a Yahveh: «Mi culpa es inaguantable. ¡Mira!: ¡Tú me echas hoy de esta tierra! Tendré que esconderme de tu presencia y ser un vagabundo por la tierra. Cualquiera que me encuentre me matará.»

La posibilidad de una sociedad saludable se ve sustituida por la suerte de una sociedad cimentada en la venganza. Bien es cierto que eso es mejor que nada, mejor que el caos. Leemos que Dios pone una señal a Caín, que permite que continúe la vida, bajo la protección de la amenaza a cualquiera que se atreva a matarlo, que ese acto también será vengado.

Pero es muy fácil que esa venganza se desenfrene. Ese es, de inmediato, el siguiente paso en la narración. Lamec, descendiente de Caín, se jacta de que aunque la promesa para proteger a Caín había sido que siete veces sería vengado, él, Lamec, se ha vengado setenta y siete veces. Una amenaza que debía servir de protección (y que el texto no indica que jamás hubiera que llevarla a cabo) ahora con Lamec es motivo de orgullo desmedido.

¿No es esa nuestra condición hoy día? En nuestra cultura todo el mundo se reserva el derecho a la defensa propia. Tanto en la práctica como en la filosofía moral fundacional de nuestra cultura, es posible plantearse deshacerse de otra persona si esa persona nos está amenazando. Somos muy pocos los que lo hacemos. Pero son muy pocos los que serían incapaces de hacerlo o por lo menos de planteárselo.

A veces esa represalia o disuasión se lleva a cabo con el presunto justificante de que está basada en una amenaza real o en una ofensa anterior (el malo de la película es el primero que dispara), pero no siempre. Caín pensaba tener una causa justa: Abel le estaba haciendo una competencia desleal por el favor divino. Puesto que a todos nos han enseñado a reservarnos el derecho a la defensa propia, nadie puede confiar del todo en nadie. Lo que nos protege la vida no es la confianza mutua sino el temor mutuo. Lo que nos impide hacer algo incluso peor es el conocimiento de que la venganza seguramente será peor que la ofensa.

Es verdad que en ello hay protección. La mayoría de las personas se sienten seguras. Y en general, es verdad que las personas viven más seguras donde existe un gobierno —por mucho que sea un gobierno de tiranía y venganza— que donde no.

Y sin embargo la violencia justificada del gobierno siempre puede derivar en abusos. Así como la protección de Caín sufrió una escalada hasta desembocar en la brutalidad de Lamec, hoy también el argumento de que nuestro gobierno es nuestro protector tiende a una escalada hacia el riesgo de una destrucción incontrolada y masiva. Un ejemplo obvio de ello es lo que vivimos en la década de 1960: el mejor argumento para destruir Vietnam fue alegar que estábamos defendiendo (aunque sin que nos lo pidieran) el derecho de autodeterminación de los pobladores del país.

Fue la tierra la que absorbió la sangre de Abel y fue la tierra la que quedo maldita para Caín. Nuestra violencia unos contra otros también corta nuestra unidad con la naturaleza. Así como en Génesis aunque el pecado es contra Dios el abuso del árbol de la vida tiene como resultado la expulsión del huerto, así también peligra aquí la producción de la tierra por causa de la hostilidad entre nosotros. De vez en cuando nos concienciamos de lo mucho que depende de la naturaleza nuestra sociedad, de cómo el estado de la tierra o las nieves o las inundaciones influye en nuestro bienestar; pero pocas veces nos detenemos a analizar en profundidad cuánto estamos abusando de nuestra tierra en el nombre de nuestra civilización. Como la propia palabra lo indica, el cultivo de la tierra, lo que Caín fue el primero en hacer, es la primera forma de la cultura. Para obtener fruto hacen falta años de cooperación entre el agricultor y su tierra, aprendiendo cómo cuidarla, cómo adaptar sus cultivos a las distintas tierras y al calendario. Caín no puede ser un agricultor si no se puede confiar que respetará la vida de su propio hermano. Si tenemos que refugiarnos constantemente tras las murallas de nuestras ciudades, no podemos estar en el campo cultivando la tierra.

Esta ofensa sufre una escalada, igual que la que vimos con la ofensa de la venganza. Lo que Estados Unidos hizo en el sureste de Asia con defoliantes y herbicidas, bombas y palas mecánicas, no tenía antecedente en cuanto a la escala de la destrucción. Sin embargo no es nada nuevo que la naturaleza sea nuestra víctima. La Guerra de los Treinta Años transformó en un desierto algunas regiones de Europa durante varias generaciones. Las cruzadas hicieron lo mismo en el Medio Oriente. La artillería de nuestros acorazados volvió a hacer lo mismo a las colinas detrás de Beirut. La guerra siempre ha conllevado el pillaje y la tierra quemada. Los efectos de un intercambio nuclear masivo sobre nuestro sistema ecológico será nuevo en cuanto a la dimensión de la destrucción, pero el caso es que siempre hemos involucrado a nuestra paciente y vulnerable madre tierra en los sufrimientos que ocasionamos al prójimo.

Esta es la extensión normal de la maldición de Caín, y especialmente de la marca de Caín (el hecho de que su protección fuera un círculo de venganza). Lo que está destruyendo la naturaleza y destruyendo la posibilidad de la paz social no es la anarquía, sino el gobierno cuando se descontrola. Lo que nos está matando no es el salvajismo sino la civilización. La saga de Génesis se limita a constatar el hecho. Así son las cosas: el vínculo inevitable entre el genocidio y el ecocidio. La voz de la sangre de nuestros hermanos clama a Dios y no podemos vivir con nuestro hermano en la tierra. ¿Qué se puede hacer con una creación perdida? ¿Qué harías tú? ¿Qué intentarías hacer si fueras Dios?

Una respuesta obvia, la respuesta que damos casi todos casi siempre, es que para salvar a la creación perdida hace falta hacer más de lo que hizo Dios; hacerlo mejor, hacerlo con más cuidado, hacerlo más eficazmente. Deberíamos definir la justicia en términos de ojo por ojo y diente por diente, como lo hicieron Hammurabí y Moisés. Deberíamos organizarnos como se organizó Moisés al nombrar jueces. Deberíamos hacer teología como la que derivamos de Romanos 13. Deberíamos definir los límites legítimos de la violencia como lo hacen los que proponen la doctrina de la guerra justa. Deberíamos verificar la legitimidad de sus agentes, como lo hacemos mediante la democracia. Deberíamos ampliar su jurisdicción, como intentamos hacer con la Organización de las Naciones Unidas.

Todo esto es mejor que nada, pero no nos salva. Abre la puerta a una escalada siempre más amplia, porque las alegaciones en que se cimienta son absolutas, como era absoluto para Lamec el valor de la venganza. Cuando vamos a la guerra con el fin de acabar con la guerra, o para hacer que el mundo sea más seguro para la democracia, cuando destruimos Vietnam para salvarlo, cuando decimos que los Marines en el Líbano o los misiles en Wyoming están «conservando la paz», es obvio que aquello que se explica como medidas correctivas o defensivas, ha llegado a ser en sí mismo el problema.

¿Pero es que nos queda alguna alternativa? ¿Qué mas podría hacer Dios? ¿Qué harías tú si fueras Dios? ¿Qué se puede hacer que sea tan potente como para romper el ciclo vicioso de la venganza?

La única alternativa que le queda a Dios es hacer alarde de la debilidad. En última instancia, la elección de Dios ha sido seguir el modelo de Abel.

En el capítulo 11 de Hebreos, es Abel el que encabeza la lista de los creyentes que confiaron en Dios y le obedecieron. Todas esas figuras son personas que asumieron riesgos por causa de los propósitos de Dios. La historia refleja las prioridades de Dios, a las que se encomendaron los héroes de la fe. No se trata de una manera original de leer la historia hebrea. Jesús ya había repetido una tradición antigua acerca del largo linaje de los mártires santos. Así que la muerte de Jesús no fue una idea nueva. No fue un ritual ni un decreto arbitrario de Dios dictando sentencia sobre los requisitos para nuestra redención. Dios venía actuando así desde el principio de la historia humana. Los que confiaron en Dios siempre han sufrido, porque contaron con Dios y no confiaron en su propio poder ni su venganza para asegurarse el futuro.

Lo nuevo, lo que en el caso de Jesús —que es el último de esta línea de mártires santos (Hb 12,2)— queda completo, es la proclamación, ya preparada por prolepsis mediante los profetas y mártires santos y confirmada ahora por la resurrección, de que es de ese lado, del lado de Abel, que está Dios. El nombre «Abel» significa al lector de Hebreos, el polvo, la niebla, la transitoriedad. Tal ha sido su suerte. Sin embargo Dios elige continuar con la vía de Abel. Dios escoge el camino de la debilidad.

Abel fue inocente, no sólo en el sentido de que no fue culpable. También fue incauto, ingenuo, indefenso, confiado en su hermano. El motivo de esa confianza no era que su hermano fuese digno de ella. Abel confiaba en Dios. Por eso el autor de Hebreos puede decir (11,4c): «Murió, pero por su fe sigue hablando». La postura adoptada por Abel es significativa; tiene sentido. Habla porque, más allá de la muerte, Dios está de ese lado. Dios ha escogido salvar al mundo no con el poder de Caín ni con la venganza disuasoria que protegió su capacidad para fundar una ciudad, sino con la debilidad de Abel.

Ahora podemos leer en 1 Juan:

Este es el mensaje
que habéis oído desde el principio:
que nos amemos unos a otros;
que no seamos como Caín, que perteneció al Maligno
y degolló a su hermano por esa única razón,
que su propia vida era malvada y su hermano vivía una vida de bondad.
No os sorprendáis, hermanos, cuando el mundo os odia;
hemos pasado de la muerte a la vida,
y de esto podemos estar seguros
porque nosotros amamos a nuestros hermanos.
Si no amáis, estáis muertos;
odiar al hermano es ser un asesino
y como sabéis, no hay vida eterna en los asesinos.
Esto es lo que nos ha enseñado el amor,
que él entregó su vida por nosotros;
nosotros también debemos entregar nuestras vidas por nuestros hermanos.

1 Juan 3,11-16

Este texto sitúa la cuestión de la violencia, el homicidio, la guerra, en un marco mucho más amplio que el de limitarse a enseñar acerca de actos buenos y malos que se pueden enumerar en un catálogo de actos buenos y malos. Lo que hay en juego aquí es mucho más fundamental que la identidad de la tradición de las iglesias de paz, o que el debate particular sobre los valores sociales a defender con esta táctica o aquella, o el debate sobre la utilidad de determinadas técnicas de protesta o de cambio social. Lo que está en juego es la mismísima identidad de Dios y nuestra identidad en él.

La carta de Juan nos dice que existen dos modelos para la humanidad. Está Caín, cuya defensa consiste en matar, y está Jesús, que dio su vida por el hermano. Se puede seguir al uno o al otro. Así la lista de los creyentes que empezó con Abel (Hebreos 1,1,4) culmina en Jesús (12,2), «Quien por el gozo puesto delante de él aguantó la cruz».

Nuestra respuesta natural a esto nos deja sin conclusiones claras. ¿Qué significa «la cruz»? ¿Qué deberíamos hacer con eso? ¿Qué es lo que se supone que deberíamos lograr? ¿No nos corresponde entender cómo funcionará antes de asumir los riesgos? ¿Cuáles riesgos merecen ser asumidos? ¿Acaso no existe tal cosa como ocuparse legítimamente de uno mismo? ¿Acaso no es justo defender nuestros propios intereses de vez en cuando? ¿Acaso es posible gestionar la sociedad con tan sólo el poder del amor? ¿Qué harías tú si…?

Existen muchas más preguntas como esas. Las respuestas tendrían que tomar tantas formas como las muchas formas que toman las preguntas representativas que acabo de formular y depende de si se preguntan en un debate ecuménico o en el curso de los estudios de seminario o en un libro acerca de las teorías de la violencia y los valores sociales. Pero a los autores de la Biblia no parece que les importen esas preguntas.

¿Cómo podemos estar seguros de que los que hacen lo correcto obtendrán una recompensa justa? ¿Acaso pudo estar seguro de ello Abel? El texto pone: «por la fe». Murió fracasado, víctima inocente pero «por su fe sigue hablando hoy». La voz de la sangre de un mártir, lo sabemos bien, muchas veces habla más alto que lo que pudo hablar ese mismo santo en vida.

¿Acaso pudo estar seguro Abraham de que merecía la pena obedecer? El texto pone: «por la fe». Salió de Caldea para dirigirse a un lugar que solo Dios sabía cual sería y nunca acabó del todo de llegar. Recibió la promesa de una gran posteridad. Recibió la promesa de una ciudad, que nunca alcanzó a edificar. ¿Acaso pudo estar seguro Jesús? El texto pone: «por la fe». Fue «por el gozo que estaba puesto delante de él que aguantó la cruz y su vergüenza».

A los autores bíblicos por algún motivo no les importaba cómo es que su testimonio por la paz resultaría eficaz, sería oído, cambiaría el mundo o acabaría por ser reconocido como válido por los no pacifistas en la sociedad. Los autores bíblicos no se ocuparon en aclarar el punto preciso donde nos tocaría adoptar una postura costosa de enfrentamiento al mundo: si debería ser en el punto de la inscripción para el servicio militar o si solamente en el punto de negarse a matar. Los primeros creyentes tenían problemas de precisamente esa naturaleza. Esos problemas han existido en cada siglo. Las respuestas que han hallado puede que nos sean más útiles hoy que lo que sospechamos, pero no es ese el interés de Hebreos ni de 1 Juan. Su llamamiento es sencillamente una invitación a creer, creer de verdad, creer aunque muchos otros no crean, creer aunque nos falten pruebas definitivas. Creer que cuando Dios actúa entre nosotros toma parte con el lado de Abel, que toma la forma de Jesús, que se entrega a sí mismo por otros; y creer que eso es en sí mismo poderoso. «Todo aquel que viene a él tiene que creer que existe y que galardona a los que le buscan».

Llevo muchos años intentando comprender por qué muchos cristianos de las iglesias de paz, aunque en absoluto predispuestos a rechazar de pleno lo que en los últimos años hemos dado en llamar nuestro «testimonio por la paz», sin embargo les produce sofoco hablar a otros sobre sus convicciones, sienten que no serán capaces de expresarse sin que se les interprete mal, quieren evitar que se les identifique demasiado estrechamente con personas de trasfondos religiosos muy distintos que pueden estar coincidiendo en decir cosas parecidas.

La buena noticia —decimos—, es que Dios te ama y que te perdona; pero luego hay malas noticias: que el amor de Dios se agotará si no aprendes a amar a tus enemigos. Así que mantenemos debates prolongados y celebramos seminarios de estudio donde ver cómo conectar la buena noticia del amor de Dios por nosotros, con la mala noticia de que tenemos que amar al prójimo; reconciliar la gracia y la ley, el Cristo Salvador amantísimo que nos perdona y el Cristo Señor imperial a quien es menester obedecer. La ironía es que nos podríamos evitar todo esto si aprendiésemos a oír el evangelio directamente desde el Nuevo Testamento en lugar de pasarlo por los filtros de la religión cultural norteamericana. Que Dios estaba en Cristo es parte del evangelio. Que somos hijos de Dios, de tal suerte que compartimos su misma naturaleza y su misma actividad de entregarse a sí mismo, esa es nuestra buena noticia. Actuar así no es una carga pesada ni una particularidad denominacional minoritaria ni una interpretación dudosa de algún versículo descontextualizado y difícil de entender, acerca del gobierno o el homicidio. Amar al prójimo, incluso amar al prójimo enemistado, es en sí mismo el don del amor de Dios. Es la naturaleza de Dios. «Ya somos hijos de Dios. Lo que seremos en el futuro todavía no se ha revelado pero sabemos esto: que cuando él sea revelado seremos vistos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.»

Queda un paso más para nuestro entendimiento. ¿Cómo sabemos lo que sabemos acerca de Abel —siendo que murió? ¿Cómo sabemos lo que sabemos acerca de Jesús —siendo que murió? ¿Es la fe un fenómeno interior mantenido autónomamente en nuestro espíritu, una especie de culturismo espiritual? ¡En absoluto! La fe viene compartida y sostenida por una comunidad; no por el mundo, no por el sentido común o por las evidencias de la naturaleza —sino por la comunión de los que creen. Es así como el capítulo 12, que arranca con una «nube de testigos», asciende a la visión del festival celestial de los creyentes de todas las eras.

No os habéis acercado a nada que se pueda conocer por los sentidos […] ni a un fuego […] ni a oscuridad ni tormenta […] ni truenos ni […] una gran voz. […] Os habéis acercado al Monte Sion y a la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celeste donde los millones de ángeles se han reunido en festival con toda la Iglesia donde cada cual es un «primogénito» y un ciudadano del cielo. Os habéis acercado a Dios mismo, el Juez Supremo, juntamente con los espíritus de los santos que han sido perfeccionados; y a Jesús, el mediador de una alianza nueva y de una sangre para purificación que habla más insistentemente que la de Abel.

Hebreos 12,18-24

Y así volvemos a la voz de la sangre. La voz de la sangre de nuestro hermano que matamos, clama contra el asesino, contra el opresor. Nuestra cultura está podrida hasta la médula. Nuestros gobiernos están podridos hasta la médula, en tanto que Caín huye de esa voz que le persigue, buscando refugio en círculos de violencia sobre violencia.

Pero si podemos aprender a ver a Dios que ha tomado parte con el lado de Abel, de los que sufren opresión, los negros, los vietnamitas, los nicaragüeños… [3]

Si junto con el profeta podemos ver cómo el Siervo Sufriente del Señor desplaza a David y Salomón como modelos del tipo de líder que Dios desea…

Si con Jesús en el Jordán y en el desierto podemos entender que el servicio sufriente es la vía escogida por Dios para salvar a Israel…

Si con Pedro y Pablo y Juan podemos ver que Dios en efecto sí salvó a Israel precisamente así, de esa manera; que Dios sí que estaba en Cristo reconciliando al mundo con sí mismo…

Si podemos tomar el paso firme de abandonar el lado de Caín y ponernos del lado de Jesús…

Si podemos abandonar nuestras defensas legítimas a la vez que las que no lo sean…

Entonces ese mismo derramamiento de sangre que fue la señal de nuestra culpabilidad y la maldición de la tierra y la aniquilación de la confianza en el prójimo, puede llegar a ser la señal de nuestra redención. La sangre de nuestro hermano, de nuestro hermano mayor Jesús, clama a favor nuestro, ya no contra nosotros. Si Dios en Cristo ama a sus enemigos —que es lo que hemos sido— si esa es la buena noticia, entonces ya no hay malas noticias. Entonces nuestra disposición a amar a nuestros enemigos, puesto que al fin y al cabo somos hijos de Dios, es la mismísima esencia del evangelio. Sólo hace falta creer.


1. Este tema fue presentado originalmente el 25 de junio de 1972 en la iglesia College Mennonite Church, de Goshen, Indiana. Publicado como He Came Preaching Peace (Scottdale: Herald, 1985), Capítulo 5, la presente traducción (por Dionisio Byler) y difusión por internet es con permiso de Herald Press, que conserva todos los derechos.

2. Yoder solía valerse de diversas versiones inglesas de la Biblia, citando aquí una, allí otra; y a veces creando sus propias traducciones de los textos bíblicos. Hemos optado por traducir directamente del texto inglés de Yoder, sabiendo que si así lo desean, los lectores siempre pueden cotejar el resultado con las versiones impresas de la Biblia a su disposición. —D.B

3. EE.UU. se hallaba a la sazón (1985) inmersa en el escándalo de la financiación ilegal de la actividad bélica de los contras en Nicaragua. —D.B.